Blogs
De elogios fúnebres y a los ausentes
Por Álvaro de Diego
El más brillante elogio fúnebre de Carlos III lo pronunció Jovellanos. El 8 de noviembre de 1788 el egregio asturiano glosó en la Real Sociedad Económica de Madrid las muchas realizaciones materiales que había patrocinado el difunto monarca: agrarias, fiscales, arancelarias, educativas, industriales, de transportes, de beneficencia, etc. A renglón seguido, el ponente precisó algo aún más importante: el espíritu que las había animado. No era otro que el de la Ilustración, esto es, la manumisión intelectual del individuo según había estipulado Inmanuel Kant.
Con esta gigantesca empresa se habían comprometido en época carolina los nuevos periódicos “culturales”. Unas cabeceras que encomiaron con tenacidad las bondades de las “ciencias útiles, principios económicos, [y] espíritu general de ilustración”. La nueva prensa de crítica social, en concreto, se orientó a la creación de una opinión productiva que removiese los obstáculos y el abandono secular (”aquellas tristes épocas en las que España vivió entregada a la superstición y a la ignorancia”, según Jovellanos). Se buscaba la consecución de aquello en lo que supuestamente se cifraba nada menos que “la felicidad de un Estado”. Los ilustrados habían descubierto el ariete propicio para sus políticas. Y todo ello bajo la protección de la Corona.
No eran infundadas, por tanto, las alabanzas al mejor de nuestros Borbones no contemporáneos. El tercer hijo varón de Felipe V había tenido como juguete predilecto una imprentilla portátil. Y, siendo infante, pudo conocer el oficio en los talleres de palacio. Con razón le cuadraba el apelativo de “Rey Tipógrafo”. Aunque en su reinado la censura continuaría ejerciéndose sin miramientos, Carlos III apoyaría decididamente la difusión del libro. En 1762 declaró abolida la tasa que gravaba a libreros e impresores, por lo que las obras se abarataron. Dos años después, en una medida que anticipaba los derechos de autor, el Rey eliminaba los privilegios de concesión de impresión a impresores y descendientes de los escritores (salvando, eso sí, las obras originales). Y en 1785 auspiciaba la primera Real Orden que afectó exclusivamente a la prensa. La norma identificaba a los periódicos, entre otras cosas, por su consumo masivo, afortunada circunstancia para la divulgación de “muchas verdades o ideas útiles” y de “crítica honesta [de] los errores y preocupaciones que estorban el adelantamiento en varios ramos”. Había motivado la medida el secuestro por el Consejo de Castilla de un ejemplar del rotativo El Censor, a cuya defensa acudieron tanto el monarca como su ministro Floridablanca.
Finalmente, otra Real Orden de noviembre del mismo año apuntaba responsabilidades para la prensa en el caso de daños a particulares o a instituciones, pero también dictaba penas para los autores de denuncias falsas.
El estallido de la Revolución Francesa, y la previa llegada de Carlos IV al trono, malograría el prometedor rumbo trazado por el también conocido como “Rey Arqueólogo”. Otro apelativo que lo justiprecia como leal servidor del Estado: poco antes de abandonar Nápoles había devuelto al erario un anillo que gustaba lucir en su dedo. La joya había sido rescatada de entre las ruinas de Pompeya.
Valga la digresión anterior para congratularnos de la continuidad en estos tres primeros años de reinado de Felipe VI. Sus recientes palabras en el acto conmemorativo de las elecciones de 15 de junio de 1977 lo corroboran. En el Congreso de los Diputados elogió a su ausente padre, quien, “junto a toda aquella generación (...) abrió el camino de nuestra democracia”. A la vista de la enmienda a la totalidad que esgrime contra la Transición la actual tercera fuerza parlamentaria, cabe preguntarse a quiénes mutatis mutandis puede identificarse hoy con la involución que trajeron los malhadados Carlos IV y Fernando VII. Nada se dirá de la presuntuosa moción de censura sin apoyos ni programa de Gobierno. Ni de la incapacidad del candidato, un profesor universitario, para citar a Kant. Quedémonos con las palabras de Jovellanos, convencido de que los elogios pronunciados en moradas de patriotismo no deben ser “una ofrenda de la adulación, sino un tributo de reconocimiento”. A fin de cuentas, ya la Antigüedad forjó los panegíricos de los soberanos, “no para celebrar a los que profesaban la virtud, sino para acallar a los que la perseguían”.
Coda: por una vez no es el ausente el que se equivoca (Talleyrand dixit), sino aquel que esquiva su presencia.
✕
Accede a tu cuenta para comentar