Juicios en la ópera (II), del romanticismo a hoy
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Hemos empezado a ver cómo la lírica ha tratado juicios, sentencias y ejecuciones desde sus inicios al belcantismo. Continuamos hoy con el romanticismo. En «El cazador furtivo» (1821), Carlo Maria von Weber acudiría también a una condena del poder supremo en la persona de Max, pero también al perdón ante las súplicas del Eremita, quien personificaría la voz de la religión. Ese mismo año Verdi presentaría en «I due Foscari» dos juicios sucesivos por traición a Jacopo y la desesperación de su padre, quien por ser el «doge» de Venecia posee la posibilidad de indulto. En «Simon Boccanegra» (1857) será el Consejo quien se ocupe de juzgar el rapto de Amelia, el homicidio que comete Gabriel Adorno para libertarla y quien castigue al traidor Paolo con la pena máxima.
En la obra de Giuseppe Verdi existen muestras muy variadas del tema que nos ocupa. Una de las más brillantes tiene lugar en «Aida» (1871) cuando Amneris, en su gran escena, escucha cómo los sacerdotes juzgan por traición a Radamés y cómo éste se niega a contestar a la acusación. Tampoco puede olvidarse el acto de la coronación de «Juana de Arco» (1845), momento en el que la doncella es acusada de bruja para ser más tarde juzgada y declarada culpable ante la impotencia del rey Carlos. Lustros más tarde volvería a ocuparse del mismo tema Arthur Honegger y en su «Juana de Arco en la hoguera» (1938) propondrá uno de los juicios más curiosos de cuantos se han escenificado. Un juicio que en muchos encontraría hoy admiradores, puesto que los jueces son representados por asnos, ovejas y cerdos. En Francia, con repercusiones en Italia, ha de considerarse también el juicio a Manon en la obra de Massenet (1884) y su más claro tratamiento en la «Manon Lescaut» de Puccini (1893), con la condena al exilio en el nuevo Mundo en uno de cuyos desiertos fallece exhausta.
Richard Wagner tampoco permaneció ajeno al tema. En su «Tannhäuser» (1845) asistimos al juicio de los caballeros sobre un asunto menos grave, quien de ellos es capaz de entonar un mejor canto al amor. Será el canto que condene al protagonista por su alabanza al amor perverso de Venus, por el que pierda a Elisabeth y el que le obligue, como castigo, al peregrinaje. En «Los Maestros Cantores» (1868) volvemos a encontrar un concurso de canto. Aquí se trata de ganarse el ingreso en la cofradía de los maestros, quienes son los jueces. Walter es juzgado por dos veces, en la primera rechazado y en la segunda admitido con la mano de Eva como premio adicional.
En Rusia podemos hallar otra escena, de la pluma de Mussorgsky, en «Boris Godunov»(1874). La Duma se reúne para deliberar sobre las alucinaciones del zar y para juzgar al falso Dimitri, el pretendiente al trono que ocupa Boris. Dentro de los juicios políticos ha de recordarse también el de Umberto Giordano en «Andrea Chenier» (1896). El consejo parisino de la revolución juzga y condena a la guillotina al poeta Chenier, que se encaminará a ella junto con su amada Magdalena. Otro tribunal del mismo género es el que presenta Pietro Mascagni en «Il piccolo Marat» (1921). Más cercano a España se sentirá Luigi Dallapiccola en «El priggionero» (1950). Aquí será la Inquisición quien examine y castigue a morir en las llamas al protagonista prisionero. Muy significativo resulta también la ópera de Gottfried van Einem «El proceso» (1953), basada en un texto de Kafka. Benjamin Britten había estrenado ocho años antes «Peter Grimes», ópera en la que es el pueblo quien se convierte en acusador y juez de Grimes, ante la muerte del aprendiz del pescador. La sentencia será absolutoria pero la posterior desaparición de otro aprendiz cambiará los ánimos.
La ópera jurídica por excelencia y totalmente desconocida hoy es «Trial by jury» del compositor inglés Arthur Sullivan (1842-1900), que supone la parodia de un proceso y se desarrolla en la propia sala de juicios. Merece tratarse por separado junto con obras ajenas a la ópera, pero también relacionadas con el tema.