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Premios Goya 2022: el mal patrón del cine español

Rober SolsonaEuropa Press
La Razón

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Emulando a mi admirado Óscar Peyrou, si se observan los carteles de la mayor parte de las películas nominadas este año a los Goya principales, los de mejor película, mejor dirección y mejor guion, se aprecia rápidamente un patrón: prácticamente dos rostros o figuras, con predominio femenino, en primer plano, raramente alguna más, cuando no una sola de cuerpo entero, llenando todo el espacio de la imagen, tenga esta un diseño de cierta sofisticación (“Madres paralelas”, “El buen patrón”) o presente en la mayoría de los casos una diríase que voluntaria sobriedad, rayana en lo anodino: “La hija”, “Maixabel”, “Josefina”, “Libertad”, “La vida era eso”, “Tres”, “Ama”… Se libran, por los pelos, “Mediterráneo” y “Chavalas”. Se adivina aquí no sólo un patrón en la producción nacional, sino, sobre todo, en lo que la Academia de nuestro cine (bueno, del suyo) considera lo mejor y más granado de la misma. Y un año más, pero más quizá que nunca, se trata de un patrón tiránico, un patrón moral antes que cinematográfico, político antes que estético, artístico o comercial. Es decir: un mal patrón, cuyo mecenazgo ignora tanto las necesidades de los creadores que se salen de sus exigencias ideológicas como las de un público que finge que le importa el cine español, pero que si consume algo de su producción son, en realidad, series como “La casa de papel”, “30 monedas” o “Élite”, que le dan lo que la gran pantalla le niega.
Es cierto que pandemia y crisis económica han precipitado la bancarrota de un medio, el cine, que ya ha pasado a otro nivel de la competición. A corredor de fondo, pero de fondo de armario para un nuevo mundo donde lo cinematográfico, si está, está en otra parte. Pero si de lo que se trata es de darle la puntilla, de alejarlo por completo del público y, por cierto, de un buen sector de la crítica, los Goya lo están haciendo muy bien. No se premia el cine de verdad independiente, que lo hay (¿dónde están “El club del paro”, “Espíritu sagrado”, “Canto cósmico. Niño de Elche”?), se castigan los éxitos comerciales (“A todo tren, destino Asturias”, “Descarrilados”), que alguno hubo y merecido. Se ignoran cruelmente las películas de género, sea fantástico (“Todas las lunas”), sea thriller (“El sustituto”), condenándolas en el mejor de los casos a las nominaciones de consolación (“Las leyes de la frontera”, la “Libertad” de Urbizu).
En definitiva: todo aquello que no ponga por encima del bien y del mal su mensaje social, institucional y normativo, expresado en los términos formales más pobres y carentes de imaginación (¿hemos visto ya el Almodóvar menos interesante de toda su carrera? ¿Qué dirían un Berlanga, un Azcona, un Fernán Gómez, de una comedia que se pretende sátira como “El buen patrón”?), no existe para unos Goya que al afrancesado genio creador de “Los desastres de la guerra”, “La tauromaquia” o las fantásticas “pinturas negras”, por no hablar de la cosificadora “Maja desnuda”, hacen cada año menos justicia.
El cine español, a juzgar por los Goya, es capaz de sobresalir incluso en un panorama general donde, desde Hollywood hasta casi el último rincón de Europa, la mediocridad se está convirtiendo en principio rector del arte y la industria cinematográficos, constreñidos por una camisa de fuerza de didactismo, lecciones de moralidad y buenas costumbres que supera arteramente las peores imposiciones del realismo socialista stalinista, el nacionalcatolicismo franquista, los viejos fascismos o el victorianismo más puritano… A todos estos violentos totalitarismos se les podía oponer y se les oponía resistencia, desde dentro y desde fuera. Pero a este imperio de la bondad universal, que coincide con el agotamiento formal del propio cine, es difícil escapar, porque te condena automáticamente al ostracismo, a la invisibilidad, a la pérdida de identidad, por medio de la exclusión. Por eso, los Goya de este año son, sin duda, el peor patrón de las artes que podía encontrar un cine español que, por cierto, como la vida, no, no era eso.