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Historia

La ardiente noche de bodas de Carlos III: a la segunda va la vencida

Con 22 años contrajo matrimonio con María Amalia de Sajonia, entonces de 12, y relató a sus padres en una carta cómo después de desposarse «nos acostamos a las nueve, y temblábamos los dos»

Retrato de Carlos III de España cazador, realizado por Goya
Retrato de Carlos III de España cazador, realizado por GoyaArchivoMuseo del Prado

«¡Felipe, Felipe, hemos recibido una carta del niño!», dijo Isabel de Farnesio arrellanándose en un sofá rococó estilo Luis XV. Ambos cruzaron miradas de arrobamiento por la agitación. Era su tercer hijo, la última esperanza para tener descendencia. «Léela, Isabelita», sugirió el rey, trémulo por la emoción y por el frío que hacía en la sala. «A ver si terminan las obras del Palacio Real, que llevamos en el Buen Retiro cuatro años esperando», apostilló Felipe frotándose los brazos. «Ya sabes que los contratistas te dicen una fecha –dijo sabiamente Isabel–, y luego hacen lo que les da la gana». Eso dio pie a una discusión sobre el incendio del Alcázar Real en 1734, que si el pintor Jean Ranc, borracho esa Nochebuena, se pasó echando troncos a la chimenea, que si yo salvé «Las Meninas» de un tal Velázquez tirándolo por la ventana, el cuadro, no al pintor. «Bueno, ya está bien –soltó Felipe V con autoridad–. Lee la carta de nuestro amado Carlos, rey de Nápoles y Sicilia por la gracia de Dios… y la mía, claro».

«Mi muy querido Padre y mi muy querida Madre», empezó la lectura Isabel recreándose en el protocolo de las vuecencias. «Querida: al grano, por favor –encomió con impaciencia S.M. el rey– ¿Dice algo de la noche de bodas con la polaca? ¿Cómo se llama? Ah, sí. María Amalia de Sajonia». «Sabes que no es polaca, sino sajona, Felipe, aunque su padre sea el rey de Polonia», corrigió la consorte. Los dos se acomodaron en sus sofás franceses y lanzaron miradas distraídas a algunos de los lienzos con Anunciaciones. «Ojalá pronto Carlos me haga abuelo», pensó Felipe. Esta vez no podía fallar. Para eso papá y mamá habían dado instrucciones a su hijo sobre el comportamiento marital. Lo que viene a continuación no es para mentes sensibles.

Con mesura

El joven Carlos decía que sus consejos habían sido muy útiles. Era cierto, leyó su madre, que «las jovencitas no son tan fáciles y que tendría que ahorrar mis fuerzas». «¡Eso le dije yo! –saltó Felipe–. Guarda para distribuir». Los padres sonrieron satisfechos. Carlos anunció que había seguido la advertencia de que «no lo hiciera tanto como me apeteciera porque podría arruinar mi salud, y que me contentara con una vez o dos entre la noche y el día». «¡Así, con mesura, bien!», se felicitó el monarca. «Deja que lea, Felipe, que viene lo interesante», reconvino la reina. «Más vale servir a las señoras poco y de continuo –había escrito Carlos– que hacer mucho una vez y dejarlas por un tiempo». «Qué sabio nos ha salido el niño», dijo el orgulloso padre.

La sajona María Amalia, continuaba Carlos en su carta, era a su gusto «tanto en el cuerpo como en el espíritu y el carácter». Isabel detuvo la lectura. «Bueno –dijo reflexiva–, ella tiene doce años y nuestro niño veintidós. Si no le gusta ahora, bien puede la mujer cambiar». «Diré también –continuó leyendo– que es la chica más guapa del mundo, que tiene el espíritu de un ángel y que soy el hombre más feliz del mundo». «¡Qué bonito!», soltó la madre con una sonrisa. «Verás, verás, que esto tiene gracia –siguió la reina–, dice que no es cierto que se pareciera a su hermana, que son como un huevo a la castaña».

«¿Y de la coyunda cuenta algo?», preguntó alarmado el rey. «Sí, pero aquí nuestro Carlos es más explícito –contestó su señora–. Sigo». «Nos acostamos a las nueve y temblábamos los dos –decía la carta– pero empezamos a besarnos y enseguida estuve listo y empecé». «Bien, bien», animó Felipe V. «En esta ocasión no pudimos derramar ninguno de los dos; más tarde, a las tres de la mañana, volví a empezar y derramamos los dos al mismo tiempo». «Esto se está pareciendo a una de esas novelas subidas de tono que publican en Francia», advirtió Su Majestad con un gruñido final.

De pronto entró el servicio. Era la hora del refrigerio. Había sido buena idea traer cocineros franceses a Madrid. No habían gustado mucho en la corte los nuevos platos, pero ya dijo Felipe V «Je m’en bats les steaks» (expresión equivalente a «Me importa un pepino»). Para su majestad sirvieron dos pichones de nido, una molleja y dos pollas de cebo. Para la reina, dos sopas (sin ondas) y lomo de fricandó. «Termina, Isabel», sugirió el rey chupándose la grasa del índice. «Desde entonces –leyó– hemos seguido así, dos veces por noche». «Este Carlos va a hacer grandes cosas», dijo el orgulloso padre.

(La carta del que fue Carlos III es auténtica y se cita de forma literal. La encontró el historiador Luis Español en el Archivo Histórico Nacional. Fue publicada en 2002).