"El honor de vivir"
La lengua de cada hombre
«Cuando morimos, nuestra lengua no acaba desterrada a una montaña del todo inaccesible»
Escribía el nobel polaco Czesław Miłosz en uno de sus poemas que la muerte de un hombre se asemeja a la caída de una poderosa nación, y que su desaparición no solo conlleva la de sus afanes y sus logros, sus afinidades y sus esperanzas, sino también la extinción de su lengua, que se convierte a partir de ese momento en «el dialecto de un pueblo puesto sobre inaccesibles montañas». Ciertamente, cuando alguien muere, lo primero que se pierde es su voz. Las cosas materiales (su cuerpo, sus pertenencias, el rastro físico de su paso por el mundo) duran algo más. Y en cuanto a lo que pensó y sintió mientras vivió, es posible que una pequeña parte quede registrada por escrito o audiovisualmente, si bien la mayor sobrevivirá, aunque de un modo distorsionado y siempre cambiante, en la memoria de quienes lo conocieron. Sucede, no obstante, que recordaremos mejor el sentido de lo que dijo que el modo concreto en que lo dijo. Guardaremos, así, en nuestra memoria la esencia de sus reflexiones, lo fundamental de sus anécdotas o lo que quiso decir realmente cuando comentó esto y lo otro sobre aquello y lo de más allá; pero a duras penas lograremos evocar las palabras concretas que usó al describir lo que sintió cuando su padre enfermó, el modo en que, inveteradamente, hacía una pausa cuando llegaba al momento álgido de alguna de sus historias (y que tanto nos hacía impacientarnos), o cómo siempre que ponía sobre la mesa sus demoledores argumentos en cualquier diatriba filosófica o política, los entonaba a modo de preguntas y no como afirmaciones rotundas (para no aparentar suficiencia). Y es que todos usamos al hablar una variante personal de nuestra lengua, que es ligeramente diferente a la empleada por el resto de quienes la conocen. Es lo que los lingüistas llaman idiolecto y es lo que desaparece cuando lo hacemos nosotros.
Un idiolecto es el resultado de las sutiles diferencias biológicas que hay entre las personas, de nuestras vivencias pasadas (que nunca son iguales) y de las vicisitudes que vamos experimentando a cada instante (que tampoco lo son). Pensemos en el habla. El distinto grosor de las cuerdas vocales vuelve las voces de las personas más o menos graves. La conformación del aparato fonador (las partes del cuerpo que usamos para generar los sonidos del habla) es ligeramente diferente en cada uno de nosotros, lo que hace que emitamos sonidos con timbres ligeramente distintos y a la postre, que tengamos voces individuales. Al mismo tiempo, nuestro modo de hablar viene condicionado también por el lugar en el que hemos nacido (a lo mejor seseamos o igual ceceamos) o la formación que hemos recibido (si tuvimos una profesora que provenía de otra región o pasamos muchas horas escuchando programas de radio o de televisión de ámbito nacional, cuyos locutores suelen usar más el estándar). Finalmente, nuestro estado de ánimo, las personas con las que interactuamos y las actividades a las que nos dedicamos, que cambian constantemente, modifican también sin cesar la entonación que damos a lo que decimos, la velocidad a la que hablamos o, efectivamente, las pausas que introducimos en nuestro discurso. Algo parecido puede decirse de las palabras que usamos y del sentido que les damos al hacerlo. O de cómo construimos las oraciones con las que comunicamos nuestros pensamientos a otras personas, interactuamos con ellas o les expresamos lo que sentimos. Una vez más, no se trata de lo que decimos, sino de cómo lo decimos. En realidad, pasa lo mismo con las propias lenguas, solo que a mayor escala. Las diferencias entre el español, el chino o el inuit no están tanto en lo que pueden expresar (en realidad, todo lo que la mente humana es capaz de concebir), sino en el modo en que lo expresan (usando sonidos ligeramente diferentes y combinando las palabras siguiendo reglas en parte distintas). Y especialmente, lo están en aquello que se ven obligadas a expresar (por ejemplo, en español podemos decir de un objeto lejano que está «allí», pero en inuit tendremos que especificar si está «allí a la vista» o «allí oculto a la vista»).
Llevamos siglos estudiando las lenguas. Nos hemos pasado décadas analizando sus dialectos (andaluz o extremeño, valenciano o catalán), sus sociolectos (el habla de la clase media o la de la clase trabajadora), sus estilos (el formal o el informal) o sus registros (cómo se expresan profesores o abogados cuando desempeñan sus respectivos oficios). Pero hemos ignorado en gran medida el habla distintiva de cada persona. Y en verdad, todas aquellas variedades lingüísticas no son sino meras idealizaciones. Solo el idiolecto es real. Así, los dialectos constituyen el conjunto de rasgos que comparten los idiolectos de las personas que viven en una determinada región geográfica, del mismo modo que el habla de la clase alta no es sino el núcleo común de la forma de hablar de quienes ocupan los niveles superiores de la jerarquía social. Para entender la realidad es inevitable, claro está, hacer abstracción y establecer categorías. No en vano, las enciclopedias contienen descripciones únicas de lobos u osos, ignorando los rasgos distintivos de los miembros de la manada que el invierno pasado bajó de Gredos y pasó dos noches en las inmediaciones de Guijuelo, o el modo particular de gruñir a sus crías de aquella osa que, excepcionalmente para la especie, tuvo cuatro cachorros hace dos años en Asturias. Al establecer tales categorías, ganamos en comprensión del mundo, pero se ve mermada la riqueza con la que lo experimentamos. Lo mismo pasa con la lengua.
Hoy nos preocupa la pérdida definitiva de muchas lenguas, como está sucediendo en amplias zonas de América o Australia. Gastamos tiempo y recursos en documentarlas, y hasta en intentar revivirlas. Pero cada día se extinguen en silencio miles de idiolectos y con ellos, otras tantas formas diferentes de ser humano y de expresar lo que supone serlo. Sería un hermoso proyecto conservar para la posteridad una pequeña muestra de cada uno, en forma, por ejemplo, de grabaciones. Aunque en realidad, si lo pensamos, hay un poco de todos ellos en todos nosotros, porque la lengua que usamos hoy es el producto colectivo de las generaciones que nos precedieron y que la emplearon antes que nosotros, una suerte de río donde se mezclan palabras, expresiones y acentos propios de millones de personas ya desaparecidas, que al principio formaron solo parte de sus respectivos idiolectos, pero que con el tiempo acabaron convirtiéndose en legado dejado a quienes los hemos sucedido. Quizás por eso, y en contra de lo que creía Miłosz, cuando morimos, nuestra lengua no acaba desterrada a una montaña del todo inaccesible: de algún modo sus ecos siguen resonando en los valles que ahora habitan las naciones que nos han reemplazado.