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Albert Camus: “España ya ha pagado el precio de la libertad”

Estas páginas recoge las reflexiones del intelectual francés sobre la Justicia, el castigo a los colaboracionistas, el comunismo y cómo debe ser el futuro de la democracia y el papel de la prensa

Albert Camus
Albert CamusGiovanni GiovannettiGTRES

Albert Camus contaba con 33 años cuando tomó la dirección de «Combat» en otoño de 1943. Esta publicación de la Resistencia francesa había nacido dos años antes, en 1941, con una tirada inicial de 1.000 ejemplares, pero, cuando él recoge la dirección, la publicación imprimía ya alrededor de 250.000 copias y se había convertido en una de las herramientas más reconocidas de la lucha contra los alemanes en la Francia ocupada. Al tomar esta responsabilidad, Camus se revelaba como un hombre de acción, comprometido con la Historia, que no estaba dispuesto a permanecer en los márgenes de los sucesos con una actitud pasiva sino a intervenir en ella. Con la premisa «se ha declarado la guerra total y esta exige la resistencia total», el pensador francés, de origen argelino, un «pied-noir», afirmaba con pleno convencimiento que no existen pretextos para eludir el compromiso que exigía el momento y que había un imperativo ineludible que llamaba a los franceses a defenderse de los nazis y de la división que ellos habían sembrado entre sus compatriotas. «No podéis decir que esto no va conmigo, pues sí va con vosotros», afirma, negando la posibilidad de «mirar hacia otro lado».

La editorial Taurus reúne por primera vez en un libro los artículos que Camus escribió en esa cabecera desde el momento en que tomó las riendas del diario hasta 1947, además de las colaboraciones que hizo durante los dos años posteriores. «La noche de la verdad», cuyo contenido es prácticamente inédito en nuestro país, se convierte así en una suerte de itinerario por las ideas del pensador durante ese periodo, lo que permite apreciar sus evoluciones y las inquietudes que irían asaltando su conciencia al hilo de los acontecimientos. Este Camus, aún joven, que arrastraba dos publicaciones que le habían dado fama entre la pléyade de intelectuales de la época, «El extranjero», que salió en 1942, y «El mito de Sísifo», que se editó de manera casi contemporánea, abordaría asuntos diversos desde este periódico, pero no solo los relacionados con la Segunda Guerra Mundial y la liberación de Francia, sino también sobre consideraciones acerca de la Justicia, el imperialismo, la revolución, la democracia y la depuración.

“NUESTROS HERMANOS DE ESPAÑA”

