Gastronomía
La forja de un planchista
Todos los aromas y sabores se desatan de manera natural tras pasar por el altiplano metálico cromado que maneja con maestría el planchista del restaurante Rausell
Algo llamativo del universo gastronómico actual es que se ha perdido el interés por hablar de los profesionales discretos que otorgan con su buen hacer las mayorías absolutas del éxito en la restauración.
En este otoño hay que reflexionar sobre estos héroes anónimos de la hostelería, los llamados secundarios de lujo, gente (des)apasionada y guiada por el sentido común que también aspira modestamente al frontispicio de los elegidos.
Regresamos al territorio de la plancha y lo hacemos de la mano de nuestro planchista fetiche, José María García Sánchez, «Chema», cuarenta años ante el palastro metálico «casi nada», lo dice con orgullo enarbolando discretamente su currículo.
Pero hagamos un poco de historia, del primigenio Bar San Benito en su Paiporta natal en 1981, pasando por el cuartel San Juan de la Ribera en el Paseo de la Alameda donde nuestro recluta cocinero descubrió en la cantina de oficiales que la plancha era un arma de generación de satisfacción masiva, después llegó el periplo por Chicote y Joma, hasta llegar hace seis años al Restaurante Rausell (Angel Guimerá, 61), donde el culto por la plancha se funde con el ritual gourmet.
Se mueve tranquilo, reivindica su espacio a cámara lenta dentro de la barra, mientras camina desatado con las pinzas rumbo a su bien disimulado objetivo. El guion habitual de sus aciertos, el saquito interminable de sus logros, a las peticiones del cliente y la panacea de los bocadillos de autor que su modestia le impide bautizar, «está todo inventado» nos dice, acreditan un triunfo asegurado.
Puede que sean solo figuraciones pero al ver que el planchista está activo espantamos esa sensación matutina de aire espeso, de estar fuera de sitio y pensamos que algo agradable puede pasar. El ejercicio visual de observar la preparación de los platos a pie de plancha, desde el palco en que se convierte la barra, despierta la curiosidad y agudiza los sentidos. Fascinarse con el espectáculo es inevitable, y las querencias son habituales. «Es agradable tener tu pequeño mundo» me dice, sonríe y sigue trabajando, porque el show de la plancha debe continuar. Producto, mimo, calor y el volteo enriquecedor.
Evocar la necesidad cotidiana de la plancha y su capacidad de seducción culinaria nos remite a la transitoriedad del clásico almuerzo y al renacimiento de las barras. Desde su plancha se atisba el mar, la montaña y la huerta. El cromo de la plancha suele estar secretamente conectado, su vínculo es muy estrecho, entre guiños a las chacinas, verduras, carnes, pescados y mariscos.
Y como no hay cosa mejor que predicar con el ejemplo, pedimos unos rebollones y unas gambas rojas. Vuelta y vuelta, las texturas se aceleran, su ritmo no languidece, mientras su maestría en el cuidado volteo potencia la intensidad de los sabores que se derriten en la boca y estimulan el paladar. Señas que convierten la plancha del Rausell en templo de peregrinación.
La plancha no puede parar, este profesional tranquilo tiene el nervio dentro. Restauración estacional, por minutos, y espontánea que varía constantemente. El volteo claro y transparente discurre inexorablemente, en paralelo, a la férrea voluntad notarial al recibir las comandas, sin errores. Y del tirón, sin levantar las palas, sin perder el equilibrio, todos los aromas y sabores se desatan de manera natural en el altiplano metálico.
La plancha mágica aviva los colores de los alimentos y deja las piezas marcadas con unos significativos trazos sellados. Escenografía discreta, conjugada con un brío inequívocamente profesional, que mantiene intacta la esencia de los inolvidables planchistas. Su praxis es un homenaje a la profesión que perdura y se reinventa. Nos habla del oficio, vocacional donde los haya dentro de la restauración. La plancha despliega todas las virtudes de la materia prima, desde la facundia gustativa a la contrastada exquisitez del detalle, en un torrente inventivo, cuya brillantez no es posible confundir. La alta conductividad térmica coincide con la temperatura de las querencias de los clientes como un espejo capaz de medir el pulso.
¿Quién iba a creer que la plancha podría levantar tantas pasiones?. Pues créanme que sí. Nuestro destino hoy es despedirnos jurando fidelidad. Esta trayectoria ejemplar, continuará. De aquí a la eternidad cotidiana. La Forja de un planchista.
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