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¿Para qué ha servido quitar 33 estatuas de Colón?

La única transformación tangible de la ira y la frustración tras el Black Lives Matter ha sido la remoción de estatuas: ni las políticas sociales ni el substrato de la sociedad estadounidense han cambiado

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Han pasado casi cinco meses de la muerte de George Floyd. Un tiempo en el que nos podemos parar a mirar atrás y tratar de ver con un poco de perspectiva lo que ha sucedido después, los efectos de las protestas del movimiento Black Lives Matter contra la violencia policial, la injusticia social y la desigualdad. Aunque seguramente se hayan producido algunos pequeños cambios en la mentalidad de algunas personas u, ojalá, profundos cambios en la de muchas, lo cierto es que después de todo aquello la única transformación tangible, palpable, que ha conseguido toda esa rabia y frustración ha sido quitar estatuas de la calle. Ni las políticas sociales ni la sustancia de la sociedad estadounidense han cambiado en lo más mínimo. En ese tiempo se han eliminado, entre otras muchas, 33 estatuas de Cristóbal Colón, el verdadero culpable del racismo, según parece, y quien hoy hace exactamente 528 años llegó a América por error.
Retirar estatuas podría llegar a tener sentido si se acompaña de un debate, de una reflexión sobre los valores que una sociedad quiere darse a sí misma. Obviamente, en la era de los derechos humanos, difícilmente podrán representar estos valores figuras anteriores a la declaración universal. Resulta muy diferente erigir una estatua a Hitler o Stalin que hacerlo de Juan de Oñate, otro de los descabalgados por el Black Lives Matter. Ahí es donde cobra importancia la historia, comprenderla y no solo juzgarla con nuestra mente acomodada. Como dice Mary Beard, «lo más importante es mirar la historia a los ojos y reflexionar sobre nuestra incómoda relación con ella... no simplemente retocar con Photoshop las partes desagradables».
Pero todo estará mal si encima desconocemos los hechos: en un alarde de ignorancia o de propaganda política, también se han retirado de la vía pública las efigies de Fray Junípero Serra en toda California. El franciscano no sólo no fue un supuesto genocida, sino que entró en contacto con los pueblos indígenas, a los que enseñó español y la Biblia, y aprendió su lengua y cultura con el fin de documentarla. Convivió pacíficamente con ellos y, como es natural, nunca disparó un arma. Por otro lado, Serra, quizá opresor en el pasado según algunos, encarnaría hoy a la minoría hispana que es oprimida por el hombre blanco anglosajón. ¿No sería entonces un símbolo a conservar? Menudo lío. Lo que parece que queda claro que la ira contra las estatuas, por sí sola, no ha ayudado a comprender mejor la situación ni a conocer la realidad. Y así será imposible cambiarla.