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14.000 euros por un hombre desnudo

La feria deja a un lado la provocación. Celebra sus 35 años de vida con una apabullante presencia de pintura, estupendas piezas de clásicos y un par de performances para contar.
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La feria deja a un lado la provocación. Celebra sus 35 años de vida con una apabullante presencia de pintura, estupendas piezas de clásicos y un par de performances para contar.
¿A qué sabe un plátano? Eso es lo que nosotros nos preguntamos ayer en Arco. O, para ser más precisos, lo que José de la Fuente, director de la galería cántabra del mismo nombre, se preguntaba/nos preguntaba delante de la obra que se convertirá en la más fotografiada de esta edición de la feria. Para saber a qué sabe un plátano hay que probarlo, no se puede explicar. Arco se consolida, crece y coloca ya sus primeros puntos rojos de ventas. Ayer era el día dedicado a atender y mimar a los coleccionistas. Muchos de ellos, de ellas, sobre todo, pasaron y pasearon por delante de «Colonial Color Pallett», una montaña de palets de colores en el interior de la cual estaba el artista mexicano Emilio Rojas desnudo. Inmóvil porque el habitáculo es muy pequeño. Se trata, según cuenta José de la Fuente, de un estudio que realizó sobre los colores utilizados en la fábrica Crayon en el que están presentes «las fronteras de la colonización y que tiene que ver con los recursos extraidos de las colonias». Tonos como «el indian red, que tiene incluso alguna connotación racista, el amarillo banana, el azul Pacífico o el verde selva, son una reivindicación del expolio colonial con los que ha pintado las maderas», asegura De la Fuente, tras haber realizado Rojas una investigación en la fábrica en Pensilvania (Estados Unidos). Es su primera vez en Arco y lleva trabajando con esta galería cuatro años. Su trabajo gira alrededor de la performance y es profesor. Tres horas estará por la mañana y otras tantas por la tarde «porque no quiero que me tachen de maltratador», explica el galerista. «Es inhumano. Ahí hay un tío metido que se mueve», comentaba una pareja. Impagable lo que se podía escuchar. ¿Es el juego, también, de ver y ser visto? El público dice, se sorprende, reacciona pero sin poder interactuar. Emilio Rojas escucha paciente y no se mueve. Tan revolucionario y al tiempo tan antiguo. Un crítico comenta: «Quo vadis?». Soledad Lorenzo, que nunca ha dejado de volver a la feria, felicita al galerista «por esta obra tan arriesgada. No es fácil toparse con una pieza así».
El stand se va llenando. Es un espacio completo en el que el riesgo dialoga (que es un término que está totalmente de moda y hay que introducir de vez en cuando en la conversación): la performance convive con un obra de factura clásica de Nacho Martínez Silva compuesta por 55 fragmentos y realizada con espátula, pincel o aguada. Una joya. Todo tiene un precio: ésta, 18.000 euros más IVA. La instalación, 14.000. ¿Con el artista incluido? Si la compra un particular, no. Si es una institución quien la adquiere la cosa cambiaría. Que tomen nota. Borja-Villel deambulaba con Charo Peyró y Teresa Velázquez libreta en mano. Lo ven todo. El viernes sabremos en qué invertirán los 200.000 euros de ayuda que reciben del Ministerio de Educación y Cultura.
Abran bien los ojos. En Beta Pictoris Gallery (de Alabama) toca sumergirse en un baño-bofetada de actualidad. La inmigración está en todas las esquinas. Los artistas proceden de diferentes puntos del globo pero han recalado y hecho su carrera en Estados Unidos. Son ciudadanos del mundo. La reinterpretación de «La balsa de la medusa» de Gericault de Travis Somerville asalta a quien mira el stand. «Mira este rostro. Es el de Frederick Douglas, abolicionista, un esclavo que huyó y que poseía una increíble oratoria. Es el primer afroamericano que habló de los derechos de los negros en el siglo XIX», explica el galerista. En el suelo hay una bala de algodón y la imagen de este personaje está impresa en una bolsa hecha de la misma materia. «Los valores humanos están representados por todas partes», explica. Junto a estas piezas un imponente Mercedes de matrícula iraní: los cristales son espejos («Closed Door», 2015). Autora, Taravat Telepasand. Una pasada.
