“El retablillo de don Cristóbal”: la crudeza de los títeres de cachiporra ★★★★☆
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Obra: El retablillo de don Cristóbal. Autor: Federico García Lorca. Directora: Ana Zamora. Interpretación: Eduardo Mayo, Verónica Morejón e Isabel Zamora.
Teatro de La Abadía. Desde el 6 hasta el 24 de abril de 2022.
Ana Zamora, al frente de su compañía Nao d´amores, aparca momentáneamente el teatro pre-barroco, al que tanto y tan bien ha dedicado su actividad, para adentrarse, en esta ocasión, en el universo lorquiano menos explorado –quizá el único no explotado- hoy en día: el de los títeres. Cambia radicalmente, por tanto, de género, de época y de estilo con este Retablillo de don Cristóbal; pero no significa eso que se lo haya puesto más fácil a sí misma que otras veces. Más bien al contrario: parece que a la directora segoviana le gustan los retos imposibles; y la verdad es que solo ella es capaz de salir bien parada de ellos. Desde luego, no está al alcance de cualquiera montar esta obra como lo ha hecho. Sin renunciar a la metateatralidad de la pieza, e incluso potenciándola, dos únicos actores (Eduardo Mayo y Verónica Morejón) y una música (Isabel Zamoira), interpretan los distintos personajes que aparecen en la función, con y sin manipulación del títere de guante de acuerdo a las distintas situaciones que protagonizan. Por si fuera poco, Mayo usa la lengüeta tradicional titiritesca cuando incorpora a don Cristóbal; se trata de un pequeño elemento que se coloca en el paladar y que confiere a este personaje su aguda y particular voz. No puede uno sino quitarse el sombrero ante el complicadísimo y completísimo trabajo que hace el actor, no solo para manipular el títere con la destreza que demuestra –desconozco si tenía ya experiencia previa en este campo o ha tenido que aprenderlo ahora todo-, sino también para mantener la lengüeta en la boca haciendo uso de ella o no según convenga. Reconozco que pasé buena parte del espectáculo tratando de averiguar, como quien escudriña a un mago para ver si descubre alguno de sus trucos, cómo demonios lo hacía; cómo era capaz de pasar de un personaje a otro sin sacarse la dichosa lengüeta de la boca. Pero, más allá de esta cuestión formal, toda la función, tal cual ha sido concebida, supone una maravillosa lección de energía dramática, de juego puramente escénico. La sencillez del argumento, casi esquemático, es solo un mero pretexto para desplegar con extraordinario dinamismo un lenguaje vivo, sensorial, expresionista y grotesco que apela a las formas más primarias del entendimiento en el espectador. Uno ve desde su butaca con irresistible mezcla de gozo y repulsión al zafio don Cristóbal tratando de resolverlo todo a golpes; pero, además, el homenaje a este personaje clásico de nuestra tradición titiritesca está acompañado, como no podía ser de otra manera en los tiempos que corren, de otro homenaje paralelo, que es el que la compañía parece haber querido hacer también a la liberal y apaleada doña Rosita, que se nos muestra aquí más humanizada, y más tierna en cierto modo, de lo que cabría inferir a partir del texto de Lorca.
Lo mejor: La capacidad de la directora para levantar, a partir de un contenido mínimo y simple, una pura fiesta teatral.
Lo peor: El uso de la lengüeta hace imposible entender todo lo que dice don Cristóbal, si bien es cierto que este no es precisamente Segismundo expresándose.