Artículo inédito incluido en el libro “La noche de la verdad” que Albert Camus publicó en “Combat” el 7 de septiembre de 1944. El pensador francés, cuya abuela materna era de Menorca, siempre sintió una enorme proximidad hacia nuestro país, como demuestra esta editorial.
Esta guerra europea que empezó en España hace ocho años no podrá terminar sin España. Algo se está moviendo ya en la península. Anuncian un reajuste ministerial en Lisboa. Y otra vez la voz de los republicanos españoles se deja oír en las ondas. Es el momento quizá de volver hacia ese pueblo sin igual, tan grande de corazón y de orgullo, y que nunca ha desmerecido frente al mundo desde la hora desesperada de su derrota.
Pues fue el pueblo español el escogido a principios de esta guerra para dar a Europa ejemplo de las virtudes que iban a la postre a salvarla. Pero, a decir verdad, fuimos nosotros y nuestros aliados quienes lo escogimos para ello. Por eso muchos de nosotros, desde 1938, no volvimos ya nunca a pensar en ese país fraterno sin una vergüenza oculta. Y sentíamos vergüenza por partida doble. Porque, primero, lo dejamos morir solo. Y cuando, luego, nuestros hermanos, vencidos por las mismas armas que iban a aplastarnos, acudieron a nosotros, les pusimos gendarmes para vigilarlos a distancia. Esos a quienes llamábamos entonces «nuestros gobernantes» se habían inventado nombres para esa claudicación. La llamaban, según los días, o «intervención» o «realismo político». ¿Qué peso podía tener ante términos tan imperiosos esta pobre palabra: «honor»?
Pero ese pueblo, que halla con tanta naturalidad el lenguaje de la grandeza, cuando apenas si está despertando de seis años de silencio en la miseria y la opresión, se dirige ya a nosotros para librarnos de nuestra vergüenza. Como si hubiera entendido que a partir de ahora era a él a quien le correspondía tendernos la mano, aquí está, volcado por entero en su generosidad, sin que le cueste trabajo alguno dar con lo que había que decir.
Ayer, en la radio de Londres, sus representantes dijeron que el pueblo francés y el pueblo español tenían en común los mismos padecimientos, que a unos republicanos franceses los habían golpeado unos falangistas españoles lo mismo que les habían hecho a los republicanos españoles unos fascistas franceses, y que, unidos en ese mismo dolor, estos dos países tenían que estarlo mañana en las alegrías de la libertad.
¿Quién de nosotros podría quedarse insensible ante eso? Y, ¿cómo no íbamos a decir aquí, tan alto como sea posible, que no debemos caer en los mismos errores y que tenemos que reconocer a nuestros hermanos y que les toca a ellos que los liberemos? España ya ha pagado el precio de la libertad. Nadie puede dudar de que ese pueblo indomable está dispuesto a volver a empezar. Pero les corresponde a los Aliados ahorrarle esa sangre de la que es tan pródigo, y que Europa debería estar tan poco dispuesta a despilfarrar, dándoles a nuestros camaradas españoles la República por la que tanto combatieron.
Ese pueblo tiene derecho a la palabra. Que se la den solo un minuto y no tendrá sino una única voz para gritar su desprecio por el régimen franquista y su pasión por la libertad. Si el honor y la fidelidad, si la desdicha y la nobleza de un gran pueblo son las razones de nuestra lucha, reconozcamos que esta llega más allá de nuestras fronteras y que nunca habrá triunfado entre nosotros mientras la pisoteen en la doliente España

Al principio, con la energía que requería la situación, se muestra rotundo en sus apreciaciones con frases como «necesitamos hombres y valor», «no necesitamos una ética de confitero, necesitamos alma», «nos somos hombres que odien, pero no nos queda más remedio que ser hombres justos» o «no es el odio lo que hablará mañana, sino la Justicia en persona, basada en la memoria». Unas sentencias, intercaladas en estos textos, que muestran cuál es su prioridad en ese momento. Pero si durante la ocupación defendía una implicación absoluta, en los meses y semanas posteriores a la liberación, acometería temas de una mayor dificultad moral, como demuestra el juicio sobre los colaboracionistas. Un asunto que se aprecia en los artículos que dedicó a Louis Renault, cuyas fábricas y su producción estuvieron al servicio del ejército alemán. Para él es inmediato la necesidad de un juicio y una sentencia. Este capítulo de la historia separaría a aquellos hombres que durante la contienda habían permanecido unidos. Las disensiones y los distintos puntos de vista sobre algo tan apremiante como castigar a los que habían prestado ayuda a los invasores, los dividiría. Mientras, algunos, como Camus, reclamaban Justicia, sin revanchismo y con proporcionalidad, pero con Justicia, otros como Mauriac apelaban a una mayor clemencia, mientras algunos como Sartre no se arrugaban ante la posibilidad de condenar a un hombre a la muerte. «Cada vez que, en el tema de la depuración, he habado de Justicia, el señor Mauriac ha hablado de caridad». Apunta en un artículo de enero de 1945. «La caridad no pinta nada aquí», puntualiza Camus unas líneas más abajo y, antes de que si adversario pueda mencionar la palabra «perdón», Camus se adelanta y asegura: «Solo querría decirle (a Mauriac) que veo dos caminos de muerte para nuestro país. Esos dos caminos son el del odio y el perdón. Me parecen tan desastrosos uno como otro. No gusto en absoluto del odio (…). Pero el perdón no me parece más adecuado y, ahora mismo, tendría aires de insulto». Esta cuestión, una de las más delicadas y conocidas de la inmediata posguerra en Francia, y que pondrían en primer plano de la discusión a nombres como Robert Brasillach, terminaría llevando a Camus a posicionarse contra la pena máxima, pedir clemencia para que no se ejecute a Lucien Rebatet, y a distanciarse del que después sería un amigo: Sartre.