No es, sin embargo, el espectáculo la tónica de esta edición. Para nada. Y no será por no tener a uno de los grandes agitadores del momento, Tino Sehgal, que se presenta en Marian Goodman con «El beso». Por un lateral se accede al habitáculo y se ingresa en una habitación oscura. No se ve absolutamente nada. Móviles, fuera. Tras unos minutos en silencio alguien pregunta: «¿Vosotros véis algo?». «Hay que darle tiempo al ojo para que se adapte», se escucha en la oscuridad. Y se pueden apreciar besos que ya forman parte de la historia del arte, como el de Rodin o el de Klimt. Nosotros, una lástima, no llegamos a ver nada. Chema Madoz y Jorge Galindo coinciden en los pasillos con el hijo de Jacobo Siruela, mientras José Guirao y Pablo Jiménez Burillo visitan el stand de Juana de Aizpuru, en el que no cabe un alfiler.
Leandro Navarro presenta una stand de libro. Imponente. Atiende a los clientes. El despliegue de Torres García se agradece. Su «Homo sapiens» se vende por medio millón de euros. No dejen de ver uan máscara de Gargallo y una preciosa «Naturaleza muerta con limón» de Picasso. Levy sigue fiel a su vitrina con el reino surrealista de Meret Oppenheim y un gouache de José de Guimaraes que es un capricho, mientras Marlborough sigue fiel a su escudería. Se amontonan en el espacio, que es grande, quienes preguntan con ánimo de comprar. De Antonio López llevan dos obras. «Desnudo en la bañera», de 1968 puede ser la obra más cara de la feria, por 2,5 millones, aunque casi la haga sombra una imponente escultura de George Baselitz de bronce en Tadeusz Ropeck, de más de un millón de euros.
La portuguesa Mario Sequeira regresa con sus neones, divertidos y en bucle de Julien Opie, aunque nos suenan del año pasado. «Las pieza provocativas las buscáis vosotros pero la provocación por la provocación no aporta mucho», explica a media voz Carlos Urroz frente a un grupo de medios que se esfuerzan lo indecible para escucharle. Y alguna hemos hallado. Pero contadas. El año pasado escribimos de un vaso de agua, que no sabíamos si estaba medio lleno o medio vacío y que se vendía por 20.000 euros. Nos topamos ahora con una delicada instalación de Susanne Themlitz en Vera Cortés, «A la poursuite d’un papillon», formada por un paño de cocina de cuadros verdes fijado en la pared, un alambre que lo recorre, una repisa de cristal, la sombra de la misma y un caracol pegado en la parte inferior. Nos explica la artista que se trata de «una reflexión sobre el lenguaje del dibujos, las líneas rectas, la cuadrícula. Un juego horizontal/vertical». ¿Y la concha del caracol? «La memoria de lo que existió y no está». Son 4.500 euros.
Secundino Hernández tiene su parroquia. «Es como el que tenemos en casa», comentaban dos señoras. Cuadro de gran formato en Heinrich Gerhardt de 2016 en el que resaltan los contorneos que pinta dentro de la tela. Pared con pared tiene un Juliao Sarmento de 2014, la mejor compañía. En la mexicana Kurimanzutto se agolpa un grupo muy numeroso. Ignacio Vidarte, gerente del Guggenheim de Bilbao, está a la cabeza. Y Alicia Koplowitz forma parte del séquito. Max Estrella merece una visita, con Perianes a la cabeza y una obra cambiante de Daniel Canogar. Isabel Mignoni está satisfecha de cómo ha quedado el stand de Elvira González. Las dos piezas de Juan Muñoz no dejan atraer público. Lo mismo que Anish Kapoor en Lissos, que vende «Random Triangle Mirror» por más de un millón. Una alegría el regreso de Carles Taché, ausente dos años enfrascado en su nueva galería en Barcelona. Nos enseña las imágenes y es una maravilla. «Madrid siempre me ha tratado de maravilla. Es una buena feria en la que hay que poner grandes dosis de pasión y jamás dar un paso atrás». A Madrid viene con «lo mejor de lo que tengo», dice.
Mientras, entre el ruido y la furia, Elvireta Escobio, la viuda de Manuel Millares, que tiene los ojos más transparentes del mundo, camina a paso lento.