Coronavirus

Año uno después del comienzo de la pandemia: cinco historias de covid

Pacientes, residencias, enfermeras, fallecidos y Cáritas, el virus que cambió nuestras vidas

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Imagen del Paseo de Gracia de Barcelona en el mes de abril de 2020. Por entonces, las calles permanecían desérticas por las restricciones asociadas al confinamientoDavid ZorrakinoEuropa Press

El 31 de enero del año pasado se detectaba el primer caso de coronavirus en España. En Cataluña eso sucedió el 25 de febrero. Desde entonces, han pasado 12 meses en los que, de una u otra forma, en mayor o menor intensidad, nos ha cambiado la vida a todos.

Irene Esteban, paciente con covid persistente

«He cambiado mi percepción de la existencia: antes perdía mucho el tiempo escuchando cosas que no me importaban, haciendo cosas que no quería hacer y estando con gente que no quería estar y me he dado cuenta que tengo que estar más conmigo misma y con la gente que quiero, que mi vida tiene más sentido y que se lo tengo que buscar, que he de ser más consciente de todo y escuchar más a mi cuerpo, porque nosotros somos responsables de nuestra felicidad y hemos de aprender a estar y a fluir», comenta Irene Esteban, madre de tres niños -de 3, 6 y 8 años- y profesora e investigadora del Departamento de Economía y Empresa de la UOC que, con solo 43 años, lleva ya un año luchando contra los síntomas de un covid persistente.

«El 13 de marzo tuve los primeros síntomas. Tenía dolor de garganta, malestar...era como un virus. A la semana, me hice la PCR y di positivo y entonces los síntomas pasaron a ser como los de unas anginas y, después, los de una gripe», recuerda Irene, quien asegura que «era el gripazo más grande de mi vida». «No podía moverme de la cama, tenía dolor muy fuerte en todo el cuerpo y una opresión brutal en el percho que apenas me permitía hablar. De repente había unos días que me encontraba un poco mejor, pero después volvía a estar fatal. Estuve como 60 días con fiebre, pero cuando iba a urgencias, pese a que me decían que tenía neumonía, no me ingresaban porque decían que estaban saturados», explica.

Hacia los meses de verano, Irene empezó a encontrarse algo mejor, incluso se vio con fuerzas de salir ya de su habitación, pero «estaba mal, no tiraba». Por entonces, ella ya no era positiva ni contagiaba, pero seguía con síntomas y muchas molestias. «Los médicos me llegaron a decir que fuera a visitar a un psicólogo, pero yo sabía que no era algo mental. Me pasaba las tres cuartas partes del día en la cama, con cansancio extremo y presión en el pecho, dolor muscular, falta de memoria», recuerda Irene, quien después del verano ya empezó a encontrarse mejor. «He tenido muchos síntomas diferentes a lo largo del año, pero a partir de octubre se me fueron la mayoría y perduró el cansancio y el dolor en la caja torácica, era como si llevara dos garrafas de 5 litros de agua en los pulmones».

Fue entonces cuando Irene entró en contacto con la unidad de covid persistente de Vall d’Hebron y eso le cambió la vida. «Empecé rehabilitación y fisioterapia y fue clave. Ahora el proceso de recuperación es como si fuese más rápido. Sigo con dolor en la caja torácica, el cual es muy limitante, y aún me cuesta hablar, pero cada vez es menos intenso y cuando tengo un día bueno, estoy perfecta», señala para a continuación recordar, sin embargo, que «aún no he podido reincorporarme al trabajo y casi cada tarde estoy en el sofá, pero al menos por la mañana voy al fisio y algunos días puedo salir con mi hija de tres años a dar una vuelta». «He llegado a pensar que me iba a morir o que me podía quedar con alguna discapacidad», sin embargo, Irene no está dispuesta a tirar la toalla y piensa seguir luchando por recuperarse.