Pero en estas páginas, traspasadas por el latido de una época repleta de acontecimientos, asoman una serie de preocupaciones sobre las que Camus irá incidiendo. Uno de ellos es la democracia que hay que reconstruir, lo que le llevará a internarse por importantes conceptos como la libertad, la revolución, la rebelión, el socialismo y el comunismo y afirmar una frase hoy muy difundida: «Llegan tiempos en que la ética vuelva a ocupar un lugar en la política». Camus defiende en los inicios una «democracia popular y obrera» que asegure la libertad del pueblo, pero sin maximalismos, una equidistancia donde queda reflejado que no era amigo de «el fin justifica los medios».

Hay una frase que resume su paulatino posicionamiento: «La Justicia para todos es el sometimiento de la personalidad al bien común». Una máxima que marca una separación respecto de aquello que han encontrado en el comunismo una ideología para el futuro. También se aleja de posicionamientos autoritarios o totalitaristas cuando asegura que «rebelión no es revolución» y renuncia a esas grandes utopías que, para alcanzar un bien común, exigen el sometimiento y la renuncia a la libertad del hombre.

Ni víctimas ni verdugos

También entre estas páginas se han incluido las reflexiones que aunó bajo el nombre de «Ni víctimas ni verdugos», que tanto le costaron concretar, como ponen de manifiesto sus manuscritos. Parte de la paradoja de una ciencia en cuyo desarrollo ha alcanzado una cota donde es capaz de destruir al hombre y la Tierra (la bomba atómica). En estos artículos, deudores de las conversaciones que había sostenido a lo largo de sus años con Koestler, Maulraux y Sperber, plantea su total desacuerdo contra aquellos que intentan legitimar el asesinato en aras de una idea. «Hemos visto mentir, envilecer, matar, deportar, torturar, y, en todas las ocasiones no era posible convencer a quienes lo hacían de que no lo hicieran, porque estaban seguros de sí mismos y porque no se puede persuadir a una abstracción, es decir, al representante de una ideología». Estas proposiciones las desarrollaría en «El hombre rebelde», ese libro, como refleja en una entrada de sus «Carnés», en el que quiso «decir la verdad sin dejar de ser generoso». Esta obra sería el desencadenante de la ruptura con su amigo Jean-Paul Sartre. Éste último publicaría en «Les Temps Modernes» una furibunda crítica que no quedaría impune y que obligó a Camus a dar puntual contestación. Su enfrentamiento se convirtió en un espectáculo.

Pero en estas páginas de «Combat» también es posible reparar en una deriva que lo empuja a inclinarse por unos horizontes más sencillos y modestos. Él, que llega a la conclusión de que el hombre solo puede mejorar de una manera gradual y no catapultado por ningún acontecimiento determinante de la Historia, aboga por el proyecto de una «democracia internacional» donde «la ley está por encima de los gobernantes». Argumenta que «la suerte de los hombres no quedará resuelta hasta la paz» y por este motivo enuncia que «una crisis que desgarra al mundo entero debe solucionarse a escala internacional». Una apuesta donde las dificultades internas de los países serían asuntos que se deberían atajarse por medios urgentes y organizativos, pero que siempre serían menores o de segunda escala en relación a los grandes problemas internacionales que se le plantea a la humanidad.

Durante esta relación de artículos, publicados en la clandestinidad o la presión de los sucesos que traían los días, le resultó casi obligado reflexionar sobre el papel que debe jugar la Prensa dentro de la democracia. «Un país vale con frecuencia lo que vale su prensa», afirma en «Combat». «La prensa -insiste- es la voz de una nación». Su idea de un periodista es la de «un historiador en marcha», alguien que necesita descubrir la verdad que se esconde detrás de la realidad para brindársela a los lectores. El problema es que la verdad, como él mismo reconoce, es elusiva y difícil de aprehender y, para conseguir revelar su rostro se requiere objetividad y valentía para ser honestos. Se necesita, por tanto, de cierta valentía moral y una clara independencia. Por eso, insiste, deben existir «medidas políticas que garanticen la independencia» de opinión de los diarios. Un sueño, como otros por los que apostó, que todavía está muy lejos.