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Al abordaje del «San José»

La intención del comodoro inglés Charles Wager era asaltar el barco para hacerse con al fabulosa carga que transportaba; sin embargo, la historia cambio de raíz tras la explosión
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Había amanecido despejado. Nada hacía presagiar que los nubarrones que se fueron intercalando con los claros vaticinaban el desastre. El 8 de junio de 1708 fue una fecha funesta para la Armada española. Del puerto de Portobelo, en Panamá, se disponía a salir la nave capitana, el galeón San José, cabeza visible de la Flota de Tierra Firme que llevaba a su vera a la almiranta, un navío gemelo de nombre San Joaquín que se situaba a la cola del convoy. España peninsular llevaba siete años sin enviar galeones para las Indias debido a la guerra de Sucesión. La batalla de Barú, en la que el galeón hallado ahora frente a las costas de Cartagena de Indias se hundió después de un par de explosiones, no fue larga y arrancó por la tarde. No se conocen demasiados datos sobre cómo fue el combate y su tripulación y pasaje, sin embargo se habla de su carga como de una de las más fabulosas -si no la más- jamás transportada. Seiscientas personas habían embarcado, un pasaje quizá excesivo al que había que unir una inmensa carga de mercancías. Tras las explosión sobrevivieron once, “que fueron recogidos por un barco inglés y hechos prisioneros. La laguna que aún seguimos teniendo en cuanto a carga y pasajeros sigue siendo inmensa debido a que la documentación es escasísima. Por eso se desconoce la suerte que corriendo los supervivientes cautivos”, relata el capitán de navío retirado don Pedro Giner, uno de los máximos conocedores de la historia naval de nuestros país. Sobre la gran incógnita, lo que transportaba, asegura que “no hay duda de que se trata de una carga rica, aunque todos son suposiciones. En Portobelo embarcó mercancías del virreinato y del Callao, donde se hacían importantes ferias y se llenaban los barcos. Traía -después de seis años de permanecer la flota en tierra, no lo olvidemos- parte del tesoro público, cuyas monedas se acuñaban en Perú en la ceca de Lima, de ahí la ingente cantidad, se dice, de plata. Había, por tanto, bienes de la Corona y particulares. Cacao, chocolates en cuanto a mercancías que se traían de aquellas tierras, junto con seda, marfil, jade y piedras preciosas. Un viaje de este tipo de regreso a España sin contratiempos notables venía a durar dos meses”. La vida en el mar en aquella época, explica el capitán de navío, era de una crudeza extrema: “Pensemos en la escasez de agua y de alimentos, en que éstos se pudrían, en el calor terrible y en lo que significaba la incomodidad de cruzar el Atlántico. No era, pues, un crucero apetecible, pues se navegaba mal y se vivía peor. En el viaje de ida, por ejemplo, se embarcó el nuevo vierrey de Perú, Castelldosrius.
El comandante del barco, el almirante José Fernández de Santillán, conde de Casa Alegre, iba solo. Cómo único familiar cercano le acompañaba un sobrino suyo como comandante de la escolta en el “Nuestra Señora de Guadalupe” y se separaron en Cartagena de Indias. El “San José” y su gemelo eran dos galeones de 1.200 toneladas, 64 cañones y dos cubiertas que habían sido contruidos en unos astilleros de Guipúzcoa. El enemigo inglés, personificado en la figura del comodoro Charles Wager al mando del Expedition, conocedor del itinerario de la flota, estaba apostado esperando la llegada, “había una previsión total del enemigo. El “servicio de espionaje” de aquella época, principios del siglo XVIII, estaba bastante desarrollado. Conocía que saldría de Portobelo hacia Cartagena, sólo era cuestión de esperar. Y el almirante español sabía que le esperaban. Sin embargo, la intención del comodoro inglés, que pensaba que la carga estaba repartida, aunque la mayor la transportaría la almiranta, sería abordar al navío español, a pesar de que nuestros marineros les sacaban ventaja. En el momento del enfrentamiento se abrió paso a cañonazos, pero a escasos metros el galeón español, a punto de ser abordado, estalló en mil pedazos. La explosión, “que pudo deberse tanto a un cañonazo como a una mala manipulación de la pólvora, porque los barcos se alumbraban con velas, no había luz eléctrica, no estaba en los planes primeros. Los ingleses, atónitos, vieron cómo el tesoro que tanto ansiaban se perdía en el fondo del mar”, explica el capitán Giner. Su intención no era hundirlo sino hacerse con una carga fabulosa. ¿Podría haber buscado el capitán del “San José” otras alternativas? “Sí, efectivamente, como invernar en Portobelo y dejar que el tiempo deshiciera la flota enemiga o al menos la castigara severamente. Ir a La Habana, donde se reunía la flota para regresar a España, pero parece que las reparaciones que requería no se podían hacer allí. Nunca sabremos por qué Santillán decidió dar la orden de partida, aunque presuponemos que la acuciante necesidad de fondos para al Corona decidió finalmente el regreso de la flota.
El Capitán Giner destaca que estamos ante un yacimiento arqueológico, “una tumba en la que perecieron casi sesicientas personas. Nos preocupa el posible trato que se pueda dar a todos aquellos que murieron en un buque de Estado”. Y añade una preciosa frase marinera que dice que “en las tumbas de los marinos no crecen las flores”. “Dejémoslos reposar. No hay que trastearlos”. Cañones y vasijas son los escasísimos objetos que ha dejado ver Colombia al resto del mundo. “El mar es un buen conservador, salvo para la madera. No tiene más qwue ver cómo se rescatan monedas después de siglos y el estado de los cañones del galeón, que es perfecto”, añade.

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