¿De verdad quiero ser feliz?
Aunque ayude, el bienestar no depende de tener una cuenta corriente boyante ni de poseer el último modelo de «smartphone», sino de una cuestión vital. Es el cerebro el que nos empuja por naturaleza al placer, hacia una felicidad muy alejada de la sociedad y de la industria del consumo con las que nos topamos a diario
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La felicidad, o la búsqueda de esta, es tan antigua como variable y volátil. Se trata de un concepto que no dispone de una receta concreta para alcanzarlo; ni siquiera un fin determinado que garantice el absoluto bienestar. La RAE lo acota a un «estado de grata satisfacción espiritual y física» y/o a la «ausencia de inconvenientes y tropiezos». Sobre todo lo demás, según la Academia, nada. Otros dirán que la felicidad es aquello que se comprende entre la salida y la entrada al trabajo al día siguiente, estar en paz con el Señor, comerse una de las ya huérfanas Panteras Rosa o sentarse tranquilamente en una terraza acompañado de una cerveza y un buen libro. Infinitas respuestas (correctas o incorrectas dependiendo del sujeto) en las que, incluso, Al Bano y Romina Power se atrevieron a entrar: para ellos la clave estaba, entre otros consejos, en «apagar las luces y hacer las paces» o en «un beso en la calle y otro en el cine»; mientras que para el pintor José de Madrazo su representación era lo más cercano a una divinidad rodeada de ángeles, como dejó patente en «La felicidad eterna» (1813). Otros, como el pensador británico Theodore Zeldin, lo tienen más claro, no busca ser feliz por entender que ello no es más que una «ceguera» en el camino.
Pero si la felicidad va por barrios, la propia felicidad también ha ido cambiando a lo largo de los siglos. El concepto, cómo no, ya fue desarrollado en la Antigua Grecia, en la que Aristóteles teorizó que toda y cada una de las cosas (minerales, vegetales, animales, hombres...) tiene una finalidad. Meta que, al lograrla, producirá un placer, y, por tanto, la ansiada felicidad. A una rosa le gusta ser rosa, a un águila le gusta ser águila y a un humano le gusta eso, ser humano. Si cada cual cumple con el fin que se le ha establecido llegará a su perfección y, por tanto, será feliz. «Los antiguos lo sospechaban», afirmaba Zygmunt Bauman, «sugirieron que sin esfuerzo la vida no ofrecería nada para hacerla digna de ser vivida».
Concepto desfasado
Una explicación que, para Javier Gomá, hoy ya no es válida por el simple hecho de no corresponder con nuestra época y, por ende, con las necesidades actuales. «Esto falla a partir del sujeto moderno de Kant», recuerda el filósofo. Desde entonces, lo importante ya no es ser feliz, sino «digno de ser feliz, aunque no lo seas». En consecuencia, la subjetividad moderna está basada en que ya no se pertenece a un mundo ordenado en el que se tiene una función con una finalidad. El yo moderno es en sí su propia finalidad, «la nueva totalidad, la nueva realidad», puntualiza Gomá: «Se encuentra con una dignidad de origen que es infinita como sujeto, pero que, a su vez, está destinado a la indignidad de la muerte. El concepto de felicidad como cumplimiento de un fin es imposible en este nuevo ser». Teoría que avoca al concepto a no funcionar y a preguntarse por el sentido de la vida, algo que durante milenios nadie hizo, «pues era obvio que realizar la función que se tenía en el conjunto social, familiar o cósmico era suficiente para ser feliz el resto de tu vida». Ahora, supuestamente, no.
