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"La respuesta a esta supuesta epidemia de desinformación no puede ser más preocupante: será el Gobierno el que decida qué información es fiable y cuál debe censurarse por incorrecta, malintencionada o manipuladora"

De pronto, todo es culpa de las fake news (o sea, de los bulos de toda la vida), desde la deficiente respuesta a la gota fría hasta el hecho de que no votemos al partido en el gobierno en la medida en que creen merecerlo. Y no es ya que estemos desinformados, y que ignoremos, por tanto, que hay una alerta activa o la impagable gestión de quien está al mando; sucede que estamos directamente manipulados, lo que nos lleva a creer que tales alertas solo buscan coartar nuestra libertad, que el cambio climático es una patraña o que un nuevo Eje del Mal se confabula en las sombras para derrocar a todos los gobiernos sociales y de progreso. La respuesta a esta supuesta epidemia de desinformación no puede ser más preocupante (y más simplista): será el Gobierno el que decida qué información es fiable y cuál debe censurarse por incorrecta, malintencionada o manipuladora. Evaluar lo anterior plantea no pocas dificultades, pero tal intento evidencia también las grandes contradicciones que aquejan a nuestras sociedades, incluyendo nuestros sistemas de gobernanza. Por un lado, si ahora resulta que hay una información veraz y bienintencionada, y otra falsa y que persigue objetivos reprobables (y estoy convencido de que es así), ¿cómo se puede defender al mismo tiempo, como hacemos en la actualidad, que no hay verdades absolutas, que toda opinión es respetable, que los sentimientos están por encima de los hechos a la hora de legitimar acciones o propuestas de acción, que las personas son libres de comportarse como quieran o que tenemos derecho a casi todo, pero deberes con casi nada? ¿De verdad se puede luchar contra los bulos y defender al mismo tiempo este relativismo rampante? Por otro lado, que sea el Gobierno quien determine qué es verdad y qué no lo es, supone, incluso en el improbable caso de que actúe con rectitud y no persiga también intereses espurios (como controlar el acceso a la información o manipular él mismo en su propio beneficio), que los gobernados necesitamos ser tutelados, por ser incapaces de discernir por nosotros mismos entre mentira y verdad. ¿Es realmente una democracia madura aquella en la que el Gobierno dicta lo que hay que pensar y creer, o lo es, más bien, aquella otra que dota a sus ciudadanos de las herramientas y la formación necesarias para buscar por sí mismos el bien y la verdad? En último término (y este es el verdadero objeto de mi interés hoy), tales medidas pecan de idealismo y, sobre todo, ignoran que no nos encontramos solo ante un problema ético (porque, sin duda, todos deberíamos proporcionar información veraz y evitar difundir lo que es inexacto), sino ante una manifestación de aspectos complejos de la naturaleza humana. Bulos han existido siempre. Los norteamericanos se quedaron con Cuba propagando la falsedad de que los españoles habíamos hundido el Maine. Los laboristas perdieron las elecciones en Inglaterra en los años veinte cuando se publicó una carta falsa de Zinóviev, presidente de la Internacional Comunista, apoyando una supuesta insurrección de los trabajadores ingleses. Hoy los bulos y la desinformación parecen más sofisticados y abundantes que nunca, pero ni ha cambiado su naturaleza, ni el modo en que funcionan. Que sean menos burdos se debe a que los medios técnicos para crearlos han mejorado. Que sean más numerosos se explica porque hay más gente difundiendo información en general, en lugar de limitarse a recibirla, como ocurría antes. Y seguirá habiendo bulos y desinformación en el futuro, por muchos medios de control que traten de imponer los gobiernos. Y es que mentir y manipular es parte sustancial de lo que nos hace humanos. Es más, ha hecho posible que hoy sigamos en el planeta.
