
Opinión
Masticando con algoritmos
"¿Comer sin subirlo a Instagram? A día de hoy la nueva liturgia digital exige la transubstanciación de la comida en el contenido. Sí, ya no se almuerza: se genera una narrativa visual del almuerzo"

Creo que hubo un tiempo (lejano, prehistórico o casi mítico) en que comer era un acto privado e íntimo. Uno abría la boca, introducía el alimento, masticaba, tragaba, y todo sin necesidad de espectadores. Hoy, eso sería casi sospechoso.
¿Comer sin subirlo a Instagram? A día de hoy la nueva liturgia digital exige la transubstanciación de la comida en el contenido. Sí, ya no se almuerza: se genera una narrativa visual del almuerzo.
El café no se bebe: se posa, se ilumina, se filtra, se etiqueta, se geo-localiza. Cada croissant se convierte en una declaración de principios. No importa tanto el sabor como el encuadre. Y si no se documenta, ¿ocurrió?
Esta compulsión de fotografiar el plato antes del primer bocado responde a un deseo ancestral disfrazado de modernidad: ser vistos, validados y envidiados. No, no comemos por hambre, sino por branding personal.
Cada comida es una oportunidad para construir una identidad curada a nivel estético. Desde hace mucho la intimidad se quedó en off. Y por supuesto comer dejó de ser un gesto vital para convertirse en performance pública. La mesa es ahora escenario. ¿Y qué decir del tenedor? El tenedor es un un accesorio y el hambre un detalle... ¡Madre mía, qué jaleo".
En todo lo que vemos (sonrío) hay algo de misa pagana: el ritual de mostrar la comida es el nuevo "estoy bien, miren". Las redes, ansiosas de estímulos, aplauden cada tostada con aguacate como si fuera una epifanía nutricional. Y uno, adicto al like, vuelve a repetir: hoy comí, ergo existo...
Aunque no todo es vanidad. Hay también, en este frenesí de exposición alimentaria, una desesperada búsqueda de pertenencia. La comida compartida virtualmente suple la que ya casi no se comparte en persona. Es un simulacro de comunidad: todos juntos, pero solos, almorzando en pantallas distintas, sincronizados por hashtags y filtros.
Hay algo preocupante. Pienso que el fenómeno se extiende y muta. Ahora se transmiten recetas en tiempo real, se analizan tuppers, se confiesan antojos nocturnos como si fueran transgresiones ideológicas. Hay incluso quien pide delivery para después subir la foto del plato “hecho en casa”. La mentira es parte del show.
¿Y qué se pierde en el camino? El silencio de comer sin hablarle al mundo. El gusto real, sin mediación. La sobremesa sin scroll. La conversación con el de al lado, en lugar de los comentarios del algoritmo.
Reflexionando un poco, pienso que mostrar lo que se come no es el problema. Creer que eso es quién se es, sí. La imagen del plato ha reemplazado la conversación en la mesa. La comida sigue nutriendo el cuerpo, pero ahora alimenta sobre todo el ego. Y el ego, como sabemos, es un pozo sin fondo: siempre quiere postre. Y si es fotogénico, mejor.
Por cierto: muchas abuelas auténticas, de las de antes, están haciendo vídeos culinarios, igual que chorizos. Ellas, no creo que sean capaces de grabarse... ¿En serio? ¿Vale la pena exponer a tu abuela por unos likes?
Damas y caballeros, muchas abuelas, las de manos gastadas, memoria de fuego lento y ojo de buen cubero, están siendo reclutadas para el show. Se les filma amasando, friendo, revolviendo, diciendo “esto se hace así porque siempre se hizo así”. Se viralizan. Se vuelven contenido.
Pero hay una trampa: esas abuelas no se están grabando a sí mismas. Son sus nietos los que empuñan el celular como quien empuña una red para atrapar autenticidad. Las abuelas no saben de encuadres ni de engagement, pero saben hacer puchero sin Thermomix. Y eso, claro, vende.
Sinceramente creo que se les transforma en personajes e incluso se les edita su voz, por supuesto con musiquita de fondo. Y de pronto, la cocina que era refugio se convierte en estudio de grabación. El legado se monetiza. La ternura, se capitaliza. Todo entra en el ciclo de producción infinita: reels, likes, recetas, códigos de descuento.
La pregunta es incómoda pero necesaria: ¿vale la pena exponer a tu abuela por unos likes? ¿Usar su cocina como decorado, su voz como marketing, su imagen como nostalgia embotellada? ¿Y si no entiende bien lo que está firmando con sus manos harinosas?
La abuela real no necesita volverse viral. Su tiempo era otro. Su sabiduría no se medía en métricas. Hacerla desfilar por las redes es convertirla en souvenir digital. Un gesto que parece homenaje, pero a menudo roza la explotación emocional. Porque si el vínculo con la abuela solo se activa cuando hay cámara, entonces no estás cocinando con ella: estás usando su memoria para alimentar tu algoritmo. Y eso, sinceramente, no se traga, ni con pan casero.
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