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Literatura

Historia

¿Creó Jimena la leyenda del Cid?

David Porrinas, en un biografía sobre el Campeador, sugiere que la mujer de Rodrigo Díaz de Vivar pudo promover el mito que luego desembocó en el «Cantar del Mío Cid»

El Codice del "Cantar de Mio Cid", uno de los grandes tesoros de la Biblioteca Nacional
El Codice del "Cantar de Mio Cid", uno de los grandes tesoros de la Biblioteca NacionalAlberto R. Roldan

Ni estuvo en un convento ni fue una esposa sumisa ni permaneció jamás a la sombra de su marido. La leyenda había dibujado un retrato de esposa resignada y dócil, pero la realidad arroja ahora un perfil muy distinto de ella. Doña Jimena resultó una mujer valiente, con coraje, que jamás estuvo enclaustrada en un monasterio durante los destierros y campañas de su marido, que administraba el patrimonio del Cid en sus prolongadas ausencias y que a la muerte de Rodrigo Díaz de Vivar fue Señora de Valencia durante tres años, hasta que Alfonso VI, con sus huestes, acudió a la ciudad del Turia para acompañarla en su regreso a Castilla y escoltar el féretro del Campeador. «Ella resulta esencial para el Cid. Es quien gestiona sus propiedades cuando no está y hay que tener presente que él pasó más tiempo fuera de Castilla que dentro de ella. Es alguien que se ocupa, además, de la crianza de los hijos, dos niñas y un niño. Aunque no tengamos rastros documentales de ella, nos permiten ver a una mujer importante. Se trasladaría a Valencia, no inmediatamente, sino cuando se ha consolidado su conquista y era un espacio pacificado», aclara el historiador.

David Porrinas González ha publicado «El Cid. Historia y mito de un señor de la guerra» (Desperta Ferro), una monografía exhaustiva que aporta perfiles novedosos y arroja una semblanza oportuna que pone negro sobre blanco lo que se conoce de este guerrero, lo que se desconoce y lo que la leyenda ha dado por verdad y solo es invención. «Doña Jimena –insiste el investigador– se convierte en Señora de Valencia de pleno de derecho. En la carta de arras, ella y Díaz de Vivar también establecen una “profiliatio” mutua. Esto implicaba que, en caso de fallecimiento de uno de los dos, el otro se convertía en su heredero universal y pasaba a ser el dueño de sus posesiones. Una instancia que solo se rompía en caso de que se volviera a contraer matrimonio. Por eso es la cabeza de Valencia desde mediados de 1099, cuando el Cid fallece, hasta 1102, cuando abandonan y destruyen la ciudad, porque no pueden mantenerla frente a los almorávides»

Pero Doña Jimena también pudo haber tenido influencia en otro aspecto sustancial. David Porrinas sugiere que ella y el obispo de Valencia, Jerónimo de Perigord, pudieron impulsar la creación de la leyenda del Cid. «No conocemos el autor ni la fecha de composición de la “Historia Roderici”, una de las principales fuentes para acercarnos al de Vivar. Pero en sus líneas encontramos mucha cotidianidad, como hubiera sido testigo ocular o alguien cercano, o, a lo mejor, el tal Jerónimo. No tenemos pruebas documentales de que ellos lanzaran una primera leyenda o tradición cidiana, pero ambos serían los principales interesados en que se conociera el Cid y que se supiera que había conquistado Valencia». Pero ¿cuáles eran esos motivos? El hijo del Cid, Diego, había caído en la batalla de Consuegra unos años antes y al morir Díaz de Vivar, Doña Jimena comprendió que todos los esfuerzos de su esposo se perderían. En un documento de 1101, ella alude a sus herederos, «hijos e hijas», cuando su único descendiente varón ya había sido enterrado. Con esta disposición emplazaba a sus yernos (Ramiro Sánchez y el Conde Berenguer Ramón III), a recuperar y conservar lo que había ganado su marido. «Viene a decir: Vosotros lo podéis ganar de nuevo. Abría una posibilidad de futuro. Por eso podría haber intentado preservar la memoria del Cid y sus hazañas a través de la difusión de una leyenda. Las mujeres no tenían facilidad para gobernar, pero sí para transmitir la memoria. Es posible que ella fomentara la biografía del Cid y que impulsara los primeros pasos de lo que después sería el “Cantar de Mío Cid”».

