¿Por qué el ingeniero y el psiquiatra escribieron a cuatro manos?
Se recopilan en “El amanecer podrido” relatos de dos de los novelistas españoles más influyentes del siglo XX, Juan Benet y Luis Martín-Santos
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En los pasados años sesenta la narrativa española experimenta, en diversos sentidos, un cambio radical. En 1966 se publican las novelas «Últimas tardes con Teresa», de Juan Marsé; «Señas de identidad», de Juan Goytisolo; y «Cinco horas con Mario», de Miguel Delibes. Se trataba de superar el insustancial costumbrismo descriptivo, los sobrevivientes coletazos de una infatuada retórica de postguerra, el reivindicativo socialrealismo y los devaneos psicológicos de aparatosa sentimentalidad. Algo antes, en 1962, aparecía «Tiempo de silencio», de Luis Martín-Santos (Larache, Marruecos, 1924-Vitoria, 1964), y un poco después, en 1967, «Volverás a Región», de Juan Benet (Madrid, 1927-1993). Muy singulares novelistas estos dos que, en unos pocos años, revolucionarán la esencia del realismo clásico, innovarán la mirada literaria sobre la Guerra Civil española, incluirán en su obra la modernidad de la narrativa anglosajona y trazarán el mapa de un secular atraso sociocultural. Amigos ambos, copartícipes de las primeras búsquedas de temas y estilo, de formación técnico-científica –psiquiatra, Luis, ingeniero, Juan–, intercambiarán en sus inicios literarios ideas, textos y referentes que se plasmarán en un singular conjunto narrativo: la colección de cuentos que ahora ve la luz con el título de «El amanecer podrido». Impecablemente editado por Mauricio Jalón, encontramos en este volumen los iniciales tanteos de quienes optaron aquí por una imprecisa autoría conjunta, por la generosa inconcreción de una experiencia naciente que auguraba ya su común actitud estética transgresora e independiente.
Estos relatos inéditos (en 1950 se publicaron tan solo dos de ellos, de cada uno de sus autores), sin fechar, fueron escritos entre 1948 y 1951, y el propio Benet se referiría a ellos como «cuentos que escribimos en comunidad»; en referencia a la narración «Orestes», declarará palmariamente que se trataba de «un cuento que había escrito Luis». La tradición de la escritura «a cuatro manos» cuenta con ilustres referentes; desde Borges y Bioy Casares, a los hermanos Goncourt, pasando por Émile Erckmann y Alexandre Chatrian, nuestros castizos Álvarez Quintero, o Dickens y Wilkie Collins, quienes llegarían a escribir juntos algunas obras. Es una opción con la que se desfigura la escritura egótica autorial, poniendo en común voces acaso dispares y aportando así una riqueza de contrapuestos matices. En este caso, y según Benet, diez de estos textos serían suyos, cuarenta y uno de Martín-Santos y dieciséis de origen incierto, por más que todos ellos participan de la mutua opinión compartida y una interactiva influencia. Se abre el volumen con las admirativas odas que se dedican uno al otro, un curioso divertimento que reafirma en el lector actual la sólida complicidad de dos escritores salvando aquí su característico individualismo.
El tono de estos relatos es el de la fábula alegórica, donde una mera anécdota trasciende hacia implicaciones sociales, derivas emocionales o significados éticos, que no moralizantes, porque no son apólogos al uso, y se huye expresamente del final aleccionador o la tácita moraleja. Están poblados por seres marginales con apariencia de habitualidad cotidiana, inmersos en situaciones absurdas, grotescas o paradójicas, donde asoma el clásico esperpento valleinclaniano. Se observa ya un cierto tratamiento irónico del lenguaje, la proliferación de ambientes deprimidos y asfixiantes atmósferas familiares, entornos despoblados, desesperanzados personajes y situaciones límite bajo una apariencia de inquietante normalidad. No se obvia la velada crítica a un desolador magma social, marcado por la penuria de medios, el atraso comunitario y la incultura congénita. El perfil de estos textos se aproxima al retazo costumbrista abruptamente alterado por ridículas anomalías o sorprendentes giros argumentales; breves cuadros que, en ocasiones, incurren en lo goyesco, incluso monstruoso, en su clara voluntad transgresora y hasta algo airada. Y está presente asimismo el sombrío tono kafkiano, matizado por una castiza extravagancia, por la contenida tendencia al sarcástico disparate. Resulta perfectamente reconocible la huella de Baroja, Gutiérrez Solana, Valle-Inclán y hasta Unamuno, en una revisionista asimilación del noventayochismo tradicional.
