
Exposición
El mar está hecho de monstruos
El Museu Marítim acoge una exposición en que recupera las supersticiones y las criaturas míticas que han convertido el navegar en una fáustica aventura, de las sirenas al kraken, el leviatán o la ballena de Jonás

Christian Guay-Poliquin era un niño de nueve años que tenía un miedo horrible al mar. No creo que existan miedos hermosos, es cierto, pero éste era muy, pero que muy horrible. Vivía en la isla de Hermosa, justo frente a las costas de Costa Rica, tierra de piratas, marineros de historias goyescas y balleneros de mueca tétrica. Trabajaba desde que era un polluelo en la cantina del Pato Gris y cada noche tenía que escuchar las bizarras historias que contaban aquellos hombres de mar. Y no hablaban nunca de plácidos viajes que acababan en una playa tumbados al sol y comiendo coco. No, hablaban de tormentas, del fin del mundo conocido, de monstruos antediluvianos, de muertes horribles, de viejos compañeros arrancados de cubierta por furibundas olas. Para el pobre Christian el mar era el teatro de los horrores y no entendía por qué nadie querría ni acercarse.
Cada noche, cuando subía a su cuarto, rezaba por que no tuviese que ir nunca al mar. Tenía un sueño recurrente, en que de pronto la isla se convertía en el mar. Alrededor suyo podía ver grandes extensiones de tierra que eran imposible alcanzar. Nadaba y nadaba, pero sin dirección, sin esperanza, encerrado en esa isla de agua. El amanecer siempre llegaba en el momento en que se ahogaba, sin fuerzas. Entonces sentía pena, porque sabía que eso significaba que volvía a empezar y tendría que vivir de nuevo ese tétrico final.
Los marineros sabían que le alteraban con sus historias y cada vez inventaban pesadillas más horribles. Querían que acabara por romper a llorar, por exigirles que se callasen. Y lo lograron. El 12 de enero de 1769, Christian Guay-Poliquin salió corriendo de la cantina y, furioso y aterido, se dirigió a la playa de la roca escarpada. Con ojos desafiantes, se plantó en la arena, mientras la marea empezaba a rozarle los pies. Estaba harto de tener miedo. Estaba harto del mar. Y sabía que las historias siempre estaban en tierra, los marineros horribles siempre estaban en tierra, así que se desnudó y se lanzó a las olas. Allí encontraría la paz, allí el silencio siempre abrazaba. Nadie volvió a saber nunca de Christian Guay-Poliquin, pero se contaban historias terribles de su suerte.
La verdad del océano
El Museu Marítim de Barcelona acoge estos días la exposición inmersiva «Cants de sirenes. Fascinació i abisme» que recoge las grandes supersticiones marítimas, desde los monstruos que han asolado la imaginación de los marineros, a sus pequeñas rutinas pensadas sólo para ahuyentar el mal y la muerte. Y lo hace con una original propuesta que te sumerge a la psique de aquellos marineros pioneros del mar y te hace ver los peligros del océano a través de sus ojos. «El canto de la sirena es la gran metáfora del miedo y la atracción que ha supuesto el mar. Al principio, las sirenas eran mitad persona, mitad pájaro y eran criaturas horribles. El romanticismo las convirtió en esa belleza de gran seducción y mayor peligro», asegura el Eliseu Carbonell, comisario de la exposición.
Entre las numerosas piezas que se pueden ver destaca la jábega malagueña Maria del Carmen, embarcación tradicional de decoración floral utilizada en Palamós que muestra las mil supersticiones de los marineros, de no llevar nunca zapatos de calle al entrar en una barco, a prohibir el conejo o no permitir guardar comida a medias. «También están bote de sal, nunca hablar de capellanes, no permitir guardar las escobas de arriba abajo, así muchas otras», recuerda Carbonell.
Separada en tres ámbitos, entre las obras que se pueden ver en la exposición destaca el cartel de Marc Chagall «Nice Soleil Fleurs»; una reproducción del dibujo de Picasso «El naufragio de la fragata Gneisenau en el puerto de Málaga», o el grabado «The Burial of Wilkie» del gran pintor de tormentas William Turner.
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