El arte en Malí, o cómo ser pintor a 80 kilómetros de los combates
Dramane Diarra y Diakaridia Sangaré son dos jóvenes pintores malienses, comprometidos con su legado cultural y encaminados a convertirse en grandes pintores del continente africano
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Era una tarde de viernes en la capital. Pero no podría escribirse igual un encuentro con un artista español en su estudio de Madrid, que lo mismo con un artista maliense en Bamako. Y menos todavía si son dos artistas malienses en el encuentro. Si se describieran igual, al lector podrían escapársele la diferencia de los climas y el sentido de su arte se quedaría tullido. Hace falta recordar una humedad tan parecida a la tarraconense que desborda el ambiente, a no ser que corran birujis improvisados que desplazan brevemente las partículas de agua evaporada. Paladear la saliva con restos amargos del púrpura zumo de bissap. Afuera, aunque lejos y sin que se oiga, a no más de 80 kilómetros de donde estábamos hay tipos con ametralladoras pesadas KPV y lanzacohetes Tipo 63 que disparan a matar, lleva habiéndolos hace años. La terraza está donde conversamos vacía, menos por nosotros. Cruza el suelo un lagarto con la cabeza amarilla y el cuerpo negro y corriendo de una forma muy rara. Desaparece.
Son dos artistas. Dramane Diarra y Diakaridia Sangaré. El primero nació en 1997 y el segundo en 1998. Los dos están casados. Son guapos, jóvenes y tienen los ojos bellísimos. Nos presentamos, pedimos sendos zumos de jengibre y bissap y un botellín de Sprite para emborracharnos del azúcar que se vuelve empalagosa con la humedad de Bamako. Lo bueno de trabajar con musulmanes es que yo tampoco bebo. No nos conocíamos de nada y por lo pronto concordamos en que beber no es bueno, era un buen tema para romper el hielo porque ninguno iba a rechistarlo.
Y fíjese que Sangaré tomó entonces la palabra para hablarme de los motivos de su obra: son latas de refrescos cortadas en tiras e hiladas como tejidos de una manera que crean figuras borrosas que recuerdan a su niñez, su adolescencia, la tierna juventud que todavía pulula por sus hombros. Figuras borrosas, que es como vemos nuestros primeros recuerdos. Éstas imágenes que critica son las del sexo, las drogas y alcohol, la decadencia, los problemas que según él “persiguen a la juventud maliense” (que, en un país con una media de edad de 16 años, la juventud es básicamente su población). Lo dice genuinamente preocupado.
Para él no se trata únicamente de un tema hilado con su religión, sino una cuestión de valores, una forma de expresar su mensaje moral, una manera de dar sentido a su arte y a su vida en definitiva. Cuando escuchó que los artistas europeos tienen fama de hacer precisamente lo contrario, de beber y de fumarse un porro o algo más elevado, tanto él como Dramane echaron a reír y contestan que en Malí las cosas no funcionan así. Aquí el 94% de la población es musulmana y dígame usted qué hombre o mujer de provecho aplaudiría a un yonqui creativo, teniendo barbaridades repletas de fantástica sobriedad como las que sugieren Dramane Diarra y Diakaridia Sangaré. Que no beben ni fuman ni pretenden vivir del cuento. Dramane tenía un manchurrón de pintura blanca en la parte interior de la muñeca. Saltaba a la vista. Me picó un mosquito. A continuación, Dradame cogió carrerilla y matiza sobre la importancia de comprender que cada país es diferente (”sí, incluso dentro de África”) y que la pintura que ejercitaban, aunque contemporánea e influenciada por Dalí y Picasso, bebía igualmente de las bases culturales que sus ancestros tallaron durante siglos.
Incidió en la importancia del trasfondo étnico: “no sería lo mismo una obra con bases de tradición peul que otra con inspiración en la etnia bambara, porque existen matices en sus diferentes culturas que quedan reflejadas en la obra. Eso no ocurre tanto en otros países, como Senegal”.
