Academia de papel
Crónica antiespañola en EEUU: Si las piedras hablaran
Esa furibunda e inesperada ola de desprecio a lo español en Estados Unidos alcanza sus cotas más ridículas con el ataque al autor de El Quijote, un legendario esclavista, como todo el mundo sabe
Lo de derribar estatuas es más viejo que la tana. A lo largo de la Historia lo han hecho todas las grandes civilizaciones, con o sin taparrabos. Más próximo en el tiempo, Sadam Hussein cayendo en Bagdad es todo un símbolo, como lo fueron figuras de Stalin o de Lenin en países hoy liberados del comunismo. Una larga, pero deliciosa escena del último viaje por el Danubio de una estatua de Lenin, rodada con maestría por Teo Angelopoulos en ‘La mirada de Ulises’, refleja muy bien ese gusto por el desmaquillaje. Por supuesto, los budas dinamitados por los talibanes en Afganistán.
España también conoce de ataques furibundos a imágenes talladas en piedra. Algunos milicianos la tomaron durante la Guerra Civil con el Cerro de los Ángeles y en particular con la figura pétrea de Jesús, metafóricamente fusilado y posteriormente dinamitado. Los talibanes lo hicieron décadas después con algunos budas levantados en su día en Afganistán.
En la España más contemporánea también se han dado casos de ataques a estatuas de personalidades relevantes, pero que se enmarcan más en la gamberrada al uso. La nariz del busto de Pablo Iglesias, fundador del PSOE, en las inmediaciones del madrileño hospital de la Cruz Roja, fue durante un tiempo objeto de agresión periódica. La de Franco, en el entorno de los Nuevos Ministerios, fue pintarrajeada alguna que otra vez hasta que fue retirada. Varias réplicas del busto de la Dama de Elche fueron destruidas por ‘independentistas’ de El Altet, pedanía de Elche (Alicante), que denunciaban la ‘opresión’ ilicitana.
Pero nada comparable con la ola antiespañola (que no antihispana, pues ya se cuida el Partido Demócrata en EEUU de asegurarse la empatía de esos cruciales votos) de la izquierda estadounidense contra referentes del antiguo Imperio español, que pisó por primera vez los Estados Unidos poblados hasta entonces por los llamados eufemísticamente nativos americanos.
Eso sí, para no buscarme líos con los países nórdicos, que ya nos la tienen jurada con las ayudas para la reconstrucción por lo del coronavirus, matizaré que la Corona española alcanzó aquel territorio muchos después que los vikingos, esos mongoles del norte europeo que no debían haber encontrado nada de su interés en su viaje anterior, pues no consta que se quedaran. Por eso allá no hay estatuas que derribar de daneses, noruegos o suecos.
Esa furibunda e inesperada ola de desprecio a lo español alcanza sus cotas más ridículas con los ataques a frailes, como el mallorquín Junípero Serra, intelectual franciscano que creó varias misiones en California y de quien no se conoce que fuera racista, esclavista o delincuente. Como sí el inane (o inana, me lío con los géneros últimamente) que ha pintarrajeado la estatua del susodicho, levantada en Palma de mallorca, y que los comunistas del Ajuntament piden echar abajo. Otro de esos le ha puesto una bolsa de plástico en la cabeza de la que se levanta en Petra, su pueblo natal.
Mayor bobería que eso, que las pintadas al Colón barcelonés -también su alcaldesa comunista pide bajarle los humos del pedestal- o en Estados Unidos, o contra la Reina Isabel la Católica, es la de quien ha atacado en California una estatua de Miguel de Cervantes, conocido por todos, como bien se sabe, por su tradición esclavista, racista e inhumana, tanto a lo largo de su vida como de los crueles personajes que retrató en su dilatada obra, digna toda ella de un museo de los horrores.
Lo peor de esa ola racista contra lo español no es que el Gobierno español no se haya despeinado con la Pelosi -nunca mejor a cuento la treta literaria-, quien manifiesta en nombre del Partido Demócrata, el que sí fue esclavista y racista en sus orígenes, su simpatía con los difamadores, que, por cierto, en muchos casos firman sus ataques con la hoz y el martillo. ¡Ay si Kennedy levantara la cabeza!
Es de sobra conocida la ajustada cultura general de los estadounidenses, por comparación con las nociones humanísticas que -con más o menos acierto- reciben los jóvenes europeos, más allá de la retahíla de enmiendas constitucionales que tanto gustan citar en sus películas, la guerra de Pittsburgh, la fiebre del oro o los padres de la patria. Quizá también el episodio del Motín del Té y hasta puede que alguno recuerde que Nixon hubo de dimitir, aunque no acabe de comprender por qué razón. De Vietnam puede que se líen con la de Corea, o no, pues quizás ni oyeron hablar de esta última.
No importa. Lo que quiero decir es que la ignorancia sobre hechos históricos y la ausencia de sentido crítico pueden explicar que estos jóvenes altruistas, que se autorreconocen como de izquierdas, no sepan que fue durante la presencia de España en Estados Unidos, a mediados del siglo XVI, cuando hay constancia de la primera boda mixta entre un español y una mujer negra, mientras que habrá que esperar hasta 1967, unos 400 años después, y como quien dice hasta antesdeayer, para que el Supremo estadounidense eche abajo la ley que impedía las bodas interraciales, entre los abuelos de esos mismos jóvenes. Les invito a que, si leen esto, pregunten qué opinión tenían -o siguen teniendo- sus respectivos y adorables abuelos aún con vida sobre aquel infame tiempo de racismo en su propia nación -solo superado por el infame apartheid en Sudáfrica.