Por ello, para olvidar la infeliz condena, existen dos camino: el teórico, en el que los pensadores y psicólogos sustituyen esa satisfacción por otros conceptos como la dignidad –«la cual se puede conservar hasta en un momento completamente exento de felicidad como sería la esclavitud o esperando turno para entrar en una cámara de gas de Auschwitz», explica Gomá– o el bienestar; y la opción del placebo, esa sociedad/industria que se encarga de recordarnos lo felices que debemos ser y cómo llegar hasta este punto, aunque en realidad no busca más que formar un mundo de sueños imposibles. Opción, esta última, ante la que luchó Bauman: «La mitad de los bienes cruciales para la felicidad humana no tienen precio de mercado y no se venden en las tiendas. Sea cual sea la disponibilidad de efectivo que uno tenga, no hallará en un centro comercial el amor y la amistad, los placeres de la vida hogareña», confesaba el sociólogo. «Las empresas detectan un mercado, un espejismo, y, a partir de ahí, se desarrolla una gran industria de mercancía que promete felicidad. Bien con un recetario fácil, con medicamentos o con soluciones simplistas», apunta Gomá en «Dignidad», libro que, siguiendo el rastro de Kant, afirma que lo importante no es ser felices, sino ser merecedor de ello.
Por su parte, el científico británico Paul Dolan publicaba a principios de año un libro, «Happy Ever After», en el que habla sobre la felicidad con términos más mundanos. En él reflexiona acerca de las esperanzas que se depositan sobre cada miembro de la sociedad, «que debe ser ambicioso. Querer ser rico, exitoso y bien educado; casarse, ser monógamo y tener hijos», enumera. Una narrativa social que ha resistido el cambio durante generaciones y que ha sido moldeada por estructuras de poder, culturas, leyes, familias, medios de comunicación... «Además de satisfacer algunos de nuestros deseos innatos, tales narrativas han desarrollado reglas de pensamiento y acción que ayudan a hacer que un mundo complicado sea más fácil de navegar», prosigue. «Al buscar pistas en la narrativa sobre cómo vivir, se nos proporciona un camino coherente a seguir. No solo queremos encajar, sino que también podemos enojarnos con aquellos que no lo hacen».
Un comportamiento ante el que Dolan reacciona por considerar que «puede dañarnos a nosotros y a las personas que nos rodean. Se convierten en lo que yo llamo «trampas narrativas», que juntas forman el mito de la vida perfecta». Esas situaciones en las que todo ser debería ser feliz sin tener en cuenta la norma básica de la felicidad: cada uno es libre de elegir su camino en la vida.
De acuerdo con esas normas, la felicidad sería un imposible, «un anhelo irrenunciable atravesado por la mediación romántica entendiendo la felicidad como un estado de ánimo y una euforia alejadas completamente del concepto griego», apunta Gomá. Es precisamente esa exaltación la que se vive en las redes sociales, «la versión pop de la felicidad romántica», define el pensador español.
La importancia de llorar
También en contra de esa euforia eterna que emanan Instagram y compañía se muestra el psicólogo Jesús Matos (responsable del gabinete En Equilibrio Mental): «No es posible la alegría permanente, por eso yo prefiero hablar de bienestar. Lo que se debe pretender es ser capaz de gestionar las emociones. Es tan importante reír como la tristeza, la ansiedad, el enfado...». Es precisamente la necesidad de ocultar todo ello lo que lleva al camino de las máscaras que se suben a las redes, en las que nadie muestra su miedo a la derrota ni su pena. «Por ello, el objetivo es el bienestar», recuerda Matos. «Cada uno con sus metas y su vida satisfecha».
Objetivo que se pretende transmitir a esa sociedad que pide que te muestres vencedor, pero, también, y sobre todo, porque es el propio cuerpo el que lo pide: «El ser humano tiende, por naturaleza, a que su cerebro llegue al placer, y, por eso, se camina hacia lo que nos gusta», continúa el psicólogo: «El problema está cuando se imponen necesidades que no son nuestras, como sí lo sería el dormir y no tener un iPad o un iPhone». En palabras de Gomá, «el anhelo de satisfacer los deseos está hasta en los animales. El de estar a gusto con uno mismo es real. En cambio, resulta equivocado pensar que la felicidad no es una tendencia, sino un estado. De ahí nace el auge de los “selfies” en las redes, llenas de narcisismo, exhibicionismo y materialismo». Frente a ello quedaría la felicidad antigua (cuando ni se intuía aquello del postureo), no sentimental, sino por la satisfacción por la obra bien hecha.