El martirio de las obras de arte bajo las milicias republicanas
Jorge López Teulón describe en un volumen profusamente ilustrado la destrucción de arte religioso en 1936
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En la destrucción del patrimonio artístico y cultural parece que solo existió la Guerra Civil. Pero siempre se ha devastado el patrimonio. Dos ejemplos. La Guerra de la Independencia machacó la riqueza artística española, no solo con robos franceses e ingleses, sino también por ventas fraudulentas. Galdós no escribió «El equipaje del rey José» porque sí, aunque Wellington también hizo su expolio y su destrucción, como la fábrica de porcelanas del Retiro porque competía con la inglesa.
Otro ejemplo. Los cantonales de Sevilla pusieron el arsenal de pólvora en el Archivo de Indias, junto a la Catedral, en julio de 1873. Los cónsules pidieron que lo sacaran de allí porque había grandes riquezas culturales españolas y americanas. No lo hicieron, y cuando Pavía entró en la ciudad, los cantonales quisieron dinamitarlo sin éxito. ¿Se imaginan lo que hubiera ocurrido?
Pero sí, durante la Guerra Civil hubo mucha destrucción de patrimonio. Es célebre el caso del Palacio de Liria, de los duques de Alba, donde cayeron 18 bombas incendiarias el 17 de noviembre de 1936. El edificio, que se puede visitar, contenía numerosas obras de arte. Los milicianos del 5º regimiento rescataron de las llamas las pinturas, tapices, alfombras y enseres que pudieron. «Obras salvadas de la barbarie fascista por el Partido Comunista», decía el lema oficial. Luego se fueron con el Gobierno republicano a Valencia, y de ahí a Ginebra, donde estuvieron hasta 1949. Tan famoso como este episodio fue el de la destrucción del Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles, Madrid. El conjunto era custodiado por cinco jóvenes católicos. En los primeros días de la Guerra, unos milicianos asaltaron el lugar, mataron a los todos e intentaron derribar la estatua. Primero con un tractor, luego con unas mazas, y finalmente con dinamita.
Robos y profanaciones
No fue un hecho aislado porque muchos otros comunistas, anarquistas, socialistas y republicanos, haciendo gala de su anticlericalismo, llevaron a cabo lo que Vicente Cárcel Ortí ha llamado «el martirio de las obras de arte». Era un ataque y expolio sistemático de la catedral, palacio arzobispal, seminarios, conventos y parroquias. Lo que no se destruía, se robaba o profanaba, como cementerios y criptas. No había recato alguno, todo tipo de tablas, lienzos, tallas, esculturas, vasos sagrados, cruces procesionales y orfebrería. Las obras de arte las destruían, pero otras se robaban para venderlas en el mercado negro. Hablamos de pinturas de Goya, El Greco, Ribera, Vicente López o Juan de Juanes. La Guerra Civil, y es preciso reconocerlo sin partidismo alguno, supuso la pérdida más importante de la historia del patrimonio religioso en España. Nunca antes pasó nada igual.
Esto es lo que podemos encontrar en la obra «Inspirados por Satanás», de Jorge López Teulón. Es preciso indicar que el título procede de la biografía de San Manuel González en referencia a una serie de profanaciones ocurridas en 1935. El libro recoge la destrucción del patrimonio artístico de la Iglesia sobre todo durante la Guerra Civil, aunque también se aventura a señalar, con mucho detalle, lo que ocurrió desde 1931, con especial énfasis en la quema de iglesias de mayo de ese año y los acontecimientos de la revolución de 1934.
