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Alfonso XIII, ante la pandemia: “No me dejes solito, mamá”

La mortandad de la gripe a finales del siglo XIX tuvo en vilo a Madrid. También al joven monarca, que, con una alta fiebre y vómitos, llegó a temer por su vida

Alfonso XIII La Razón
Fecha: 1890. Cuando el pueblo madrileño estaba aterrorizado por la mortandad de la gripe, la “Gaceta” y los demás periódicos publicaron una terrible noticia: el rey estaba gravemente enfermo.
Lugar: MADRID. Alfonso XIII experimentó fiebre brusca y elevada, vómitos, trastornos digestivos, sintomatología de meningismo... La noche del 9 al 10 de enero, llegó a temerse por su vida.
Anécdota: La reina María Cristina sufrió un desvanecimiento, pero su hijo la reclamaba: “Estate conmigo; no me dejes solito, mamá”. Y ella permaneció al pie de su cunita.

Cuando el futuro rey Alfonso XIII contaba apenas tres años de edad, un desastre natural en forma de virus mortal hizo su aparición en España a partir de 1889. La gripe o influenza de aquel año tuvo su origen en China, y fue transmitiéndose lentamente por las rutas del Turquestán y Siberia, hasta llegar a Rusia, desde donde se extendió por toda Europa.

A últimos de noviembre empezaron a manifestarse en Madrid numerosos casos de gripe: Segismundo Moret, el duque de Ahumada y el subsecretario de Ultramar fueron de los primeros en caer. El 19 de diciembre había en Madrid más de veinte mil afectados. La enfermedad infecciosa no respetaba a nadie, y el propio Cánovas de Castillo, el general Cassola y muchos otros políticos y militares fueron también sus víctimas. Las esquelas de defunción ocupaban páginas enteras en los diarios. El 2 de enero del año siguiente, el célebre tenor Julián Gayarre fallecía a consecuencia de la pandemia, que postró también en cama a los ministros de Hacienda, Marina, Estado y Ultramar, y a la madre de Canalejas.

Cuando el pueblo madrileño estaba aterrorizado por toda esta sucesión de infortunios, la “Gaceta” y los demás periódicos publicaron una terrible noticia: el rey estaba gravemente enfermo. Los temores supersticiosos de Alfonso XII, mientras agonizaba en el lecho de muerte, parecieron confirmarse apenas cinco años después cuando el doctor Esteban Sánchez Ocaña, decano de los médicos de cámara, firmó el siguiente parte: “S. M. el Rey, que no ofrecía ayer novedad alguna en su salud, sufre desde la madrugada última una indigestión, acompañada de algunos reflejos cerebrales. Combatidos estos trastornos desde los primeros momentos, con los medios adecuados, se ha logrado que entrasen en vía de remisión, en la que continúan a las nueve de la noche, que cerramos este parte. 4 de enero de 1890”.

Muchos años después, el doctor Manuel Izquierdo diagnosticaba la auténtica enfermedad que a punto estuvo de acabar con el pequeño rey: se trataba de una neumonía gripal, de esas que pasan inadvertidas en los niños, y que sólo se descubren tras un examen clínico minucioso, por un recuento de leucocitos o una radiografía efectuada al tercer día.

El niño experimentó fiebre brusca y elevada, vómitos, trastornos digestivos, sintomatología de meningismo... La noche del 9 al 10 de enero, la situación era gravísima, y a todos embargaba el terror de una meningitis. Los médicos administraron al rey un purgante de aceite de ricino, jarabe de tolú y tónicos cardíacos.

La reina madre no pudo dominar sus fuertes emociones y sufrió un desvanecimiento. Los médicos le ofrecieron una taza de tila con unas gotas de éter, y la rogaron que descansase. Pero su hijo la reclamaba: “Estáte conmigo; no me dejes solito, mamá”. Y allí, al pie de su cunita, permaneció María Cristina horas interminables.

Mientras, en la llamada “pieza amarilla” se celebró una misa a la que acudieron la reina Isabel, la familia y los palatinos para impetrar del Cielo la curación del niño rey. María Cristina, arrodillada ante la cuna de su hijo, miró suplicante al mismo Cristo que consoló a María Estuardo.

Cuando ya casi todos, incluidos los políticos, daban por muerto al rey, se produjo su milagrosa curación. La enfermedad cedió al final: el pequeño dejó de tener fiebre y vómitos, y empezó a tolerar alimento. La reina madre, que desde el nacimiento de su hijo le había tenido con gran intuición muchas horas en el campo para contrarrestar así la desgraciada herencia de su padre, siguió ahora esas mismas indicaciones de los médicos.

El pequeño Alfonso XIII se acostumbró así a pasar casi todo el día en la Casa de Campo o en El Pardo, durante meses y años, motivando que muchos madrileños llegaran a preguntarse si al regio chaval se le criaba para ser rey o… ¡conejo!

Como su padre, el pequeño Alfonso XIII era de constitución débil y enfermiza. Más Austria que Borbón en sus facciones, se parecía a Felipe IV o a Carlos II el Hechizado. En octubre de 1892, con seis años de edad, tuvieron que interrumpirse los festejos programados en Sevilla a raíz del parte oficial del doctor Candela: “S. M. el Rey, por efecto sin duda del cambio de vida de estos días, se resiente de cansancio y empacho gástrico; por ello conviene proporcionarle un periodo prudencial de reposo, para su mejor y más pronto restablecimiento”. La mala estrella lució así sobre la corona de Alfonso XIII desde su más tierna infancia y hasta su muerte.

Alarma en palacio

En enero de 1893, el rey Alfonso XIII volvió a tener fiebre, anginas y una erupción que fue diagnosticada de escarlatina. Las alarmas se dispararon de nuevo en palacio. Los malos presagios que asolaron a la dinastía se pusieron de manifiesto. Por si fuera poco, en febrero de 1895 pasó el sarampión. La reina madre, María Cristina de Austria, tratando de preservar la delicada salud de su hijo, relevó del servicio palatino a todos los empleados que tuviesen niños, para evitar su contagio. Esta norma protocolaria se mantuvo a rajatabla en Palacio, incluso para los médicos de cámara, que no asistían a nadie de su clientela privada con enfermedades contagiosas. Para colmo de males, desde niño el futuro monarca Alfonso XIII arrastró una rinitis tuberculosa, que hizo su aliento desagradable a los que se le aproximaban y como consecuencia de la cual sus amantes daban fe de su mortificante halitosis.
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