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Javier Marías, el monarca del tiempo

Con el fallecimiento del escritor, un clásico destinado a perdurar, desaparecía una de las figuras clave de las letras españolas y un candidato al Nobel de Literatura
Gonzalo PérezLa Razón
La Razón

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Este artículo debería escribirse con largas subordinadas, como a Javier Marías le gustaba redactar los textos destinados a sus novelas, dejándose llevar por la cadencia que suelen imponer los ritmos de alma digresiva, tan apropiados para los cauces de la reflexión, enlazar una idea con otra y entretejer una meditación con su inmediata consecuencia. Una manera de adentrarse en las profundidades de la narración que tan bien se adaptaba a sus historias que, más allá de articularse alrededor de una trama que cimentaba pretextos y daba suelo a los personajes, en realidad solían pendular alrededor de alguna preocupación de mayor alcance moral y tesituras éticas.
Javier Marías fue un novelista de vocación temprana, que en 1971, en los albores de los 19 años, irrumpió con una prometedora y ya consolidada obra, «Los dominios del lobo», que ya aventuraba la personalidad literaria que sobrevendría poco después y que acabaría confirmándose con una serie de títulos que hoy forman parte esencial del canon de la literatura española del siglo XX y lo que va del XXI: «Corazón tan blanco», «Mañana en la batalla piensa en mí», «Negra espalda del tiempo», la trilogía comprendida bajo el epígrafe «Tu rostro mañana» y «Los enamoramientos», entre otros textos.
En 2021 acababa de publicar «Tomás Nevinson», una novela sin fallas y de largo aliento, que retomaba los personajes de «Berta Isla», otro éxito, que disfrutó del aplauso de la crítica y los lectores, y que auspiciaba que el escritor, ya con 70 inviernos detrás de él, lejos de encontrarse en una fase de decaimiento discurría por un momento fructífero de su carrera. Hombre alejado de la tecnología, que se negaba a escribir en ordenador y mantenía una fidelidad extraordinaria hacia su vieja máquina de escribir, una Olimpia Carrera Deluxe, supo formar un universo particular a su alrededor, un reino propio, el de Redonda, que gozó y goza de un carácter mítico, y forjar una personalidad única que combinaba la lucidez con lo controvertido. Sus artículos periodísticos levantaron más de una vez agrias polémicas por sus opiniones, sobre todo en Twitter, una red social en la que no estaba y en la que le importaba poco o nada no estar.
Él lo aceptaba con resignación, un encogimiento de hombros, y la serenidad habitual que solía arropar su ánimo y aseguraba que él siempre razonaba sus ideas y que el resto del mundo tenía derecho a disentir de ellas, pero siempre desde los cauces del razonamiento y con la coherencia que impone el juicio y la sensatez, dos cosas que últimamente maridan bastante mal en una sociedad con el trapío de las velas entregado a los vientos de los prejuicios y las modas.
Hijo de Julián Marías, un pensador que sufrió en primera persona el franquismo, se negó a entrar en la Real Academia Española hasta que su padre murió. Este comportamiento de intachable ética lo prolongaba a otras dimensiones de su vida, como a los oropeles y agasajos que acompañan a los premios literarios, que, con su común elegancia, declinó recibir, ante el desconcierto de muchos, que jamás comprendieron del todo los motivos que respaldaban semejante decisión. Javier Marías era un clásico que dominaba y traducía a otros grandes clásicos. Su lengua era el castellano, pero estuvo vinculado al inglés desde pequeño, cuando acompañaba a su padre a Estados Unidos. Supo construir un universo particular a raíz de su estancia en Oxford y volcó al español «Tristam Shandy», de Laurence Sterne, y sintió cierta debilidad por autores como Conrad, Nabokov y William Shakespeare. Con estas influencias, fascinaciones y filias, Javier Marías levantó una obra literaria que reside en los manuales contemporáneos de la literatura desde hace tiempo. Su fallecimiento sobrevino por neumonía un domingo por la tarde. El calendario decía que era 11 de septiembre y la noticia suspendió la respiración de más de uno. Con él desaparecía uno de esos Premios Nobel sin Premio Nobel que tanto abundan en las Letras. Pero también una persona que, lejos de la imagen que desprendía, era afable y destilaba un inteligente sentido del humor.