Un libro en el recuerdo
Creada:
Última actualización:
Hace unos diez años tuve que afrontar una de las tareas más abrumadoras que pueden caerle encima a una persona cuando ha dejado de tener la resistencia y la energía de la juventud: trasladarse a otra ciudad y organizar una mudanza. En toda mudanza hay dos clases de objetos conflictivos: los que peligran por su fragilidad, y los peligrosos por su volumen y su peso, entre éstos, los libros. Con todo, la pesadilla de reordenar una biblioteca suele tener una compensación: reaparecen algunos libros que creíamos perdidos, robados por algún pillo, incluidos por error en una donación. Eso me ocurrió cuando me encontré entre las manos, en 2012, un ejemplar de la primera edición de «Las adivinaciones» de Caballero Bonald, con su fecha de adquisición, 3 de mayo de 1965. Una fecha que corresponde a mis años de formación, cuando estaba construyéndome una poética: en 1965 compré en Barcelona, aún clandestinamente, la última edición de «La realidad y el deseo», de Luis Cernuda, y en 1964 había comprado en Madrid «Antiguo muchacho», de Pablo García Baena.
Hace años, no recuerdo en qué circunstancias, contesté a una encuesta acerca de lo que para mí había significado Caballero Bonald. Además del cariño y la relación cordial a lo largo de los años, respondí que ese ejemplar de la primera edición (1952) de «Las adivinaciones» lleva al verso de la portada la siguiente indicación impresa: «Ejemplar núm. 3». La «Justificación de la tirada» da cuenta de que, además de los 600 ejemplares de la edición normal, se hicieron 50 (numerados en números romanos) para los suscriptores de honor, y 70 para los de lujo. Tengo, pues, si no me equivoco, el tercero de los de lujo, vendidos solo por suscripción, así que lo compré en una librería anticuaria, lo que quiere decir que en aquel momento me importaba su autor.
En algunas de las páginas de ese ejemplar vienen marcados determinados versos que debí de considerar dignos de ser meditados y recordados. Sobre todo los excelentes poemas de amor, como «La amada indecible», o bien otros en la veta de irracionalismo visionario por el que la poesía de Caballero Bonald ha transitado tantas veces. Cuando parecía estar utilizando tópicos del existencialismo característico de aquel momento sabía darles un giro que los llevaba a trascender su horizonte habitual: podía dolerse del sufrimiento que causa la percepción de la belleza, y su dios parecía tener alguna proximidad al de Juan Ramón Jiménez. Uno de los poemas de «Las adivinaciones» dice que entre las miserias de la condición humana se encuentra la inclinación a la belleza: «Déjame lo pequeño, lo brevemente hermoso, una lucha feliz por lo pequeño amado». Citaré uno más: «Aquello que el hombre más quisiera saber / responde siempre mudo dentro de su belleza».
Con la prisa debida a la desgraciada circunstancia que motiva estas líneas, he querido evocar mi grata sorpresa juvenil ante aquel primer libro de Pepe Caballero, tras el cual mi simpatía y mi proximidad hacia él no dejaron de crecer, hasta el desconcierto y la tristeza de hoy.