Para respaldar su tesis acude a otro ejemplo similar. «Lo primero del “Mío Cid” aparece a mediados siglo XII. Solo había pasado media centuria desde la muerte. Son los juglares quienes lo transmiten, pero entre esa fecha temprana y el fallecimiento, ¿quiénes quedan? Doña Jimena y Jerónimo de Perigord que viven 20 años más y que tratan de preservar el señorío de Valencia por el Campeador. Existe un ejemplo semejante: el tapiz de Bayeux. Tras la conquista de la Inglaterra sajona por Guillermo el Conquistador se inicia esta obra. Se hace para exponer en la catedral de esa ciudad. Quienes están detrás de ese trabajo son la Reina Matilde y el hermanastro de Guillermo, que ha tomado los hábitos y es obispo. Este tapiz fue encargado por dos personas que también trataban de legitimar una conquista reciente. Es una plasmación de quién ha sido el conquistador, para que todo el mundo lo pueda interiorizar. Uno es un tapiz y el otro, un cantar. En el fondo es preservar la memoria de algo para retener unas posesiones». Lo interesante es que Jerónimo de Perigord compartía el mismo interés. El Cid había tratado de adueñarse de un señorío y ponerlo bajo el vasallaje del Papa (como habían hecho ya Roberto Guiscardo o Roger de Hauteville). Jerónimo fue designado por Roma, no por Toledo. Y si se hubiera mantenido Valencia lo normal es que se convirtiera en un arzobispado dependiente de Roma. «Es posibles que las primeras semillas, tanto la histórica como la épica, la pusieran estos dos personajes. Pero la pérdida de Valencia trucó sus sueños», explica David Porrinas quien, poco después, añade: «Jimena rompe los estereotipos de la mujer medieval. Es una gobernante tenaz, que resiste el hostigamiento de los almorávides y pelea por mantener lo conseguido».

El autor también explica la capacidad del Cid para reunir hombres y la procedencia de sus guerreros. «El grueso de su mesnada era musulmán. De Castilla partiría con un grueso de entre 50 o 100 hombres de armas cristianos. El resto, el 80 por ciento, serían musulmanes. Aventureros, buscavidas, gentes que se suman a él para prosperar. Él articula este ejército híbrido en la taifa de Zaragoza. Así que el músculo de su ejército serían guerreros islámicos procedentes de esta ciudad y del entorno de Valencia. Hay que tener presente que los musulmanes también son mercenarios. Y que este término no tenía la carga peyorativa que arrastra hoy. Era una profesión. Igual que el Cid no era el único caballero cristiano que se incorporaba a las tropas de un señor islámico. Existen muchos cristianos entre las tropas islámicas». Y después añade: «Hay que investigar más su periodo en Zaragoza, porque de ahí surge este ejército mestizo donde la caballería cristiana es la élite y los musulmantes el cuerpo de choque. Hay que tener en cuenta que el Cid gobierna Valencia como una taifa. Él fue el único cristiano rey de una taifas».

Este Cid no es el héroe cruzado que vendían viejas y rancias propagandas. Este Cid es un hombre mortal, marido, guerrero, que sufre y padece, que acude a batallas, que se equivoca y que hace descarrilar en ocasiones la política peninsular de Alfonso VI. «Debió tener bastantes conocimientos –asegura David Porrinas–. Vivió cinco años en la taifa de Zaragoza, con unos reyes que estaban considerados los mejores matemáticos y astrónomos del momento. Incluso existe la posibilidad de que hubiera conocido el astrolabio, que luego resultó esencial para llegar a América. Eso explicaría por qué, al revés que sus adversarias, es capaz de aprovechar la noche, avanzar o planear una batalla. Sabía escribir y leer, porque actuó como juez y también es posible que entendiera el árabe. Un cronista musulmán que aporta noticias nuevas sobre él, asegura que se complacía con la lectura de guerras de antiguos árabes». El historiador también comenta su capacidad para leer el terreno y su inteligencia para adaptarse a diferentes maneras de lucha: desde la batalla campal, en la cual demostró desenvolverse con especial talento, como en los duelos personales. Pero, incluso, probó ser un gran estratega en los asedios, sobre todo cuando él y sus tropas solo dependían de ellos mismos y su astucia.