De entre estos diversos cuentos destacan algunos como «El callejón», donde los habitantes de esta especie de «no-lugar», a la sombra de una misteriosa Residencia, no pueden abandonarlo; «La sopera», imaginando aquí el narrador, en un inexistente día que no figura en el calendario, que se introduce en una sopera con la pretensión de un máximo aislamiento; «Mientras el Ebro sonríe», sátira acaso del unamuniano «Amor y pedagogía», donde un padre observa sorprendido las sentenciosas máximas de su hijo de corta edad; «Que la carne es flaca...», breve relato de un tierno erotismo; «La comadreja», donde este animal simboliza la sordidez imperante en un conflictivo matrimonio asediado por la pobreza y la mala suerte; «Crimen», sobre las atormentadas motivaciones que, entre desconcertantes personajes, conducen al asesinato; «Conflicto en la cocina», donde una fugaz escena familiar adquiere absurdos caracteres gestuales; «Nadia», episódica historia de una muchacha contrahecha que habita con sus padres en los desmontes de un extrarradio; «El hombre que se acaba», sobre un menguante sujeto que acabará desapareciendo; o «Los cráneos blandos», con personajes de excéntricas rarezas y físicos menoscabos. Variedad, por lo tanto, de tramas y registros, vinculado el conjunto a una ruptura con el realismo convencional que tiende a un absurdo imaginario e incluye un friso de insólitos personajes.
Esta modélica y exhaustiva edición de «El amanecer podrido» aporta, en su parte final, un interesante texto crítico de 1950 firmado por ambos novelistas, «Cartas abiertas», dirigidas a la revista cultural «Correo Literario», y donde teorizan sobre lo que denominan como «bajorrealismo»: «Para nosotros, lo bajorreal es el descubrimiento de una nueva verdad literaria. El elemento real se utiliza en toda su pureza indeformada. Pero con una intención nueva. Lo real no se utiliza en su totalidad, sino mediante una selección de lo más real de lo real, lo puro-real, lo bajo-real. Mediante esta selección se consigue una especial atmósfera mágico-poética. Nada más lejos del realismo naturalista, o del simple escudriñar realidades desagradables. Nosotros buscamos las realidades bajas». En época de neorrealismo ambiental y con puntuales retornos a la surrealidad de anteguerra, hallamos esta singular propuesta, que augura los barojianos y deprimidos suburbios de Tiempo de silencio y las desoladas alegorías históricas de Volverás a Región. Se completa este volumen con la apasionante semblanza que Benet trazara de su amigo en Otoño en Madrid hacia 1950 (1987), «Luis Martín-Santos, un memento», donde detalla las juveniles andanzas de este por el Madrid galdosiano, así como la influencia teórico-estética que recibirá de su colega Carlos Castilla del Pino, entre otros interesantes referentes. Se aportan además cinco cartas, tres de Luis a Juan, y dos de este a Leandro Martín-Santos, hermano del novelista, doliéndose de su sobrevenida muerte. Cierra el conjunto un minucioso comentario crítico de todos estos cuentos; y cabría destacar la entregada colaboración de los herederos de estos escritores y el rigor filológico textual de Rosario Ibañes.
La amistad entre los dos incipientes narradores sufrirá distancias y frialdades; surgirán recelos y objeciones mutuas ante primeras obras publicadas; el propio paso del tiempo y las respectivas dedicaciones profesionales espaciarán una relación personal y literaria realmente muy intensa, a juzgar por esta eficaz autoría conjunta, muestra de una recíproca confianza, claro preliminar de sus futuras obras. Este es el mejor mérito de estos cuentos que, más allá de su calidad literaria, suponen el embrión de una estética literaria, el crítico realismo simbólico, que revolucionó la narrativa española de los pasados años sesenta. Hacia 1964 Benet recomendará olvidar El amanecer podrido; todo un acierto ahora el ignorar, con cuidada exigencia editorial, la sugerencia de alguien para quien (como para Martín-Santos) vida, amistad y literatura pudieron muy bien ser la misma cosa.
Los ambientes literarios
Benet y Martín-Santos se conocen en Madrid en 1948, ambos con veintipocos años, presentados por el que sería señero militante antifranquista Alberto Machimbarrena y en el bohemio ambiente de foros y tertulias que bautizarían con un curioso neologismo: «catoblepas», queriendo significar así el arbitrario sinsentido de la festiva, errática e inacabable conversación entre copas, que con frecuencia acababa recalando en algún que otro prostíbulo. Esa amistad se iría trabando en los años siguientes... hasta un contrariado punto de inflexión: cuando Juan lee Tiempo de silencio tardará en dar su opinión, una rigurosa disección crítica de la novela, motivada al parecer por unos mal disimulados celos literarios. Y es que poco antes Luis se había mostrado reticente ante un volumen de cuentos de su amigo, Nunca llegarás a nada, sugiriéndole una mayor concreción en lo que juzgaba como una «nebulósica» visión de las secuencias narrativas. Aquellos “jóvenes airados”, cultivadores mutuos de una particular fiesta de la inteligencia, entrarían con los años en un lógico, y también entrañable, combate de egos que la prematura muerte de Martín-Santos impediría proseguir. Esa cómplice pugna entre el faulkneriano Benet y su amigo, incondicional admirador de Joyce, realmente prometía. El amanecer podrido deja constancia hoy de aquella camaradería literaria y personal. J.F.