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Agustín Ibarrola, grande y entero

Cuando el yugo de la violencia de ETA atacaba inocentes, el artista se colocó del lado de las víctimas y fue perseguido por ello
La Razón

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Ha muerto Agustín Ibarrola como mueren los que han tenido la buena vida que él quiso tener: entre las dificultades por sus compromisos políticos y el sabor inigualable de su permanente estado creativo. Grande y entero como sus piedras de colores, aspirante a mimetizarse con cualquiera de los paisajes que elegía, un artista nato, siempre con huella de pintura en sus manos.
Alguien me dijo de él que siempre había hecho lo que le había dado la gana: pintar un bosque en Oma, pintar piedras en Ávila o el espigón de Llanes. En el arte estuvo en todos los lados, en el papel, el lienzo, el hierro, las piedras, el cemento, los troncos y en últimos años, en las hojas de los árboles. Pero lo que más intensamente quiso dejar claro fue en qué lugar se situaba en cada momento de su vida. Contra la dictadura y a favor de la democracia desde su juventud y en su adultez, en democracia (en otra dictadura para los perseguidos por ETA, que decía él) junto a las víctimas del terrorismo causado por ETA. Cuando el yugo de su violencia atacaba inocentes, su amor por las víctimas hizo que se ganara a pulso la persecución de los terroristas. Y fueron hasta su recóndita casa a amenazarle y con hachas, a destrozar su bosque. Nadie con dignidad pude aspirar a más. “A nadie se le regala la buena vida humana ni nadie consigue lo conveniente para él sin coraje y sin esfuerzo”, dice Savater.
En la condición de ser un gran artista como lo ha sido él se esconde el exclusivo premio de que su legado lo tendremos siempre presente. Su recuerdo nos vinculará directamente a su imaginación y a su misterioso y personal mundo, pero también al del artista comprometido real y físicamente con lo más doloroso de la sociedad en la que le tocó vivir.
He tenido la suerte de cruzármelo en mi camino: he desayunado, comido y cenado con él muchas veces y en muchos sitios, hemos paseado, charlado largamente de cualquier cosa, hasta de las importantes, y así se me pegó en el alma. Y ahí se me quedará por siempre. Como nos pasa con la buena gente.
Deja en todos los que le conocimos su voz nasal, su risa y su mirada cuando te hablaba, pero además de una constelación de buenos recuerdos, nos deja el admirable trazado del tortuoso camino que lleva directamente a la integridad.
Dios, soy mayor y quiero ser como él.