Tras siglos en los que la indagación acerca de la naturaleza humana ha estado en manos de filósofos, religiosos o poetas, en las últimas décadas disciplinas como la psicología, la neurociencia, la etología, la antropología o la biología han contribuido de un modo decisivo a comprender mejor las raíces de nuestro comportamiento. Empezamos a entender bastante bien cómo está hecho nuestro cuerpo y cómo responde al entorno con objeto de sobrevivir en el ambiente francamente hostil que es el medio natural. Las soluciones que hacen posible dicha supervivencia se han ido optimizando a lo largo de cientos de miles de años y conllevan todo tipo de adaptaciones físicas, pero, sobre todo, conductuales. En tanto que seres pensantes y conscientes, tenemos la creencia de que este éxito evolutivo se debe a que estamos dotados de la capacidad de razonar, que no es más que llegar mentalmente a soluciones óptimas para los problemas a los que debemos enfrentarnos. Pero una importante conclusión de todos los estudios actuales sobre el comportamiento humano es que con gran frecuencia no sigue pautas racionales o, de modo más general, que está sometido a toda clase de sesgos que lo alejan sustancialmente de la objetividad. Siendo algo más benévolos, podríamos decir que el modo en que nos comportamos es el producto de un complejo arsenal de respuestas rápidas que casi nunca entrañan una reflexión meditada sobre la naturaleza de los problemas ante los que se activan. Por ejemplo, el ser humano tiene tendencia a buscar patrones en conjuntos de datos que pueden mantener entre sí una relación aleatoria. Es lo que nos lleva a ver formas en las nubes o caras en el frontal de los coches. En general, estos patrones son falsos (en el cielo no flotan animalitos, ni los coches tienen ojos), pero a veces predicen sucesos inesperados y aumentan nuestras posibilidades de supervivencia. Así, de cada cien veces que huimos cuando creemos haber visto un animal entre los contornos difusos de unos arbustos, solo en un caso habrá realmente un predador escondido tras la maleza, pero este comportamiento nos habrá salvado la vida, por lo que lo transmitiremos a nuestra descendencia. Claro que este sesgo puede explicar también nuestra predilección por las teorías conspirativas de todo tipo. Por poner otro ejemplo, las personas tienden a creer que las cosas seguirán sucediendo como han ocurrido en el pasado, incluso cuando existen indicios racionales de que no será así. Este sesgo de normalidad tiene también un sentido adaptativo, porque minimiza el gasto de monitorización del comportamiento y nos evita estar constantemente en alerta. Pero también hace que no reaccionemos apropiadamente ante situaciones catastróficas.
La lista de tales sesgos (o de herramientas de respuesta rápida, por seguir benévolos con nosotros mismos) es tan larga y abarca tantos y tan diferentes aspectos de nuestro modo de pensar y de actuar, que cabe plantearse (y hay muchos científicos que lo hacen muy seriamente) si existe realmente el libre albedrío. Sin duda, somos mucho menos libres de lo que creemos (y, sobre todo, de lo que nos gustaría). Y no, no es culpa del Gobierno, los poderes fácticos, ni ningún contubernio mundial, sino de cómo hemos evolucionado. Sin embargo, es también propio de nuestra especie contar, además de con todos estos mecanismos pensados para automatizar de un modo efectivo nuestro comportamiento, con un dispositivo de toma de decisiones más racional, que puede poner en suspenso el anterior y buscar soluciones óptimas (y no sesgadas) a los problemas. Ahora bien, usarlo exige voluntad y disciplina, no solo para buscar suficientes datos y evaluarlos de un modo objetivo, sino, especialmente, para asumir que las conclusiones a las que lleguemos pueden ir en contra de nuestras creencias o apetitos, y hasta de la imagen que tenemos de nosotros. Pero sobre todo, demanda firmeza y compromiso para algo aún más difícil: cambiar nuestro modo habitual de comportarnos. Claro que, si lo pensamos, autoconocimento y autocontrol es justo lo que llevan predicando filosofías y religiones de toda índole desde hace siglos. Y, de hecho, filosofías y religiones no son sino formulaciones más o menos intuitivas de los principios de pensamiento y de comportamiento que hoy estudia la neurociencia de un modo científico.
A la vista de todo lo anterior, caben dos estrategias (razonables) en la lucha contra la desinformación. La primera es, desde luego, educar a las personas. Explicarles cómo funciona muestra mente y por qué nos comportamos del modo en que lo hacemos. Y fomentar seguidamente como valores máximos la búsqueda de la verdad y el principio moral de hacer a los demás el bien que queremos para nosotros mismos. La segunda, pensada para paliar los daños de la desinformación mientras conseguimos que la primera estrategia funcione, consistiría en usar nuestros sesgos cognitivos y conductuales para neutralizar dicha desinformación, del mismo modo que quienes crean los bulos los utilizan para promover el caos o satisfacer objetivos ilícitos. Entendámonos: no estamos defendiendo usar la ciencia para seguir manipulando, con más eficacia aún, a las personas, sino para resolver los problemas de un modo más efectivo, partiendo de un conocimiento objetivo de cómo estamos constituidos y de qué somos capaces e incapaces de hacer. Efectivamente, han pasado más de tres mil años y sigue más vigente que nunca la máxima délfica: ¡conócete a ti mismo!
Antonio Benítez Burraco es Catedrático de Lingüística General en la Universidad de Sevilla
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