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Arturo Pérez-Reverte: «Yo nunca quise ser novelista»

El autor, que publica «Revolución» y reconoce que «si fuera joven, volvería otra vez a la guerra», participa en la Feria del Libro de Fráncfort

El escritor Arturo Pérez-Reverte, durante la presentación de "Revolución"
El escritor Arturo Pérez-Reverte, durante la presentación de "Revolución"Alberto R. RoldánLa Razón

«Mi primera guerra de verdad fue en el verano de 1974, tenía 22 años y fue en Chipre. Antes había estado en el sur del Líbano, durante los bombardeos de Israel, pero eso no era guerra, solo eran bombardeos».

Arturo Pérez-Reverte, pantalón beige, zapatos marrones, camisa azul, está sentado en un sofá. Él es uno de los escritores invitados a la Feria del Libro de Fráncfort, donde participará en un coloquio y recuerda con una sonrisa, sin que le tiemble la voz, pero con mirada lejana, el impacto y las sensaciones que le dejó aquel inicial bautismo de fuego: la noche, las curvas, los ángulos buenos o malos, las rectas de las trazadoras y de las bombas. Pero, sobre todo, subraya el descubrimiento de «cómo el ser humano estaba sometido a esas reglas geométricas que gobiernan el cosmos y que también destruyen a las personas. El ser humano no es dueño de sí mismo. Es un elemento sometido a esas fuerzas que no puede controlar. Conocer esas reglas no solucionan el problema, pero sí te ayudan a comprenderlo. Hace que uno asuma la muerte y el horror con mayor serenidad y no con el estupor y el desconcierto del que no conoce el origen de las cosas. Al principio lo intuí, luego lo fui razonando».

¿Cómo cambió la guerra sus principios?

Tenía una idea de la guerra épica, como cualquier niño de esa época que viera películas o leyera tebeos. La guerra era casi un lugar romántico, repleto de heroísmo, pero ahí me di cuenta de que es sucia, huele mal y que tú mismo podías ser parte de la carne que se pudría al sol rodeada de moscas. El zumbido de moscas sobre los cadáveres te quita cualquier idea romántica que puedas tener de la guerra. A mí se me quitó pronto. Cuando empecé a trabajar no tenía una imagen de ella que fuera gloriosa o épica. La guerra es muy desagradable. Nunca me gustó. Lo que me interesó fueron las situaciones que se dan en ella.

El escritor, que acaba de publicar «Revolución» (Alfaguara), intercala una breve pausa antes de continuar y señalar un factor complementario: «En la guerra existe la transgresión. En ella puedes hacer cosas que no haces en la vida normal. Puedes entrar y saquear un comercio, romper una puerta y dormir en una casa que no es la tuya, hacer un puente a un coche y sacar gasolina de otro, puedes sobornar, puedes hacer esa clase de cosas que la guerra hace posible...».

¿Hubo libros que no volvió a leer tras estas experiencias?

Hay libros que ya no lees igual. Si lees un tebeo como «Hazañas bélicas» con 10 o 12 años, o lees «El talismán», de Walter Scott, con 11 años, o «La isla del tesoro», con 9 o 10, no es lo mismo que de mayor. Antes ves la cruzada, las batallas de la Guerra Mundial, pero luego tienes ya la mirada trabajada por la vida, tienes experiencia y ves el horror. Te das cuenta de que los piratas son una panda de asesinos, en la guerra la gente muere y que las cruzadas fueron una barbaridad histórica, llenas de aspectos negativos y que los cruzados también saquearon, violaron y mataron. Ves el otro lado de la moneda. Esto te da humildad porque comprendes que el mismo hecho en dos momentos distintos de la vida tienen significados diferentes. Eso hace que seas prudente porque toda mirada es subjetiva, no hay una verdad, porque lo que es verdad para ti a los veinte años, no lo es a los sesenta. Es una lección de vida. Eso te hace prudente y despreciar a aquellos que creen tener la verdad absoluta.

¿La guerra influyó de alguna manera en su escritura?

No miraba hacia la literatura. Cuando me voy a la guerra, la literatura no existía para mí. Yo era un lector de libros. La literatura como palabra no existía entonces para mí. Yo veo películas, leo libros y cuando me hago mayor me voy para intentar vivir todas esas cosas. Ese es el impulso original. Pero no hay literatura entonces; la literatura es después, a la vuelta, digamos, de la isla de los piratas, con la mochila llena de recuerdos y entonces los saco. En ese momento interviene la literatura, pero la palabra literatura no la menciono hasta los 40 años. No me interesaba. No era una persona literaria ni hablaba de literatura. La estudié, como latín y griego, pero no era una palabra importante para mí. Eran importantes los libros, no la literatura. Ésta, como medio profesional serio, viene después. Yo nunca pensé en la literatura.