El autor, sacerdote, es un buen conocedor del tema. No en vano en 2002 fue nombrado Postulador de una Causa de más de 900 mártires de la persecución religiosa de 1936 a 1939 para la provincia eclesiástica de Toledo y la diócesis de Ávila. La obra sobrecoge porque recupera los actos anticlericales, simbólicos e ideológicos, cuyo objetivo era borrar la religión católica de España, dice el autor. Ilustra un buen número de profanaciones y ataques, como el martirio del Corazón de Jesús del Tibidado en Barcelona, el caso de La Macarena, salvada en un cajón en febrero de 1936. Es un caso parecido al de la Virgen de la Paloma, que era escondida por unos fieles. De no haber sido ocultadas, habrían acabado quizá fusiladas, como la Virgen de los Desamparados. También son de gran interés el episodio del Pilar de Zaragoza, que fue bombardeado el 3 de agosto de 1936, o el relato de los profanadores profesionales de tumbas. Todo esto se ilustra con una buena cantidad de fotos, estremecedoras muchas de ellas, procedentes del archivo de Pelayo Mas.
Violencia anarquista
El último capítulo, titulado «Entre burlas y befas», sirve para que el autor exponga y analice la serie de actos vejatorios que se cometieron a obras de arte y personas religiosas, y lo hace acompañar de un puñado de imágenes que ilustran bien el relato. Es conocido el espectáculo que proporcionaron los anarquistas de Barcelona sacando a las puertas de la iglesia de las salesas las momias de las monjas allí enterradas. Les ataron las manos y las filmaron el 19 de julio de 1936, un día después del inicio de la guerra. Algún historiador ha escrito que esos actos fueron una reacción al apoyo de la Iglesia al golpe de Franco, como si el anticlericalismo violento no tuviera una historia anterior. Suman a esto el factor de la espontaneidad revolucionaria, que siempre es una excusa socorrida de la izquierda, apuntando a la inocencia de la persona cuando está metida en la masa. Además, esos historiadores señalan la inacción del Gobierno como elemento que favoreció los excesos, la pillería y las profanaciones, como en mayo de 1931, cuando se permitió el incendio de iglesias.
Dichos historiadores dicen que no fueron ataques a obras de arte porque aquel pueblo era inculto y no conocía su valor. Veían solo imágenes religiosas. Las atacaban, dicen, porque las consideraban los símbolos del adversario social y político. Estos historiadores no solo confunden a los milicianos con el pueblo, como si fueran lo mismo, sino que se los tilda de inocentes por desconocimiento y se les justifica porque era su modo de atacar en la retaguardia a sus enemigos. Como argumento para blanquear aquello es preciso reconocer que no es muy sólido.
La verdad es que la Guerra Civil permitió poner en marcha una revolución en la retaguardia republicana. Era el momento de alumbrar una Sociedad Nueva y barrer todo lo que era un impedimento, entre otras cosas, la Iglesia. Esto llevó al ejercicio de una violencia extrema contra los supuestos representantes de la España «vieja» y todos sus símbolos. El anticlericalismo había sido alimentado por los antimonárquicos desde hacía décadas. Sobre la Iglesia, así, en general, con trazo grueso, recaía la culpa de los males endémicos de la sociedad española. El retraso respecto a Europa, la falta de libertad, la moralidad falsa, los privilegios y su alianza ideológica con los pilares de la España anterior eran tópicos que servían para atacar una institución y a personas indefensas.
A ello se unían estereotipos típicos de la propaganda de la época, que en buena medida han llegado hasta nuestros días, como la obscenidad, la ostentación, la ociosidad y la glotonería. Estos clichés se utilizaban para criminalizar socialmente a los miembros de la iglesia, fueran regulares o seglares, o justificaba todo tipo de represión. Paracuellos es un buen ejemplo, tanto como el «chorizo de monjas» en Barcelona, hecho con la carne de las religiosas dada a los cerdos.
En Madrid existió una Junta que preservó lo que pudo el patrimonio artístico-religioso. No pasó en otros lugares, como Valencia o Santander, donde el alcalde, con el nombre de «Piqueta» o «Cerveruca», puso en marcha un plan urbanístico, en plena guerra, de demolición de edificios religiosos. Frank Borkenau, en «El reñidero español», escribió que en agosto de 1936, antes de que la Iglesia se decantase por un bando, las de Barcelona, salvo la catedral, habían sido quemadas o destruidas. George Orwell, en su «Homenaje a Cataluña», cuenta que en diciembre de 1936 el interior de la mayoría de los templos había sido destruidos y sus imágenes y obras de arte rotas o quemadas.