Ocio

Viajes

Con la suerte de nuestro lado

Con la suerte de nuestro lado
Con la suerte de nuestro ladolarazon

Nos encontrábamos en Kenitra. La ciudad conocida durante el protectorado francés como Port-Lyautey, es un puerto que se asienta en el cauce del río Sebú. Es una ciudad industrial cuyo crecimiento económico se debe en gran parte a su puerto que, durante la guerra fría, fue convertido por los americanos en una base aeronaval compartida con Francia. Hicimos un breve recorrido en coche por las calles principales de la ciudad y dejamos al padre de Amal en su café favorito.

Nuestra amiga quería llevarnos a la playa y enseñarnos los alrededores de su ciudad natal. Seguimos el curso del río, rumbo al sur, durante unos kilómetros para visitar las lagunas de Sidi Boughaba, un parque natural protegido al ser zona de paso de aves migratorias acuáticas. Vestigio de los últimos humedales de la costa noroeste de Marruecos, antes llenas de marismas y lagunas, es una reserva ornitológica que acoge más de 170 especies de aves. Protegida por una enorme duna que la separa del mar y que puede elevarse hasta 25 metros, en los días claros es fácil distinguir flamencos rosas, aguiluchos de pantano y multitud de especies de patos que emigran para invernar en este lago natural de agua dulce. Un espectáculo único que, muchas veces queda oculto por la espesa niebla que, procedente del Océano Atlántico, parece querer preservar este reducto de la biodiversidad del ojo humano.

Al otro lado de la duna se encuentra la antigua medina de Mehdia. Bajo su castillo se extiende una extensa playa de arena fina, famosa por sus olas y por ser la cuna del surf en Marruecos. Aparcamos el coche en el paseo marítimo para hacer unas fotos mientras Amal nos explicaba el reciente desarrollo turístico de la playa de su infancia. Escuelas de surf, restaurantes y bares, casas de diseño moderno, algunos hoteles y un campo de golf han convertido esta playa en un nuevo destino turístico fundamentalmente local, gracias a su cercanía con la capital política de Marruecos, Rabat y a Casablanca.

Al final de la playa, en el estuario que forma la embocadura del río Sabú, nos sorprendió encontrar multitud de surfistas locales participando en un campeonato amenizado por un Dj pinchando música tecno y electrónica. Estuvimos un rato disfrutando de la música mientras veíamos, a lo lejos, surfers y barcos de pesca cabalgando las olas en la embocadura del río Sabú.

Cuando ya nos disponíamos a abandonar la playa, Amal nos señaló al alcalde de la ciudad, rodeado de sus guardaespaldas. Propietario de una importante flota de barcos pesqueros observaba la llegada de sus barcos con las redes llenas. El temporal, que ya se dejaba sentir, los llamaba a puerto y durante al menos una semana no podrían volver a faenar. Nos acercamos a él para saludarle y tras presentarnos, entablamos una agradable conversación. El alcalde nos invitó a comer pescado y a visitar la antigua medina de Mehdía pero tuvimos que rechazar la invitación ya que la madre de Amal nos esperaba en su casa para comer.

Por la tarde, una lluvia torrencial y violenta nos impidió viajar en coche a Assilah como teníamos previsto. Nos refugiamos en casa de Amal y decidimos que al día siguiente cogeríamos un tren a Assilah, dónde esperaríamos a que amainara el temporal y se reabriera el puerto de Salé.

Assilah

Unos tímidos rayos de sol asomaron entre los nubarrones. La tormenta había escampado y Amal se ofreció a llevarnos en su coche a Assilah. Para convencernos aseguró que a su madre le apetecía visitar el lugar dónde veraneaba en su infancia.

La bella y antigua ciudad amurallada de Assilah nos recibió bajo una intensa lluvia. Situada a pie del mar, las antiguas murallas portuguesas protegen la antigua medina de la furia del Atlántico. Aparcamos el coche en el parking situado entre la puerta de la Kasbah y Bab el Bahar (la puerta del mar) y nos refugiamos en Casa Pepe, el restaurante español situado frente a la entrada de la medina.

Pepe se sentaba, como siempre, de espaldas a la puerta, en la mesa más cercana a la cocina, viendo el telediario. Conozco a Pepe desde hace más de veinte años, cuando en mi primer verano en Marruecos con Carmen Ordóñez, de camino a Fez para acudir a la boda de Lala Hasna, hija del Rey Hassan II, paramos a comer en su restaurante. El tiempo le ha encorvado y nublado la mirada, pero sus recuerdos siguen siendo nítidos. Enseguida, me pregunta por 1, 2 y 3, mis hijos, a quiénes ha visto crecer entre los manteles de su pulcro restaurante. Me maravilla que recuerde sus nombres, igual que lo hace su esposa, su cuñada y su fiel legión de camareros, imperturbable al paso del tiempo.

