Crónica negra
Blas de Durana, el condenado que murió dos veces en Barcelona
El caso del ex coronel del Ejército es uno de los más macabros en la crónica negra de la Ciudad Condal
Blas de Durana era coronel del Ejército, toda una personalidad en su época, en la Barcelona de la segunda mitad del siglo XIX. Pero también fue uno de los más repulsivos asesinos que conoció la capital catalana con un final tan dramático como sus propias fechorías. En 1855 protagonizó un suceso que conmovió a toda Barcelona.
Como en alguna ocasión anterior en estas páginas, recurriremos al testimonio de alguien que conoció de primera mano aquellos hechos, Tomás Caballé Clos, quien nos describe a nuestro protagonista como un hombre de «temperamento de extraordinaria vehemencia», pero que «enamórose locamente de una distinguida dama de la buena sociedad barcelonesa, casada y de noble alcurnia». Esta era Dolores de Parrella y de Plandolit, baronesa de Senelles.
Durana se obsesionó con la noble de una manera enfermiza, aunque ella siempre rechazó cada una de sus insinuaciones, cada vez más subidas de tono y agresivas. Eso no echó atrás al militar. Tal fue la presión que el marido de Dolores de Parrella solicitó al capitán general el traslado de Blas de Durana fuera, lo más lejos posible para no tener que sufrirlo. Y, por fortuna, se logró porque el coronel fue desterrado de Barcelona para fijar su residencia en Lugo. Antes de marcharse, tuvo tiempo de amenazar a la víctima de sus obsesiones. Pese a todo, pese a la mucha distancia, Durana se escapaba en ocasiones a Barcelona para continuar siguiendo los pasos de la mujer.
Vayamos a los hechos que nos llevan a una parte olvidada de la historia de la capital catalana. Para ello tenemos que trasladarnos a la noche del 19 de junio de 1855. Por la calle Unió de Barcelona pasea un grupo de personas en animada conversación. Entre risas y charlas se aproximan hasta el Gran Teatre del Liceu para no perderse la representación de «Il trovatore» de Verdi, todo un acontecimiento musical en la ciudad. Entre ellos estaba Dolores, animada ante la idea de poder disfrutar de la ópera del compositor italiano. Sin embargo, no llegó a entrar en el coliseo barcelonés.
Mientras caminaba acompañada hacia el Liceu surgió de una oscura calle próxima una figura que se abalanzó hacia ella y le clavó una docena de puñaladas, aunque alguna crónica afirma que fueron un total de trece. El homicida dejó en el suelo el cuchillo de cazador empleado en el asesinato. Era Blas de Durana que no intentó la huida: se quedó inmóvil contemplando absorto como se desangraba en el suelo la mujer a la que había convertido su vida en una pesadilla. Tampoco puso ninguna resistencia cuando fue detenido por la policía porque consideraba que su vida no tenía sentido tras las muchas negativas de la pobre Dolores de Parrella. Se limitó a pedir que no quería manillas debido a su rango militar.
El asesino fue conducido hasta el castillo de Montjuïc siendo juzgado allí en un consejo de guerra. La madre del acusado logró convencer a Paciano Massadas, uno de los más prestigiosos letrados en aquella Barcelona, para que defendiera al reo. No lo tenía fácil porque debía preparar el caso en veinticuatro horas. Dejemos a Caballé Clos que nos cuente lo sucedido: «Sumariado Durana, fue condenado a muerte en garrote vil. El consejo de guerra apreció la concurrencia de las circunstancias agravantes de premeditación y alevosía, desestimando la eximente de locura, con gran empeño y habilidad invocada y propuesta por su defensor don Paciano Massadas». El argumento de enajenación mental no funcionó porque el coronel era plenamente consciente de sus actos en el momento del crimen. El Tribunal Supremo acabó confirmando la sentencia. La madre y los hermanos intentaron de todas las maneras posibles que no se llegara a ejecutar la condena, pero nadie los escuchó. Se fijó para el 12 de julio de 1855 el cumplimiento de la sentencia. Ese día, por la mañana, cuando el capellán fue a despertarlo en su celda, lo encontró muerto. Se había suicidado.
Aquello no podía quedar así. El cadáver de Blas de Durana fue conducido al patíbulo instalado en la Ciutadella. Allí lo sentaron en el garrote vil y lo ejecutaron, pese a estar ya muerto ante una numerosa multitud. Durante toda la mañana el cadáver quedó en exposición pública, una de aquellas macabras tradiciones de la época.
Pero si creen que esta historia ha concluido se equivocan porque todavía tenemos guardado un último giro de guion. Blas de Durana fue enterrado en un nicho, el número 3.083, del cementerio Vell, junto a la tumba de Dolores de Parrella y de Plandolit, la baronesa de Senelles, su víctima. El coronel asesino lo había preparado todo para ser finalmente inhumado al lado de la mujer que había asesinado.
✕
Accede a tu cuenta para comentar