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¿Vivir para trabajar o trabajar para vivir?

James Suzman aborda la historia del trabajo, un tema clave en nuestra sociedad, marcada por el paro, la robotización, la precariedad laboral y, ahora, por ejercerlo desde casa
La Razón

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La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 afirma en su artículo 23 que «toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo». Por esto resulta más llamativo el caso de la reportera Miwa Sado que el antropólogo James Suzman recoge en «Trabajo». Su fallecimiento se produjo el 24 de julio de 2013 como consecuencia de un infarto, pero los médicos determinaron que la causa principal de su muerte fue «exceso de trabajo». Un informe dejó constancia de que el mes anterior había hecho 159 horas extra: «El equivalente a trabajar dos turnos completos de ocho horas cada día laborable durante un periodo de cuatro semanas».
John Maynard Keynes ya avanzó en 1930 que, a principios de este siglo, debido a los avances en productividad, tecnología y economía, habríamos alcanzado una ideal «tierra prometida»: las necesidades estarían cubiertas y las personas apenas tendrían que dedicar quince horas a la semana a un empleo. Pero, como recuerda Suzman, en «las economías urbanas e industrializadas» para «muchas personas el límite entre la vida profesional y privada casi ha desaparecido».
Uno de los mayores problemas que existe en el horizonte es el desafío que plantea el trabajo. Durante la Revolución Industrial, los empleados dedicaban catorce horas diarias a las fábricas por un sueldo que no alcanzaba para cubrir la subsistencia. Una situación que dejó una fuerte impronta en la literatura, desde Dickens hasta «Germinal» de Zola. Y, de alguna manera, muchos están regresando a eso. El aumento de las desigualdades en las sociedades avanzadas debido a la última crisis económica, la pandemia, la irrupción de las nuevas tecnologías y la modernización industrial abre un horizonte donde existen más interrogantes que soluciones. Una de las amenazas es la robotización, que reducirá de manera drástica la oferta del mercado laboral. En Europa ya se piensa en el impacto que tendrá y se busca una salida para compensar el paro que va a generar. Algunos han dibujado un panorama desalentador con un alto índice de desocupados (En España, a día de hoy, hay cuatro millones y un 40 por cierto de los jóvenes de menos de 25 años no tienen ocupación) y muchos de los que trabajan viven asfixiados por jornadas cada vez más maratonianas (es la esclavitud que Dubravka Ugrešic denunciaba en este diario). Un panorama que ya permea filmes como «Ready Player One», de Spieberg; «Snowpiercer», del oscarizado Bon Joon-Ho, y «Elysium», de Neill Blomkamp.
Una moda nueva
Asimismo, la Covid generalizó el teletrabajo, que se ha podido desarrollar debido a las herramientas tecnológicas. El problema es que su implantación trajo sorpresas inesperadas. Los horarios, en numerosos casos, se han duplicado. Suzman, cuenta cómo la tendencia en Occidente era aumentar la duración de la jornada laboral. Desde distintos sectores del poder en todo el mundo se afirmaba que trabajar doce horas era «cool», denota compromiso y delinea a un profesional. Incluso se tentó la posibilidad de que la gente renunciase a las vacaciones.
Pero esta idea, además de ser equivocada, funde uno de los pilares del Estado de Bienestar: la conjugación de la vida privada y laboral. Dicha mentalidad, que afecta por igual a personas de derechas y de izquierdas, plantea el dilema de que la población no puede conciliar, se tienen menos hijos, los sueldos son más bajos, la demografía desciende, la población envejece y se requieren emigrantes para trabajos.
Nuestros listos antepasados
Toni MONTESINOS
★★★★☆
A tenor de la información que nos llega desde Cambridge de James Suzman, estamos ante un autor sorprendente: no solo por ser un antropólogo especializado en pueblos del sur de África, sino, sobre todo, porque es director de un grupo de expertos que aplica métodos antropológicos para resolver problemas sociales y económicos contemporáneos. Y a ese espíritu innovador, de usar el conocimiento de la historia en mayúsculas para hacer más fácil nuestra vida en minúsculas actual, responde este gran libro (traducción de Ramón Gómez y Marta Valdivieso). En él nos ubica en la cuarta revolución industrial que estamos viviendo –tras la del carbón, la de la electricidad y la del microprocesador electrónico–, «nacida de la unión de varias nuevas tecnologías digitales, biológicas y físicas, y nos dicen que será exponencialmente más transformativa que sus predecesoras». Frente a este panorama, en que una realidad latente es la irrupción de los robots, Suzman presenta cómo estamos genéticamente programados para trabajar, pues no en balde nuestra especie, asegura, «ha estado determinada por una convergencia única de resolución, inteligencia y laboriosidad que nos ha permitido construir sociedades». Pero, ¿y si no tuviera que ser tan determinante estar empleado para subsistir?, se pregunta el ensayista, que nos recuerda que, en comparación con nuestro talante moderno (anhelar cosas y disponer de medios limitados), los antiguos cazadores-recolectores tenían unos deseos materiales que podían satisfacerse con pocas horas de esfuerzo. Los ejemplos son interesantes y nos plantean si vivimos para trabajar o trabajamos para vivir. Así surgen tribus que rara vez lo hacían más de quince horas a la semana y dedicaban gran parte de su tiempo al ocio. El caso más convincente sería el de Thoreau, en el siglo XIX, de modo que no es imposible cambiar el acumular riqueza o ganar estatus por una existencia volcada en satisfacer lo indispensable y evitar la eterna preocupación por el crecimiento económico.

▲ Lo mejor

El modo en que el autor rompe nuestras ideas preconcebidas sobre lo que significa el tema que le ocupa

▼ Lo peor

Tal vez podría haber alargado más la conclusión previendo cómo será trabajar el resto del siglo