Nos sentamos en una mesa redonda al lado de la ventana, viendo la lluvia caer y disfrutando del típico aperitivo a base de sardinas en escabeche y unas berenjenas asadas al estilo marroquí que dan la bienvenida a los comensales desde que mi memoria recuerda. No pude resistirme a pedir unos carabineros, uno de mis platos favoritos, calamares y los frescos lenguados que, aunque pequeños, están deliciosos. La madre de Amal se decantó por una sopa, típica de Assilah y que yo nunca había probado, a base de habas que añoraba desde que la probara en este mismo restaurante en su niñez.

Acabada la comida nos animamos a pasear por la Medina. Las blancas casas de Assilah con sus puertas y ventanas pintadas de azul, relucían tras el aguacero. La gran mezquita, situada en la entrada de la Kasbah, estaba cerrada y en plena restauración. Al doblar la calle, en la plaza Ibn Khaldun, impresiona la majestuosidad de Borj Al Kamra, la torre más representativa de la ciudadela.

El chaparrón había espantado el habitual paisaje de Assilah. No había niños jugando al fútbol a los pies de la muralla, ni turistas tomando el té en el café de la plaza o paseando por sus calles. Tampoco las tatuadoras de Henna que abordan a los turistas en la entrada de la medina nos dieron la bienvenida. La mayoría de las tiendas que suelen exponer sus alfombras, cerámicas o muebles en las calles estaban cerradas y sus productos protegidos de la lluvia en el interior. La tempestad había borrado de un plumazo el deambular cotidiano de personajes pintorescos de Assilah, ahuyentado los gatos que pululan por sus calles y ahogado en quietud la vieja medina. Aún así el olor a sal y el rugir de las olas acariciando mis sentidos, me transportaron inevitablemente a los mil y un recuerdos que en mí abrigan las antiguas murallas.

Nos fotografiamos en los murales que, como todos los veranos, engalanan algunas fachadas de la ciudad amurallada, obras de pintores contemporáneos venidos de todas partes. Paseando por las calles que dan al mar, de camino al Krikia, el mirador que se extiende como un espigón sobre el mar, uno no puede evitar sobrecogerse ante la belleza de una de las Medinas más limpias y mejor conservadas de Marruecos. Llamamos a nuestro amigo Zacarías para tomar un té moro y antes de llegar al chamizo situado frente al parking, Amal y su madre se despidieron de nosotras para regresar a Kenitra antes de que anocheciera.

La tormenta no arreciaba y el cielo, a medida que el sol descendía en el horizonte, se tornaba más gris. Aquella noche dormimos en mi casa y ni siquiera deshicimos el equipaje. Caímos rendidas.

Eran las siete de la mañana, cuando el sonido de un Wattsapp nos despertó a ambas. Era un mensaje de los cocineros italianos, invitándonos a ir con ellos en el barco hasta Saint Marteen, su destino en el Caribe. Llevábamos varios días, chateando con ellos y estaban al tanto de nuestras desventuras. La chica francesa que navegaba con ellos había decidido desembarcarse tras enamorarse de un alemán en el puerto de Al Jadida, donde sus barcos se habían refugiado del temporal. No lo dudamos ni un instante: el destino, siempre caprichoso, nos daba la oportunidad de cruzar el Atlántico con aquellos simpáticos italianos en el Delizia, un Lagoon 450.

A mediodía ya estábamos de nuevo con las maletas a cuestas, cogiendo un tren en Assilah en dirección a Salé, dónde teníamos que recoger el resto de nuestro equipaje. Avisamos a Adnan de nuestra llegada y le pedimos que nos acompañara al catamarán americano. Cuando llegamos, Simon estaba en el barco tomando unas cervezas con un amigo. Se sorprendió al vernos y aún más cuando le dijimos que habíamos decidido navegar con los italianos y que zarparíamos al día siguiente rumbo a Las Palmas. El temporal estaba remitiendo en el sur, pero el puerto de Salé aún permanecería cerrado cinco días más.

Regresamos a la estación de tren para comprar los billetes a Al Jadida pero nos encontramos con que no salía ninguno a esas horas de la noche. El primer tren disponible era al día siguiente a las seis y veinte de la mañana. Adnan nos ofreció dormir en casa de su madre y aceptamos encantadas. Dejamos el equipaje allí y nos fuimos los tres a cenar a un restaurante de la marina. Nos acostamos en las tarbas, los tradicionales sofás que decoran todos los salones árabes y en los que, dormimos profundamente, a pesar de su dureza.