La comparativa más diáfana es esta que aporta el ingeniero Enrique Fernández de Córdoba y Calleja en ‘La leyenda negra refutada por historiadores hispanoamericanos’: la población indígena sudamericana, donde la presencia de España sí es notoria en aquellas décadas, se cifra en 12 millones en 1492. Ese mismo año, en Norteamérica sumaban 1 millón de indios. En 1940, mientras que en Hispanoamérica se cuentan 15 millones de indígenas, en los Estados Unidos solo quedaban 360.000. Hagan cuentas.
El escritor venezolano Carlos Rangel cuenta en ‘Del buen salvaje al bien revolucionario’ que, a diferencia de la perniciosa influencia anglosajona en Estados Unidos, que casi acaba con los nativos como hicieron con los bisontes, la presencia española en América del Sur apenas supuso una merma demográfica de sus indígenas: “Los aborígenes de Hispanoamérica, lejos de ser exterminados, continuaron formando la inmensa mayoría de la población”. Fernández de Córdoba y Calleja lo resume en que mientras “los españoles querían a los indios para trabajar sus tierras y a las indias para procrear con ellas, los británicos acudieron a América con sus mujeres e hijos y lo que querían eran tierras para cultivarlas ellos, para lo que había que eliminar a los indios poseedores de dichas tierras”.
Nos recuerda Julián Marías (Sobre el cristianismo) que “el proyecto original de España al emprender el descubrimiento y exploración del Nuevo Mundo fue la cristianización de los pueblos desconocidos”. La evangelización fue el botín primero y, más allá de determinados excesos y sucesos, la realidad es que ningún país colonizado por europeos, con población aborigen, es cristiano, siendo Filipinas la excepción, por cierto, islas hispanizadas. “Es evidente también la función de la iglesia en limitar las violencias, los abusos y los intentos de explotación”, apunta Marías. Los tatarabuelos de los españoles apostaron sin reservas por el mestizaje, pues se partía de la premisa cristiana de que todos los hombres son hermanos, “por ser hijos de Dios, y no existir entre ellos inferioridades o superioridades esenciales y originarias”, mientras que los tatarabuelos de los antiespañoles estadounidenses se limitaron a implantar su modelo europeo en suelo americano, y violentamente a la fuerza. “No hubo racismo respecto de los indios, ni tampoco respecto a los negros cuando fueron llevados al Caribe o al Brasil” por parte de los españoles.
Tras Fray Junípero Serra ¿Será el siguiente Fray Bartolomé de las Casas, el religioso que más levantó la pluma y la voz contra los excesos de los primeros conquistadores españoles? ¿Serán otros de su cuerda como los teólogos dominicos Francisco de Vitoria o Domingo de Soto, o los jesuitas Francisco Suárez o Juan de Mairana? Célebres pensadores todos ellos referidos por Luis de Sebastián en su ‘De la esclavitud a los derechos humanos’.
Hasta el celebrado Lincoln, paradigma del antirracismo y la lucha contra la esclavitud, pidió (o sugirió o recomendó o animó) a los exesclavos negros a abandonar los Estados Unidos y aposentarse en el Caribe y en Centroamérica, incluso Liberia, ese estado fallido en África. Y no fue precisamente porque tendrían mejor tiempo en esas latitudes. Sin acritud, aunque hablando clarito, Lincoln afirmó públicamente esto que hoy le pondría los pelos de punta a la Pelosi: “Vosotros (los negros) y nosotros somos razas diferentes. Tenemos entre nosotros la mayor diferencia que existe entre prácticamente cualquier raza. No necesito discutir si es correcto o incorrecto, pero esta diferencia física es una gran desventaja para ambos. Creo que vuestra raza sufre mucho, en parte por vivir entre nosotros, mientras que la nuestra sufre con vuestra presencia”, Lincoln dixit. No sé qué esperan los jóvenes estadounidenses a atacar el hipervisitado Monumento a Abraham Lincoln en Washington, en el que aparece dignamente sentado el expresidente americano quien, a su manera, no quería a los negros en su país.
¿Saben también esos jóvenes pacifistas matafrailes que la mayoría de sus bisabuelos no podían ver ni en pintura a los judíos, y que las autoridades estadounidenses determinaron cerrar el grifo de entrada de refugiados judíos europeos en 1941, al tiempo que el régimen nazi encendía los hornos a tutiplén? En los meses siguientes, y casi hasta muy próximo el fin de la contienda mundial, esas mismas autoridades solían restar credibilidad a los informes sobre el genocidio.
Ya ni entro en los ataques a las estatuas de Winston Churchill -que cada palo aguante su vela-, ni a los confederados como Lee que también están descabezando. No me extraña que si esto se pone de moda acaben derribando alguna estatua de Mandela porque se pasó décadas en prisión bien alimentado y paseando por el patio mientras en Soweto las pasaban canutas, la de Ghandi por flojo, los moais de la Isla de Pascua por estirados o la del payaso Fofó por a saber qué nuevos valores inventan estos saboteadores de piedras y revisionistas de pacotilla.
Luis Miguel Belda es profesor de Periodismo y miembro de la Academia de P@pel, grupo de pensamiento y de análisis sobre comunicación de la Universidad UDIMA
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