En ese momento comenzamos a conversar (Dramane avanzó la mano y se sirvió un poco del Sprite de su compañero) sobre la importancia de diferenciar los estilos de arte en cada país africano, porque no sería lo mismo un pintor ghanés que una pintora chadiana, ni por asomo. Comentamos el esfuerzo permanente del artista africano para romper el techo salado que aúna cincuenta y tres países bajo una única bandera de tragedias, muerte y miedo, un continente repartido en añicos, machacado, convertido en un único grito de dolor. Y lo dijo Dradame, convencido de su opinión: “se dicen tantas cosas en la televisión sobre el yihadismo y la inmigración, que el resto de nuestro continente se queda enterrado debajo de todo eso”. Cuando le contesté que lo malo siempre es más urgente y que los periodistas no solemos tener el tiempo ni el dinero para hablar del color, sino de los que siegan vidas, Sangaré murmuró con una admirable humildad que su mensaje pretende precisamente frenar todo eso. Sabía que, si muchos de los miran de reojo estuvieran a costumbrados a ver las obras de sus maestros en el Reina Sofía, quizás cambiaría la imagen tóxica que se mantiene sobre el africano.
Es un techo de sal que aprisiona al artista africano, uno de sal y otro de arena, porque el subsahariano siempre lo ha tenido peor que el magrebí. Me picó otro mosquito, esta vez en el brazo. Sucedieron unos segundos de silencio reflexivo que el mosquito aprovechó para escapar.
Dradame regresó al tema anterior porque le parecía importantísimo: “el arte senegalés y el maliense no pueden ser iguales, esto es muy importante”. Lo dijo como si yo fuera un buzón donde pudiera depositar notitas para mis lectores. Se refería a que en Senegal no han sufrido golpes de Estado desde su independencia, que es uno de los países más pacíficos de la región, mientras que en Malí han sucedido seis golpes de Estado y un conflicto en el norte que lleva diez años tronando. Mediante este ejemplo, quisieron dejar claro que merece la pena distinguir entre el formidable batiburrillo de países, etnias, tribus y religiones que inspiran la cascada creativa de su continente, y por añadido el afluente de su país. Tenía toda la razón y yo me limito a exponerlo ahora.
Cuando termió de hacerse de noche, comenzaron a cantan unos pocos grillos afinándose las patas. El ambiente refrescaba, volviendo la conversación más ligera. No quedaba nada de beber y ni nos hacía ninguna falta. El primo del lagarto de antes trepaba por una pared, hizo una pausa y desapareció sin más tras doblar la esquina.
En referencia a la influencia del arte contemporáneo en el continente, como si el arte contemporáneo fuera un invento de Occidente difícil de arraigar en unos salvajes, también hablamos sobre cómo Picasso se inspiró en enorme medida en el arte africano (especialmente en las máscaras) para crear su inconfundible iconografía de milagros, y que Picasso está considerado como uno de los padres del arte contemporáneo, por lo que puede decirse que el arte contemporáneo ha bebido directamente de África.
Esto servirá para dar la vuelta a la tortilla sin temor a que nos quememos. Pero, cuidado, Dradame me recuerdó que “Picasso tuvo que simplificar el arte africano para poder inyectarlo en la sociedad europea” mientras que ellos también beben de Picasso pero añadiendo un conocimiento de sus ancestros y de su sangre que nunca pudo poseer el malagueño. Sin ánimo de ofender al maestro. Esta parte de la conversación fue sumamente interesante. Imaginamos los tres juntos esta paradoja, un eterno retorno entre los dos jóvenes malienses y Picasso, borrachos de azúcar definitivamente y puestos de veneno de mosquito.
Dradame solo se lamentaba de una cosa, en la que concordó con Sangaré, y es que “la tradición oral de nuestro continente vuelve muy difícil el estudio de nuestra cultura para los de fuera. Los europeos tenéis miles de libros donde se habla de Van Gogh y de Voltaire, pero nosotros solo sabemos lo que llegó de nuestros antepasados, cada tribu con sus propios matices. Yo tengo que preguntarle a mi madre o a mis tías cuando tú lo consultas en un libro, es así”. En su caso, significa que la distancia entre lo que comprenden el espectador y el propio artista de la obra se acentúa todavía más que en Europa. Vamos a ver si, poco a poco, esta dolorosa distancia comienza a recortarse.