Aún era de noche, cuando llegó el taxista que habíamos contratado el día anterior a recogernos. La madre de Adnan nos había preparado café y té que acompañó con unas deliciosas pastas. No pudimos despedirnos de Adnan, ya que se había quedado a dormir en el barco.

De Salé a Al jadida

La tempestad no daba tregua. Empapadas hasta los huesos y desfallecidas conseguimos llegar arrastrando nuestro equipaje hasta el anden: dos bolsas de más de 25 kilos, varias mochilas y por si fuera poco, la comida y bebida que habíamos sacado del Orient Express. Nos acomodamos en el vagón de primera clase y tratamos de dormir un poco. En una hora llegamos a Casablanca Port, dónde teníamos que hacer transbordo para tomar el tren a Al Jadida. Aprovechando que el revisor estaba en nuestro vagón le pregunté el tiempo del que disponíamos para cambiar de tren y si existía posibilidad de encontrar a alguien que nos ayudara a trasladar el equipaje. Al preguntarnos a dónde íbamos, el revisor nos dijo que el siguiente tren a Al Jadida salía a las 12 de la mañana ya que, al ser festivo al celebrase el día del nacimiento del Profeta, varios trenes habían sido anulados. Por el mismo motivo, dudaba que encontráramos un porteador.

Se nos cayó el alma a los pies. Teníamos que llegar al puerto de Al Jadida antes de las once hora prevista para zarpar con el Delizia. No nos quedaba más remedio que buscar un coche de alquiler o un taxi. Cuando llegamos a Casablanca Port nos encaminamos a la oficina para reclamar la devolución de los billetes que habíamos comprado hasta Al Jadida. Tras discutir un buen rato, lo conseguimos y nos dirigimos a la parada de taxis. Por 150 euros encontramos un gran taxi dispuesto a llevarnos hasta allí en el día del nacimiento del Profeta.

Llegamos a Al Jadida sobre las diez y media de la mañana. Esperamos en la gendarmería, dónde teníamos que sellar nuestros pasaportes para hacer la salida del país. Los italianos, Gian Luca y Gian Paolo estaban dando una vuelta por el mercado para hacer unas compras antes de zarpar. Llegaron con las manos vacías ya que el mercado estaba cerrado por la fiesta pero con una amplia sonrisa que nos reconfortó al instante. Nos saludamos como si nos conociéramos de toda la vida y esperamos a que llegara allí el propietario del barco, a quién llamaban con cierto cachondeo el Comandante Máximo.

► 1. Los sueños cumplidos de Ángela Portero

► 2. Buscando barco desesperadamente

► 3. El destino había jugado sus cartas

► 4. Rumbo a Marruecos

► 5. Atrapados por el temporal

El propietario del barco llegó con una gorra marinera que parecía más que de Comandante de Almirante de la Armada y tras saludarnos con educación exquisita, se dispuso a hacer el papeleo habitual para zarpar y abandonar el país. Mientras, los gendarmes se dedicaron a inspeccionar minuciosamente nuestro equipaje, obligándonos a sacar toda nuestra ropa y productos de aseo. Terminada la inspección y cumplimentados todos los trámites burocráticos tuvimos que andar al menos trescientos metros para acceder al muelle dónde se encontraba el dingui. Con la neumática cargada y todos a bordo, excepto el capitán y los policías que debían aún inspeccionar el barco, nos dirigimos al catamarán que se encontraba fondeado en el puerto, al abrigo del temporal y a los pies de la impresionante muralla portuguesa que protege la medina de Al Jadida.

Desde el mar, la vieja ciudad no parece marroquí, debido a los vestigios barrocos y a la influencia de la arquitectura gótica. La impresionante y curiosa fortificación fue construida por el arquitecto español Juan de Castillo entre 1541 y 1542. Los enormes muros de piedra tallada y sus cinco bastiones (cuatro reconstruidos) protegen esta ciudadela en la que destacan el castillo, el aljibe o cisterna portuguesa y la iglesia de la Asunción.

Dejamos nuestro equipaje en el camarote de proa a estribor que nos habían asignado. La cama estaba empapada ya que, en un descuido, la francesa había dejado la escotilla abierta. No nos importó demasiado. Teníamos un barco a punto de zarpar y estábamos encantadas con nuestros nuevos compañeros de travesía: el Comandante Máximo y los dos divertidos cocineros italianos con quienes ya intuíamos no nos iba a faltar risas y complicidad. Sentíamos que la suerte se había puesto de nuevo de nuestro lado y que ni siquiera el temporal podía arrebatarnos nuestro sueño de cruzar el Atlántico en un velero.