Física

¿Por qué nos refresca un abanico si mueve aire caliente?

¿Cómo es posible que un abanico nos refresque si solo marea el aire?

Abanico
Abanico Vox Pedro Pixabay

A todos nos ha salvado la vida un abanico o, todavía mejor, un ventilador. Muchos estudiantes abandonan su tierra para vivir en lugares más calurosos donde, como son estudiantes, no pueden adquirir un aire acondicionado. Pasar un calor insufrible es parte del ritual de paso de un norteño estudiando la carrera por debajo de Burgos. Sin embargo, aunque los aires acondicionados y sus versiones portátiles pueden irse de los presupuestos más ajustados, siempre hay una alternativa con la que intentar conciliar el sueño por las noches: los ventiladores. Su mecanismo es sencillo. Sus aspas empujan el aire hacia adelante cuando giran, algo así como un abanico mecánico. Y, sin embargo, aunque el aire que propulse esté caliente, sobre la piel se siente algo de fresco o, al menos, un poco de alivio. ¿Cómo es posible?

Es el mismo motivo por el que la sensación térmica con viento disminuye, el mismo por el que soplamos la sopa y, aunque parezca mentira, tiene que ver con por qué en el espacio no moriríamos congelados en segundos, aunque esté casi a 273 grados bajo cero. Pero, para entenderlo bien y comprender los principios físicos que hay tras esta tecnología, hace falta empezar por el principio, y ese principio es el calor en si mismo. ¿Qué es exactamente?

Bolitas en movimiento

Puede que hayas escuchado que, en realidad, el frío no existe, que solo es la ausencia de calor y que, entonces, cuando abres las ventanas en invierno, no entra el frío, solo se escapa el calor. Hay cuestiones ontológicas que podríamos discutir sobre esta afirmación, pero mejor centrémonos en una descripción más mecánica del proceso. ¿Qué es el calor? Sabemos que la materia ordinaria está compuesta por átomos de diferentes elementos, algunos agrupados en moléculas. Sabemos también que las moléculas del agua se mueven más y con mayor libertad cuando pasa de sólida a líquida y, todavía más cuando pasa de líquida a gas. Pues bien, por ahí va la respuesta. El calor podría entenderse como el movimiento de las moléculas de una sustancia. Cuando suministramos calor, lo que estamos haciendo es administrar energía de algún modo, energía que hará vibrar más a las moléculas de la sustancia y que, por lo tanto, la calentará.

Podemos imaginarlo como bolitas temblorosas, aunque los átomos no son pequeñas esferas, ni mucho menos. El calor, por lo tanto, podemos suministrarlo de diferentes maneras: conducción, convección y radiación. La conducción consiste en poner en contacto dos sustancias y que, la más caliente, haga vibrar sus átomos contra la otra, chocando, transfiriéndole parte de ese movimiento y, por lo tanto, del calor. La conducción es un proceso indirecto a través de un fluido. Los dos objetos no se tocan, pero el más caliente aumenta la temperatura de un fluido que asciende, intercambia su calor con otra sustancia como hemos explicado justo antes y, al enfriarse, vuelve a bajar. La radiación, en cambio, puede ocurrir en el vacío. El calor del sol directo, por ejemplo, es radiación que viaja a través del espacio en forma de fotones, partículas muy energéticas que nuestras acaban absorbiendo, aumentando su movimiento.

Una explicación corriente

Cuando el ambiente está a menos de 36 grados, nosotros somos de las cosas más calientes de la habitación y, por lo tanto, recalentaremos incluso más el aire que hay a nuestro alrededor. Podemos perder mucho movimiento de nuestras moléculas en un aire suficientemente frío, pero con tan poca diferencia de temperatura, el proceso se vuelve muy lento, tanto que empezamos a recalentarnos nosotros mismos. Un truco es cambiar constantemente el aire que nos rodea. Si hemos calentado el aire de nuestro entorno de 30 a 34 grados, nos costará mucho elevarlo 2 grados más y, por lo tanto, perder nosotros ese calor. Sin embargo, si empujáramos ese aire lejos de nuestro cuerpo y lo sustituyéramos por aire que, de nuevo, esté a 30 grados, tendríamos más fácil perder calor y notaríamos cierto fresco. Por eso se nota más fresco los días ventosos y por eso soplamos la sopa. De hecho, como en el espacio hay tan pocos átomos, apenas podemos perder calor calentándolos e, incluso si lo hacemos, no hay vientos que sustituyan los átomos que nos rodean.

Ahora bien, el ventilador no se contenta con esto. Cuando pasamos calor sudamos y, al evaporarse este sudor, perdemos algo de temperatura con él, como ocurre con un botijo. Sin embargo, cuando hemos sudado mucho el ambiente está tan cargado de humedad que no admite que nuestro nuevo sudor se incorpore y dejamos de perder temperatura. Por eso es tan agobiante pasar calor en entornos húmedos. Con un ventilador estamos empujando el aire saturado de humedad lejos de nuestro cuerpo y trayendo aire nuevo que todavía admite sudor. Así que, en fin, con un abanico hacemos lo mismo solo que de manera menos eficiente.

QUE NO TE LA CUELEN:

  • Tener un ventilador puede ser la opción más inteligente, aunque tengamos la solvencia para adquirir un aire acondicionado. Todo depende de la conciencia ecológica que tengamos. Por un lado, los aires acondicionados gastan mucha energía. Para ponernos en contexto: un ventilador de pie gasta 90 kilovatios hora, uno de techo gasta 60 y, en cambio, un aire acondicionado gasta unos 1900 como poco. Por otro lado, los aires acondicionados resecan mucho el ambiente, lo cual ayuda a perder calor por sudoración, pero también afecta a nuestras mucosas, como las de la garganta, los ojos o el interior de la nariz. No obstante, los ventiladores no son todo ventajas. Es evidente que no nos refrescan tanto como un aire acondicionado, de hecho, no se aconsejan para enfrentarse a un calor superior a 30 grados porque ya está muy cerca de nuestra temperatura corporal. En estos casos, el aire que deberían empujar las aspas por unidad de tiempo es tal que su ruido resultaría ensordecedor.

REFERENCIAS (MLA):

  • Moran, Michael J., Howard N. Shapiro, Daisie D. Boettner, y Margaret B. Bailey. Fundamentals of Engineering Thermodynamics. 8ª ed., Wiley, 2014.