Viajes
El primer castillo templario no está en Francia ni en Inglaterra
Tuvo que ser una astuta condesa quien les regaló su primera encomienda en territorio europeo
“No a nosotros, Señor; no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria, para que en todo sea bendito el que adiestra mis manos para el combate y mis dedos para la batalla”. Citando salmos y santificando la guerra, así finaliza Bernardo de Claraval su Elogio de la nueva milicia templaria, el texto escrito en el siglo XII con el objetivo de popularizar la Orden del Temple entre la nobleza europea. Porque no hace muchos años, la famosísima orden religiosa que protegió durante dos siglos los caminos a Jerusalén no era conocida por nadie. No existían las películas exagerando sus aventuras, ni se habían escrito ríos, arroyos, mares de tinta descifrando sus supuestos rituales esotéricos. Se trataban de un puñado miserable de caballeros (la leyenda especifica que fueron nueve los primeros templarios) empujados por el fervor religioso, fanatismo medieval, harapientos, que dormían por caridad del rey Balduino II en las caballerizas del Templo de Salomón. No existían todavía las leyendas rocambolescas.
Dicen que los nueve caballeros dedicaron los nueve años siguientes a la creación de la Orden a investigar el mismo Templo de Salomón, en busca de posibles secretos que hubieran pasado desapercibidos a los huéspedes anteriores. Tomaron medidas de todo el edificio y los hay quienes aseguran que llegaron a encontrar el Arca de la Alianza. Pero no sería hasta varios años después, cuando el escrito de fray Bernardo hubiera llegado a las manos de la nobleza europea, que una condesa leonesa obsesionada con los juegos de tronos les ofreció su primer castillo. El Castillo de Soure.
El castillo de naipes
Crear un nuevo reino puede asemejarse a la construcción de un castillo de naipes. Cada carta cuenta, cada una se utiliza para apoyar las cartas que vendrán. Y no creo que podamos encontrar en el territorio peninsular del siglo XII, una constructora de castillos de naipes que poseyera mayor maestría que la condesa Teresa, hija natural de Alfonso VI de León y de su amante Jimena Muñoz. Portugal no existiría si no fuese por sus ambiciones. Resulta que su padre la casó con Enrique de Borgoña, primer conde del Condado Portucalense, pero el bueno de Enrique murió pronto y dejó a su joven esposa con la regencia de este enorme territorio, de un tamaño ideal para convertirlo en un reino independiente a León. La condesa Teresa, astuta, se frotó las manos y se dispuso a manejar.
Comenzó sufriendo una estrepitosa derrota a manos de su medio-hermana Urraca I de León, aunque consiguió salvar el gobierno de sus dominios gracias al tratado de Lanhoso. Pero resulta que durante el conflicto trabó amistad con Fernão Peres de Trava, perteneciente a la familia nobiliaria más poderosa de Galicia, y juntos salieron victoriosos de un puñado de batallas. Luego Urraca murió y le sucedió su hijo Alfonso VII, y el nuevo rey era íntimo amigo del tal Fernão, y por consecuencia buen amigo de la condesa Teresa. Los castillos de naipes pueden llegar a tambalearse pero, si se construyen con visión de futuro y cartas que resistan, con amistades poderosas y victorias en el campo de batalla, entonces aguantarán. La condesa Teresa debía frotarse las manos sin parar porque esta clase de relaciones con los nobles gallegos y el monarca de León parecían aproximarla todavía más a sus intereses rimbombantes. Solo se encontró con dos espinitas en su camino: los ejércitos musulmanes que controlaban el sur peninsular y su hijo Alfonso. Los primeros amenazaban con saquear el Condado Portucalense cada primavera, eran infieles, enemigos históricos. El segundo era tan espabilado como su madre y ansiaba apartar a la condesa del gobierno del futuro reino de Portugal.
Entonces la condesa debió leer el texto del Bernardo de Claraval y se frotaría las manos hasta que le salieron callos porque le pareció que sería una idea estupenda tener de su lado a los caballeros templarios. Así podrían echar una mano a la hora de combatir a los musulmanes (aliviando a la condesa la carga de una de sus preocupaciones mayores) y, quien sabe, quizá llegarían a apoyarla si llegaba el día en que su hijo Alfonso decidía destetarse y se enfrentaba a ella. Entonces hizo llamar a Hugo de Rigaud, representante de los templarios en el Mediterráneo, y pese a que la Orden todavía no había sido aprobada por el Papa, se adelantó a los acontecimientos y les hizo entrega del Castillo de Soure en 1128. Pegadito a la frontera con los musulmanes. Ideal para zambullir a los recién formados templarios en la salvaje contienda de la Reconquista.
El castillo en cuestión
Hoy es una ruina. Las alfombras de las habitaciones transmutaron en hierba y la argamasa entre los muros se confundió con el musgo. Ubicado en la región de Coímbra, al norte de Lisboa. De color gris macilento. Solo fue una pena que después de su jugada maestra atrayendo para sí a los templarios, la condesa Teresa se sublevó por segunda vez contra el reino de León, fue derrotada nuevamente y despojada del poder a continuación por su hijo Alfonso. Que con el tiempo pasaría a conocerse como Alfonso I, primer rey de Portugal. De poco sirvieron sus nuevos amigos a la triste condesa.
Alfonso I, por otro lado, sí que se benefició ampliamente de los templarios. Junto a ellos ganó para la corona portuguesa un puñado de territorios al sur de Coímbra, y ya son legendarias las intervenciones de los caballeros en las conquistas de Santarem y de Lisboa. Sus castillos y encomiendas en territorio lusitano se multiplicaron, su poder se hinchó. La relación entre la corona portuguesa y la Orden del Temple fue una de las más fructíferas de Europa. Esto se debe a la utilidad de los monjes guerreros a la hora de estabilizar las fronteras del sur de Portugal; acudieron a la práctica totalidad de las batallas contra el islam, incluso enviaron contingentes para recuperar territorios cristianos de los reinos de Castilla y Aragón. No aportaban un gran número de combatientes pero siempre compensa tener a tu lado un caballero cuya regla prohíbe huir de la batalla, a no ser que el enemigo les supere por tres a uno. No eran los más simpáticos del patio pero siempre compensa tener a tu lado a un fanático religioso y experto en el uso de la espada, si tu reino depende del fervor religioso. Se bañan muy rara vez, no se cuidan del peinado, van cubiertos por el polvo, negros por el sol y la malla que los protege, pero traen desde Oriente valiosos conocimientos en matemáticas y medicina.
Quizá sorprenda al lector conocer que la influencia templaria en Portugal siguió incluso después de que Jacques de Molay ardiera en la hoguera. Hasta este punto se ligaron el reino lusitano y los pobres caballeros. Después de que la Iglesia acusara a la Orden de brujería, satanismo, pedofilia y demás barbaridades, instigando a los reyes europeos a deshacer sus relaciones con quienes tanto bien les habían hecho, Dionisio I de Portugal diluyó al Temple en la Orden de Cristo. De esta manera pudieron seguir existiendo, manteniendo sus dominios y apoyando a las empresas portuguesas, solo que esta vez lo hacían bajo un nuevo nombre. No sería hasta el auge de la Inquisición en el siglo XVI cuando la Orden de Cristo se vio privada de su rama militar y pasó a convertirse en una orden religiosa puramente monacal.
Y todo comenzó en este castillo de Soure, de la mano de una condesa avariciosa y genial. Su visión de futuro permitió garantizar a los reyes de Portugal un cuerpo de élite militar prácticamente invencible y destinado en exclusiva a combatir por Dios. Nos lo cuentan sus paredes mordisqueadas por las nubes.
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