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Entrevista

Marta Robles: «La burguesía franquista vivía instalada en la doble moral»

Con «Amada Carlota» pone voz a esas madres silenciadas y a esos hijos arrebatados por una maquinaria de poder

Marta Robles Jorge Pintado

En los archivos de algunas maternidades españolas figuran actas completamente imposibles. Por ejemplo, seis bebés muertos por otitis en un mismo día. No fue un error médico, sino una mentira repetida para ocultar un crimen sistemático. En el libro «Amada Carlota» (Espasa), Marta Robles pone voz a esas madres silenciadas y a esos hijos arrebatados por una maquinaria de poder que mezcló religión, patriarcado y negocio. A través del carismático detective Tony Roures, hurga en una de las heridas más oscuras de nuestra historia reciente, el robo de bebés como arma moral, política y de posguerra. Una novela negra que es también un ejercicio de memoria y un alegato contra la impunidad.

«Amada Carlota» aborda el robo de bebés como arma de guerra y de control moral.

Siempre he dicho que el arma de guerra es la violación y el arma de posguerra, el robo de bebés. Ha ocurrido en todos los regímenes dictatoriales y en todos los países donde se accedió al poder a través de la violencia. España, Argentina, El Salvador o el Congo. Es una forma de doblegar al vencido desde la ideología y la moral. En nuestro caso, la ideología venía de los servicios psiquiátricos del franquismo y la moral de una Iglesia que controlaba la educación y la sanidad y decidía quién era o no una mujer digna de ser madre.

En la novela se cita a Vallejo Nájera y su teoría del «gen rojo». ¿Hasta qué punto esa pseudociencia sirvió de coartada moral para justificar la barbarie?

Por completo. Como director de los servicios psiquiátricos del franquismo llegó a realizar experimentos con presas republicanas en la cárcel de Málaga para demostrar la existencia de ese supuesto «gen rojo». Con esa idea justificaban arrebatar los hijos para entregarlos a familias «de bien». Era pura ideología supremacista, heredera del pensamiento eugenésico europeo del siglo XIX, que sirvió para legitimar lo injustificable.

El caso del doctor Eduardo Vela marcó un antes y un después. ¿Qué le sigue resultando más difícil de asimilar, la magnitud del horror o la impunidad que lo rodeó?

La magnitud del horror me estremece más aún durante la democracia que durante la dictadura. Todos sabemos lo que ocurre en los regímenes autoritarios, pero lo terrible es que continuara en tiempos de libertad. Se convirtió en un negocio y nadie se ocupó de cambiar la ley de adopciones hasta 1987, así que los robos siguieron produciéndose hasta los noventa. Lo de la impunidad es todavía más insoportable, me estremece más que el horror. Solo hubo dos personas señaladas, Sor María Gómez Balbuena, que murió sin juicio, y Eduardo Vela, condenado y después absuelto por prescripción. Es incomprensible que el robo de bebés no se considere un crimen de lesa humanidad.

Comenta en la trama que los Franco fueron campeones de la doble moral. En «Amada Carlota» esa hipocresía atraviesa toda la sociedad, pero también parece sobrevivir hoy en debates como el del aborto. ¿Hemos cambiado de época o solo de excusas?

La burguesía franquista vivía instalada en la doble moral. Era el mundo de la fidelidad y de las queridas, de los pecados confesados los domingos y repetidos los lunes. Los hombres podían hacer de todo; las mujeres, si se salían del guion, eran lapidadas socialmente. Esa hipocresía fue marca de una época, pero no ha desaparecido del todo. Hoy la vemos en debates como el del aborto, donde también hay mucha hipocresía. Se utiliza como arma política y, mientras tanto, las mujeres seguimos en medio, como si alguien tuviera que decirnos qué camino debemos tomar.

Después de todo lo que cuenta en «Amada Carlota», ¿le sorprende que aún haya quien niegue que esto sucedió?

Muchísimo. Pero también hay quien dice que no llegamos a la Luna. Hay personas que viven en una especie de universo paralelo. Lo preocupante es que cuando miramos al pasado parece que siempre es para que alguien lo utilice políticamente. Y no se trata de eso. Se trata de aprender de los errores para no repetirlos.

¿Con qué le gustaría que se quedara el lector de «Amada Carlota»?

Que entienda que el silencio es cómplice y que hablar siempre tiene sentido. Durante siglos se ha enseñado a las mujeres a callar, por miedo, por vergüenza o por dependencia. Pero cuando se atreven a contar su historia, las cosas cambian. Yo creo que cuando las mujeres alzan la voz pueden cambiar el mundo.