«El húsar» ya tiene parte de sus experiencias.

Era muy intuitiva, fresca, porque no pensaba en ser escritor, porque en realidad nunca tuve la intención de ser escritor. Me hago escritor con «La tabla de Flandes», hasta entonces soy un aficionado, escribo porque me siento bien y me desahogo... Cuento cosas, era como leer una novela que te estás inventando. No hay un acto literario. El «El húsar» y «El maestro de esgrima» no son novelas que aparecen bajo un prisma literario. Es un lector quien las escribe. El artefacto literario aparece en mi vida por primera vez con «La tabla de Flandes». Ahí me hago un escritor profesional. Y cuando publico este libro lo hago sin experiencia alguna, porque «El maestro de esgrima» y «El húsar» tuvieron una vida discreta. «El maestro de esgrima» tuvo una columna en el «Ya» y «El húsar», otra en «Quimera». Fíjate. De hecho, entrego «La tabla de Flandes» y después me voy a la Guerra del Golfo. A mi regreso descubro que era un “best seller” y que la habían vendido en todas partes... Eso cambia mi vida. Incluso esa novela la escribo sin la intención de convertirme en novelista. Es este éxito y el de «El club Dumas», el que me hace plantearme que ahí existía una salida honorable.

¿Es lo que hace que se aparte de la guerra?

Sí, pero no es así. Me dio la posibilidad de apartarme. Me doy cuenta de que cuando esté cansado de los conflictos, tengo ahí una salida, porque, de otra manera, no lo hubiera podido hacer, porque tenía una familia, tenía que tener unos recursos económicos... pero el éxito de esta novela me hace plantearme que ahí existe una oportunidad para dejarlo. Cuando en el año 1994 veo que ya no me gusta lo que está viniendo y «El club Dumas» me ha dado la solidez económica para irme, es cuando doy el salto.

¿Estaba cansado ya?

Escribo «Territorio comanche» y me voy. Este es un libro de cansancio. Ya había aprendido lo que quería aprender. Habían sido veinte años y después no me gustaba cómo iban a ser cubiertas las contiendas en el futuro, algo que intuí en el conflicto del Golfo y los Balcanes. Me di cuenta de que su cobertura ya no iba a ser como antes y esa manera de trabajar en la guerra no me convencía. No lo veía, estaba mayor y decidí navegar y escribir.

Llegó a la escritura por el éxito.

Nunca quise ser novelista. Me dije, un día me jubilaré como reportero. Me pregunté, ¿qué podía hacer? Pues como Hemingway, haré novelas. Por eso probé con «El húsar». Paradójicamente, y esto que voy a decir es muy triste, soy consciente, hay gente que lucha toda la vida por abrirse camino en la literatura, siendo esta su vocación, y no lo logra, y yo que no lo pretendía, lo encontré. Son los azares de la vida... Yo no soy novelista hasta principios de los noventa. Es donde empiezo a ver que, si con esto vivo bien, voy a tomarlo de una manera seria y profesional. No me limito a escribir. Intento conocer el mercado editorial. Iba a las librerías, miraba, preguntaba por qué un libro se vendía y otro no, estudiaba las portadas, al viajar al extranjero reparaba en las portadas, por qué se vende un título y otro no... examiné los mecanismos del mundo editorial y de las librerías, porque formaba parte de este trabajo. Abordo la literatura como un trabajo, que es lo que hace que mi acercamiento a ella sea muy poco sentimental. He sido muy frío en esto al plantearlo como un trabajo. De hecho, yo con mis amigos no hablo de literatura.

Pero hay cierta emoción en sus libros. Escribió un artículo en el que cuenta cómo recoge un libro de la Biblioteca de Sarajevo. Usted lo introduce en Alatriste.

Yo no cuento mi biografía en mis novelas, pero están salpicadas por ella. Utilizo elementos de mi vida. Escribo con lo que he vivido, he leído y lo que imagino, como ocurre con Martín Garret en «Revolución». Tengo un montón de recursos que provienen de gente que he conocido, frases que he escuchado, situaciones que he vivido... cuando a Martín Garret le van a pegar un tiro y apoya la cabeza en un muro, eso me pasó a mí en Nicaragua...