Irina Fontán, nieta de la primera fallecida por covid en Cataluña

Para Irina Fontán, nieta de la primera persona fallecida en Cataluña por coronavirus, la covid ha supuesto también un antes y un después en su modo de afrontar la vida. «Mi abuela estaba perfecta, se contagió y después de 24 horas ingresada, falleció. Fue de sopetón y además ni siquiera pudimos despedirnos de ella, porque en el hospital nos dijeron que nos fuéramos a tomar un café y cuando volvimos, ya no nos dejaron verla porque había dado positivo», recuerda Irina, para quien ha sido muy complicado despedirse de su abuela.

«No pudimos hacer una misa por ella y sus cenizas no las recuperamos hasta dos meses después de su muerte, pero a mí lo que me obsesionaba era que ella no se pensara que la habíamos abandonado. Llamaba constantemente al hospital para pedirles que le dijeran que no la habíamos dejado sola, lo pasé muy mal», se confiesa Irina para admitir que «pese a que ha pasado un año, en la familia aún no somos conscientes de que la abuela, que vivía con mis padres, no va a volver». «Es muy difícil hacerse a la idea sin haberla podido ver ni despedir. Ninguno de nosotros hemos aceptado su muerte», que sobrevino cuando, además, el padre de Irina se encontraba ingresado en la UCI con mal pronóstico, también por covid. «Estuvo casi todo el mes de marzo en el hospital, pero se ha recuperado muy bien. No tiene ninguna secuela y, de hecho, él tenía unas manchas en los pulmones antes de enfermar debido al amianto, y éstas se le han reducido, no sé si por la medicación y aerosoles que le dieron para combatir el coronavirus o qué».

Sin embargo, durante el periodo que permaneció hospitalizado, «lo pasó muy mal, no le trataron bien porque era al principio de la pandemia y no supieron darle la atención adecuada, de manera que cuando le dieron el alta salió depresivo, se pasaba el día llorando», recuerda Irina quien admite que tanto ella como su madre han tenido que recurrir a un psicólogo para poder gestionar y asimilar todo lo que vivieron esos días. «A mí todo me vino muy grande y me pilló de sopetón”, reconoce, porque además, al fallecimiento de su abuela y la hospitalización de su padre se unió también la fobia que desarrolló a salir de casa. «Mi marido, mis hijos –de 5 y 9 años- y yo tuvimos que hacer cuarentena por el positivo de mi padre y mi abuela y luego vino el confinamiento por el estado de alarma, así que nos pasamos más de mes y medio encerrados en casa. Después de ese tiempo, no quería salir a la calle por el miedo a contagiarme o a volver a pasar por lo mismo, tenía fobia y me ponía a llorar cuando salía y a mis hijos les pasó igual», confiesa Irina, quien ahora dice que afronta la vida de una forma muy diferente a como lo hacía hace un año.

«En un minuto la vida te puede cambiar radicalmente, de manera que ahora exprimo cada día al máximo, sin preocuparme, sin enfadarme, porque no sé qué va a pasar mañana. Yo era una persona que me gustaba tenerlo todo planificado y controlado y ahora vivo al día, no hago planes de nada. He hecho un cambio de chip y solo quiero que los míos y yo seamos felices», sentencia Irina, y esa forma de sentir y vivir es precisamente la que Vicente Botella, presidente de la Unión de Pequeñas y Medianas Residencias (UPIMIR), querría que imperara en las residencias de personas mayores.

Vicente Botella, presidente de UPIMIR

«Antes, la situación en las residencias era muy social y poco sanitaria y ahora, es más sanitaria que social. El virus nos ha cambiado la vida en las residencias», sentencia Botella, que si bien admite que al principio «cuando el virus entraba en una residencia se lleva por delante a 50 o 60 personas y murió mucha gente en muy poco tiempo, en estos momentos la situación está muy controlada, por lo que habría que aprender a vivir con el virus, porque tardaremos en erradicarlo». «A los residentes hay que darles mucha vida, más que muchos años de vida y sin embargo, pese a la vacunación, siguen sin vivir con normalidad: se mantienen los grupos burbuja de 10 o 15 usuarios, durante las visitas aún no pueden tocarse ni besarse con los familiares, de los que están separados por una mampara, pero sin embargo se permiten las salidas, durante las cuales el residente puede besarse o entrar en contacto con cualquiera», comenta el presidente de UPIMIR, quien reclama «más normalidad en las residencias, porque a nuestros usuarios se les va la vida».

