Juicio del "procés"

La Corona según Netflix

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La Corona según Netflixlarazon

Por Álvaro de Diego

En un episodio de The Crown, la serie de Netflix sobre la vida de Isabel II, esta sorprende a Churchill en un renuncio. La Reina se asesora con un catedrático y rescata de entre los recuerdos de Balmoral sus apuntes manuscritos sobre la “Constitución” (excelente referencia al sistema consuetudinario). Es solamente entonces cuando recibe a su primer ministro y le abronca por haberle ocultado una doble embolia.

En esa reprimenda, que el vencedor de Hitler encaja con agridulce satisfacción (la hija de Jorge VI no requiere ya de su tutela), se condensa una escueta lección magistral acerca de los deberes constitucionales de una monarquía parlamentaria, el valor de la confianza entre quienes encarnan las instituciones democráticas y, sobre todo, un sutil concepto de la inteligencia. La joven monarca no ha recibido una formación excepcional ni exhibe un intelecto que la haga sobresalir entre sus próximos. No obstante, sabiéndose pequeña ante hombres de talento y experiencia, cultiva las virtudes personales, cumple exquisitamente con sus obligaciones y, sobre todo, entiende su función como un aprendizaje continuo.

En su caso, los silencios tienen más eficacia que las palabras. Su forma de destacar consiste en pasar inadvertida, integrarse en un paisaje que carece de punto de fuga. Casi siete décadas avalan una jefatura de Estado ejercida sobre una Mancomunidad de -dieciséis- Naciones.

El veredicto del Supremo sobre la intentona secesionista en Cataluña ha motivado las más variopintas reacciones. La directiva del club de fútbol que en su setenta y cinco aniversario cumplimentó a Franco en El Pardo y hoy sigue sumando aficionados en todos los rincones de España, emitió un comunicado en el que abogaba por “la liberación de los líderes cívicos y políticos condenados”.

Un exfutbolista que vistió las camisetas de la selección nacional y la blaugrana se sulfuró en las redes sociales con una sentencia que calificaba de “vergüenza”, a la vez que exhibía un lazo amarillo en favor de los “presos políticos” (sic). Hace pocas semanas defendió al régimen de Qatar con parecidos argumentos a los que esgrimía el franquismo desarrollista (“no es una democracia, pero funciona mejor”). A diferencia del otro equipo catalán en primera división, que se definió como “una entidad meramente deportiva” respetuosa con la legalidad vigente, el conjunto del prófugo de Waterloo, partidario siempre del “derecho a decidir” (sic), mostró su cercanía a las familias de los “presos políticos” (sic).

Para verdadera cercanía la de Felipe VI, que, como dijo Tito Livio de los atenienses, recurrió al único arma de que dispone: las palabras. Hace ahora dos años denunció valientemente la “deslealtad inadmisible” de los responsables de la Generalitat e hizo llegar a los catalanes vulnerados en sus derechos que no estaban solos. Ese día selló su compromiso definitivo “con la unidad y la permanencia de España”. Y lo hizo en unas circunstancias excepcionalmente difíciles, cuando la clase política supuestamente comprometida con la Constitución lo había dejado más solo que a Bernardo de Gálvez en la bahía de Pensacola.

Sin rozar siquiera el límite de esas funciones que, como “poder simbólico”, Bagehot, a quien citan expresamente en el capítulo de The Crown, resumió en “el derecho a ser consultado, el derecho a alentar, y el derecho a advertir”. Un papel estrictamente comunicativo que el pasado Día de la Fiesta Nacional volvió a mostrar. Las palabras de ánimo al accidentado cabo paracaídista constituyen por sí solas todo un reconocimiento a tantos esforzados servidores públicos que también trabajan en silencio. Aquella “dignidad real”, que nuestros espejos de príncipes hacían emanar de la sociedad civil, constituye una vez más “escudo y guarda de los pueblos”.