¿Volvería a la guerra si fuera joven otra vez?

Sin duda. Esos veintiún años de aprendizaje que le debo a la guerra, no hay universidad, vida o escuela que te los dé. Pero desde luego que volvería. Por el enriquecimiento intelectual, que es una paradoja, porque hablamos de una guerra. Yo iba con lecturas y eso te ayuda a interpretar. Ya había leído la «Ilíada», la «Odisea», a Jünger. No es necesario haber leído para ir a la guerra, pero sin duda es útil. Te ayuda a interpretar. El horror es tan violento que el único analgésico, consuelo, es saber que ese horror forma parte de unas reglas exteriores a lo que estás viviendo. Esas reglas generales solo se aprenden reflexionando, mirando, pensando...

A Martin Garret, su protagonista de «Revolución», le gusta codearse con guerrilleros.

Yo puedo cenar con un productor, un político, una actriz, cosas que me suceden por el oficio, pero estoy más orgulloso de codearme con un camarero, un grafitero que me lleva de noche... estoy más orgulloso de mis amigos de la zona más baja que de los de la alta. No sé la razón, pero en la vida he disfrutado más con los sargentos que con los generales. Me encuentro más a gusto con ellos... Un recepcionista de un hotel de Venecia me conoce y cuando está fuera de servicio, me comenta historias, cosas, de Ava Gardner, de actores... Los delincuentes me cuentan cómo roban, cómo es esa vida... lo hago por la curiosidad, por conocer cómo es el otro lado. Aprendes de la vida, porque uno sigue siempre aprendiendo. En ese sentido, todavía continúo siendo un cazador.

Martin Garret regresa a la guerra. Repite. ¿Por qué lo hacía usted?

Necesitaba seguir aprendiendo. Para mí irme a la guerra, Salvador, Nicaragua, era continuar aprendiendo. Fue como una universidad para mí. Ves a los seres humanos, tienes sensaciones... recuerdo un combate en el que decían que los muertos eran guerrilleros y eran campesinos. Los habían matado. Había una chica muerta. El oficial nicaragüense me dijo: «Amigo no hagas fotos de eso». Yo las hice y él escuchó el motor de la cámara y volvió. Y me repitió: «Amigo, no perdamos la dulzura del carácter». Y me dije, me va a matar en cuanto pueda. Entonces, comenté: «Esperé un momento». Y saqué la película. Él asintió entonces con la cabeza... Esa sensación de peligro, de entender al ser humano, me las daba la guerra y yo quería volver. Hasta que me di cuenta de que ya se repetía todo, no había novedades, y me fui. He visto al hombre más poderoso de un pueblo suplicando por su vida, he visto matar, degollar... y, bueno, he asaltado un banco.

¿Cómo?

Incluso tengo una foto. El 4 de abril de 1977, hay un combate muy duro en Teseney y los guerrilleros, esa mañana, entraron en el banco de Etiopía. Volaron la caja fuerte. Ellos, claro, yo no, aunque estaba allí. Me dieron una moneda de cobre. Hay una foto con todo el dinero encima de la mesa. Entonces... bueno, puede decirse que estaba cuando se robó un banco. Esta vivencia se la cedí a Martin Garret. Todo esto lo pasé por el filtro de la literatura, que es importante. En crudo es eso, pero en el libro aparece trufado con otras cosas.

¿Cree que Occidente se había olvidado de lo que era el mundo y ahora lo recuerda con ucrania? Usted había advertido de algunos riesgos...

Cualquiera que me haya seguido a través de los artículos o las novelas que he publicado sabe lo que pienso. Ahora que estamos en una coyuntura como la actual y no voy a salir a decir por ahí: «Mirad lo que dije»... Pero, ¿sabes lo que pasa? Tengo una ventaja. Una edad, una obra detrás. Me conocen los lectores y puedo permitirme no jugar según de las reglas que ahora se están imponiendo. Puedo permitirme quedarme fuera de ellas. Se me perdonan cosas, por experiencia, por haber sido siempre así que, reconozco, ahora a un escritor o un columnista joven no se lo perdonan. Puedo permitirme ser, no inmune, pero, digamos tener un mayor margen de tolerancia con lo políticamente correcto de lo que tiene la gente normal. Es algo que me he ganado, aunque tengo muchos enemigos, pero es verdad que hoy estoy más salvo por edad y por mis libros de estas cosas. Aunque incluso, yo mismo, cosa que antes no ocurría, tengo bastante más cuidado al escribir una novela o un artículo.