«Algunos llevan sin ver a compañeros de residencia o a sus familiares un año y quizá nunca podamos volver a la normalidad anterior al covid, pero si ahora los brotes están controlados, la mayoría de usuarios contagiados son asintomáticos o desarrollan formas leves de la enfermedad y, además, están vacunados, las residencias deberían volver a ser lo más parecido a un centro social sustitutivo del hogar», concluye.

Àlvar Farré, enfermero

Àlvar Farré, enfermero de la UCI en el Hospital Clínic, también admite que su sector está ahora mucho más preparado para hacer frente al covid que hace doce meses, sin embargo señala que este último año «ha sido muy intenso y, aunque en algún momento ha podido parecer que íbamos mejor en lo que al control de virus se refiere, no ha habido apenas momentos de desconexión y eso ha hecho que los profesionales sanitarios lleguen a estas alturas de la pandemia muy cargados».

«Necesitamos un descanso que nos permita hacer un cambio de chip», asegura, «porque desde marzo se han ido sucediendo diferentes olas y apenas pudimos tener unos días de tranquilidad en verano, cuando solo había 4 o 5 pacientes en la UCI». «La gente está muy quemada», advierte Àlvar, para a continuación admitir que, al menos ahora, a diferencia de lo que sucedió durante la primera ola, «que nos cogió a todos en pañales, «hemos aprendido mucho sobre el virus, tenemos más recursos, más información sobre la enfermedad, más experiencia y conocimiento acerca de cómo evolucionarán los pacientes y eso nos permite anticiparnos y predecir la evolución del enfermo». «Además, nosotros, los profesionales, también hemos aprendido a gestionar el estrés y la sobrecarga de trabajo, que compensamos con momentos de desconexión y ocio, algo que al principio yo creo que no hacíamos», comenta este enfermero, quien, si bien admite que «nada ha sido ni será igual que aquella primera ola», asegura que «a día de hoy la carga de trabajo es aún elevada», aunque «la esperanza en la vacuna nos da cierta tranquilidad y seguridad».

Noemí Fuentes, usuario de Cáritas

Y si para Àlvar la pandemia ha supuesto una sobrecarga a nivel laboral, para Noemí Fuentes, una cubana de 44 años que llegó a España hace 4, ha sido todo lo contrario. «Yo trabajaba de forma irregular cuidando a cuatro personas mayores y, con la llegada del virus, tres de ellas prescindieron de mis servicios por no poder pagarme», explica Noemí, quien señala que eso supuso un descenso considerable de sus ingresos. Desde entonces, empezó a moverse para encontrar trabajo, porque con lo que gana apenas tiene para hacer frente a sus gastos y además, ella es quien mantiene a sus tres hijos y la nieta, que viven en Cuba. «Tengo problemas para pagar la renta de la habitación que tengo alquilada y recurro al banco de alimentos de Cáritas para poder comer, por lo que llevo un tiempo sin poder enviar dinero a mi país», se lamenta Noemí, quien dice no haberse encontrado «con tan poco trabajo y tan pocos ingresos en su vida».

A día de hoy ya ha conseguido regularizar su situación en España y ha entrado en el programa Feina amb Cor de Cáritas, así como también ha recurrido a otras entidades para tratar de encontrar trabajo, sin embargo, por ahora no ha tenido éxito, pese a «haber tocado todas las puertas». «Las posibilidades de conseguir un empleo a día de hoy son muy pocas, hay muy poca oferta», asegura Noemí, quien, si bien aspira a encontrar trabajo en atención al cliente, porque es de lo que trabajaba en su país, o en la hostelería, profesión en la que se ha formado, no descarta ningún tipo de empleo. «Busco de lo que salga, limpiadora, cuidadora de personas mayores, en un almacén...porque soy consciente de que está difícil encontrar algo y necesito ganar dinero».