El Gobierno de Pedro Sánchez

Las heridas de la posverdad

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Por Álvaro de Diego

La mejor frase sobre los libros de memorias de políticos la pronunció Sabino Fernández Campo: “Lo que puedo decir carece de interés y lo que tiene interés no lo puedo decir”. De ese modo, el principal desactivador del golpe del 23F confiaba la responsabilidad que comporta ser un protagonista de la Historia. Y escurría el bulto para no alumbrar probablemente la autobiografía española más sabrosa de los últimos tiempos.

El Reino Unido y Francia han arrojado grandes escritores dedicados a la actividad pública, como productos de las respectivas virtudes de los colegios y universidades privadas, y de los liceos y grandes escuelas estatales. De Gaulle, autor de varios libros, estaba dotado de una pluma pulcra y elegante que demostraba un soberbio conocimiento de los grandes literatos de su país.

Y, más recientemente, un acólito del símbolo de la Resistencia, Giscard d’Estaing, o una entonces joven promesa del socialismo como Fabius firmaban obras de estimulantes hechuras. Un primer ministro, Dominique de Villepin, incluso se permitió publicar un penetrante ensayo sobre el ocaso de la era napoleónica.

Al otro lado del Canal de la Mancha, el varias veces primer ministro Winston Churchill obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1953, lo que le emparedó entre dos genios como el francés François Mauriac y el norteamericano Ernest Hemingway. La Academia Sueca quiso reconocer “su dominio de las descripciones biográficas e históricas, así como su brillante oratoria en defensa de los valores humanos exaltados”.

Esta oratoria prefiguró, de hecho, la factura de sus textos, no sin antes facilitarle un particular desquite con enemigos y adversarios. Cuando los británicos revocaron en las urnas el mandato al gran vencedor de Hitler, cometieron una gran injusticia. Y Churchill pagó su amargura con quien le sucedía al consignar que “(...) llegó un taxi vacío al 10 de Downing Street y se apeó Clement Atlee”. También tildaría al laborista de “cordero con piel de cordero”.

A Azaña, un notable escritor sin lectores al que las malas lenguas atribuían el mal desahogo de la política, le serían sustraídos sus diarios durante la Guerra Civil. Un propagandista del franquismo, Joaquín Arrarás, los fue publicando, convenientemente canibalizados, para cubrir de oprobio al personaje y a sus correligionarios republicanos.

Si como alguien dijo, la memoria es la facultad de acordarse de aquello que quisiéramos olvidar, no parecen las memorias el género más proclive a ello. La reconstrucción personal de los recuerdos suele tener mucho de justificativo y narcisista. Gonzalo Fernández de la Mora, significado ministro de Obras Públicas, alumbró una obra autobiográfica discutible en el fondo (fue el gran defensor de la dictadura franquista como “Estado de obras”) e impecable en las formas (ganó el Espejo de España en 1995).

En ella reveló que a Franco le ofreció un editor publicar sus memorias, que hubieran constituido un excepcional best seller no tanto por las “discretas” (sic) dotes literarias del autor del Diario de una bandera, cuanto por las confesiones de tan hermético y denostado personaje. De cualquier forma, el inquilino del Palacio de El Pardo ya había dado rienda suelta a sus pretensiones de articulista bajo pseudónimos como Jakim Boor, Hispanicus o Macauly (que no Culkin).

Aunque las “memorias” y “recuerdos” no hayan sido tan parcas en la bibliografía española, esta literatura eclosionó probablemente a partir de nuestra Transición democrática. El historiador Cuenca Toribio llegó a referir una apertura de compuertas que derivó entonces en “una riada casi inundatoria”. El lector excusará que no abordemos siquiera una relación somera.

No obstante, han sido extrañas las inclinaciones literarias de nuestros últimos presidentes. Dos hombres predestinados al cargo a los que la fortuna les fue esquiva, Areilza y Fraga, sí las tuvieron. El primero testimonió su desenvoltura su habilidad para bolinear en distintas aguas. El segundo dejó constancia de su infatigable dedicación a la cosa pública con una prosa notarial y prolija.

Carlos Arias Navarro, último premier de Franco y primero de la Monarquía de Don Juan Carlos, apenas dejó unas notas personales que, entre otros, han estudiado Javier Tusell y Genoveva G. Queipo de Llano. Por su parte, un hombre de acción como Adolfo Suárez tuvo el pudor de evitarle a un “negro” la redacción de sus escritos biográficos. Por ello, quizá solo el más culto de los presidentes democráticos, aquel Leopoldo Calvo Sotelo que tocaba el piano y contaba con una biblioteca meritoria, se atreviera con unas memorias con fuste estilístico.

Se entenderá, en definitiva, que el rastro que en este post dejan las dudosas heridas de la verdad política (Les blessures de la verité es el título de un libro del citado Fabius) aconsejen no detenerse siquiera en la última novedad editorial. Hay miles de páginas más provechosas a las que dedicar el tiempo que una componenda de extraña autoría (“Yo hice el libro, pero el autor es el presidente”, ha reconocido la secretaria de Estado Irene Lozano) y significativo narcisismo de quien acostumbra a repetirle a todos y a sí mismo que es el titular del Ejecutivo.

Quizá solo haya un motivo de reflexión interesante en el libro. Tiene que ver con el golpe de mano que devolvió a Sánchez a la Secretaría General socialista y, a su juicio, hizo a los militantes dueños del PSOE. Habrá que pensar si las particulares “primarias” no dinamitaron la democracia representativa cuando, frente a los encuentros “tensos y terribles” que anteriormente se habían vivido, el Comité Federal de 17 de febrero de 2018 aprobó un nuevo reglamento estatutario por unanimidad. Al debate le había sucedido la aclamación tumultuaria.