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El frío invierno de Kim Ki-duk

El realizador murió ayer a los 59 años en Letonia por complicaciones derivadas de la Covid y lejos de su Corea natal y después de ser denunciado por acoso
HAYOUNG JEONEFE
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

  • Matías G. Rebolledo

    Matías G. Rebolledo

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La historia del descubrimiento de un talento como el de Kim Ki-duk (Corea del Sur, 1960 – Letonia, 2020) hay que contarla aparejada a la del desarrollo de la propia industria del cine. Aunque el director asiático comenzara su carrera a finales de los noventa, solo la explosión del mercado doméstico que puso un cine en cada casa a principios de siglo y necesitó de mercados ajenos para rellenar las estanterías fue capaz de abrir los ojos de Occidente. En el año 2000, con «La isla» y un fuerte vínculo con el crítico italiano (y luego director de la “Mostra”) Alberto Barbera, el realizador derribó una importante barrera entrando en la selección oficial del prestigioso Festival de Venecia y, aunque no se hiciera con el preciado León de Oro, marcó el inicio de un idilio entre director y certamen que duró casi dos décadas.
A sus 59 años, y después de ganar en plazas tan difíciles como Berlín, Cannes, Karlovy Vary, Locarno, Valladolid y hasta tres veces en el mencionado festival del Lido, Kim Ki-duk fallecía ayer, muy lejos de su Corea natal, por complicaciones derivadas de la COVID y a apenas unos días de cumplir sesenta años, como confirmó la Embajada coreana. En una tergiversación inocente de la percepción Occidental, más como resultado del desconocimiento que del oficialismo amable de Seúl, el cariz del cine de Ki-duk quedará en la memoria colectiva como uno de pulso amable, con historias que parten del uso y costumbre y se desplazan para encontrar pequeños monstruos cotidianos. Lo cierto es que su filmografía siempre fue iracunda, hecho que le granjeó críticas en su tierra por misoginia («El arco») o simple incomprensión («Pieta»), y alabanzas, entendiendo lo violento y silente de su cine como una denuncia y no como morbosidad gratuita, en el seno de la cinefilia europea.
Quizá todo ello quede perfectamente concentrado, para pecadores y divinos, en «Hierro 3», con la que pasó por el Festival de San Sebastián y ganó el premio de la crítica gracias al retrato de un maltratador. O mejor aún, en la que muchos consideran su obra maestra incontestable: «Primavera, verano, otoño, invierno... y primavera», dirigida en 2003 y que se servía de la crianza de un monje budista para explicar el inapelable paso del tiempo. O lo que es lo mismo, cómo seguir defendiéndose con dagas en un mundo en el que los malos llevan pistola.
Con su fallecimiento, el cine coreano que se elevó mundialmente este año gracias al trabajo de Bong Joon-Ho y que lleva décadas en la picota gracias a autores como Hong Sang-Soo o Park Chan-Wook, pierde a uno de sus pilares fundacionales y se queda huérfano de la voz de la tranquilidad y la reflexión de paisajes más brutalista. Su testamento fílmico, «Din», una especie de relato en clave de Saramago sobre encontrarse con el doble de uno mismo y que estuvo rodeado de una polémica ex fílimica, no hace justicia a una carrera ilustre que, con graves sombras y como confesó al Korea Times hace un par de años: «Solo ha consistido en hacer el cine más honesto posible, sin importar demasiado el cómo».

Retrato de un maltratador

El director se encontraba en el momento de su fallecimiento en una especie de condena voluntaria al ostracismo desde que hace tres años una de sus actrices de «Moebius», cinta rodada en 2013, le denunciara por acoso sexual. Según la intérprete, que consiguió mantener el anonimato por la vía judicial, Ki-duk la habría forzado físicamente, «con empujones y patadas», a rodar una escena de índole sexual. Si bien no se pudo probar la punibilidad de los hechos, sí se condenó en firme al director a una multa por el equivalente a 5.000 euros por agresión física. Tras la condena, cuatro actrices darían testimonio en la televisión coreana (en el formato de investigación «P.D. Notebook») de presuntas violaciones y actitudes amenazantes ldel realizador durante sus más de dos décadas de carrera.

Sexo, muerte y desmayos

Cuando Kim Ki-duk estrenó “Arirang” en Cannes, ese acto onanista que intentaba explicar por qué no había hecho cine durante tres años, era obvio que el cineasta había perdido el norte. A tenor de las acusaciones de violación y acoso sexual que pusieron en duda su reputación, el director de “La isla”, que siempre se había enorgullecido de ser autodidacta, demostraba hasta qué punto el solipsismo estaba dando al traste con su prestigio de “enfant terrible”. Lejos quedaban los tiempos de “Hierro 3” y “Samaritan Girl”, sin duda sus mejores películas, en las que su sensibilidad para lo bizarro, conjuntamente con su capacidad para tejer un discurso singularísimo sobre la incomunicación y la soledad, brillaban con luz propia. Visitante habitual de festivales internacionales (Venecia fue su plataforma de lanzamiento), vivió de rentas de su habilidad para el escándalo. Era frecuente que su discurso sobre la relación entre sexo y muerte, a través de una elegía del dolor sadomasoquista, acabara produciendo desmayos en la platea. Eso ocurrió con la escena de los anzuelos de “La isla” y con la sórdida suciedad de “Pieta”, la que fuera polémico León de Oro del Festival de Venecia con Michael Mann como presidente del jurado. Este crítico nunca entendió el éxito de su película más popular y accesible, “Primavera, verano, otoño, invierno”, un “Reader’s Digest” budista que parecía un “Karate Kid” para consumidores de cine de arte y ensayo, pero bien es cierto que sus declaraciones, a menudo cercanas a la lamentación autocomplaciente, demostraban la existencia de una visión del mundo atormentada e incomprendida, un tanto narcisista, que, al contrario de muchos de sus compañeros de generación como Park Chan-wook, prefirió desplegarse en los márgenes de la industria, apegado a una visión del mundo que tendía a devorarse a sí misma.

SERGI SÁNCHEZ