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Emmet Gowin: el gran fotógrafo de la intimidad

Edith, Danville (Virginia), 1963
Edith, Danville (Virginia), 1963larazon

La intimidad es un mundo y Emmet Gowin lo fotografió. El artista estadounidense descubrió en su mujer la naturalidad, y la naturaleza, que no encontraba en la calle, en el otro, convirtiéndose en un «voyeur» de sí mismo, de su esposa desnuda o embarazada, de su hijo recién nacido o, más adelante, en edad de crecer. Partía de Henri Cartier-Bresson, como reconoce él mismo en un escrito fechado en 1967. De ese «momento decisivo» que él enseñaba y practicaba: sorprender a la realidad en el instante que la define –algo que quedó inmortalizado en ese hombre que salta un charco–. Pero eso fue sólo el primer jalón, el escalón más bajo de una escalera que iría ascendiendo hasta encontrar la propia personalidad, el estilo que daría esplendor a su nombre.

La Fundación Mapfre inaugura una exposición a este norteamericano apenas conocido en nuestro país. Es la primera gran retrospectiva que se le dedica en España y, también, en Europa. Un conjunto de 180 obras que muestra desde sus inicios, con la estela de influencias que arrastra su blanco y negro, hasta las instantáneas que recogen su sensibilidad y que le han convertido en uno de los grandes de este arte. «Cuando descubrí que los artistas-fotógrafos habían hecho fotos capaces de emocionarme profundamente, me decanté por la fotografía», aseguró en esa misma carta, casi autobiográfica, que firmó a los 25 años. Por entonces, ya llevaba seis años inmerso en esa labor de mirar sin que te vean, en retratar las mil caras que siempre propone una sociedad. Partió de la admiración. De Walker Evans, Robert Frank, Harry Callahan, que fue su maestro, el mentor que guió sus primeros pasos. Pero terminó encontrando un rumbo propio.

La atracción del movimiento

Empezó en la fotografía atraído por el movimiento, la velocidad, la escena cotidiana que se mueve delante de nosotros. Había que atrapar la sombra instantánea de un gesto, una sonrisa, una escena. Trabajaba, entonces, con una Leica, una cámara de 35 milímetros que le duró poco, apenas dos años, antes de que se decidiera a cambiarla por otra. En este periodo de tiempo se centra en temáticas cotidianas, las que van saliendo cada día. Niños, edificios, coches. El mundo era lo que había alrededor. Pero enseguida comenzó a ser lo que sentía por dentro.

Es determinante, en el caso de Emmet Gowin, su origen familiar para comprender sus decisiones. Él ha nacido en el seno de una familia con fuertes raíces religiosas. Su progenitor era un pastor metodista y su madre provenía de un entorno cuáquero. Este choque de posturas religiosas tuvo un claro vencedor, y Emmet, enseguida optó por el lado del que recibía el cariño, que, por supuesto, era el de la madre.

Cuando Gowin conoció a Edith –o más bien la reencontró porque vivía cerca de él –descubrió una forma de independizarse de las lecciones aprendidas. Ahí comienza un nuevo diálogo con el entorno. Su mujer se convierte en foco de atención y él cambia de cámara. Pasa a una de fuelle de 4 x 5 pulgadas. Entonces comienza ese trato con lo personal. En realidad, como afirma Carlos Gollonet en el catálogo, estas imágenes son casi como «versos», un largo «poema autobiográfico»: «Lo que nos sorprende de estas fotografías de su familia es que nos encontramos ante momentos cotidianos, comunes en cualquier lugar del mundo desde que existe la humanidad». Son fotos directas, desprovistas de adornos. Su mujer aparece vestida, en el dormitorio, en un paisaje. Y también desnuda. En una ocasión, con motivo de la inauguración de una muestra, la preguntaron si no sentía vergüenza de aparecer así. Ella respondió con naturalidad, quizá, con un poco de ironía para quitar hierro y levantar una sonrisa: «Las que nos darían vergüenza no las mostramos». Todo dicho, todo sugerido, pero nada confesado.

Estas imágenes muestran la sinceridad que viene de esa mentalidad cuáquera que considera que no existe nada que esconder, ninguna razón para ocultar algo. Todo es natural. Y las fotos funcionan así, de una manera directa, emocionante, que recoge no sólo lo que se ve, sino, también, lo que siente el artista durante la realización de esta obra. En estos años, Gowin también experimentó con una manera distinta de obtener retratos. Incorporó a un aparato de 8 x10 milímetros una lente de 4 x 5. Esto incluía un círculo oscuro que envolvía el encuadre en el misterio.

Pero esta faceta, que desarrollo mientras impartía clases, pasó a una muy diferente, pero también relacionada con la sensibilidad, con la emotividad del artista. Comenzó a sacar fotografías de paisajes. La mayoría desde el aire, con una perspectiva de altitud que le permitía recoger las transiciones rítmicas que la luz resalta en la tierra o el agua. Comenzó cuando recogió las consecuencias devastadoras que dejó el volcán St. Helens. Siguió buscando las heridas que la propia naturaleza deja en la tierra en otros países. Este fue el punto de inicio, también, para una nueva exploración. Sucedió cuando sobrevolaba una región, en Washington. Era 1986. Preguntó qué era lo que había debajo. Después de investigar lo descubrió: era una reserva nuclear. El lugar donde antes había una ciudad, Hanford, que se tuvo que trasladar debido a la contaminación. La reflexión inmediata le condujo a unos derroteros distintos, inesperados: las huellas que la actividad humana deja en el planeta.

Creó una serie de imágenes que atraen la mirada por la espectacularidad de sus simetrías, del cromatismo, de los brillos, formas y contrastes que viven en el blanco y negro. Lo malo es el significado. Sólo hay que leer qué son para comprender qué representan: cráteres de bombas en bases militares, brazos muertos de algunos ríos, escorias de mineral, los surcos que deja en la arena el paso de los automóviles, las marcas de un camping abandonado, la cicatriz indeleble de las explotaciones mineras... Al principio no llegó por una conciencia ecológica. Pero Gowin la terminó desarrollando con el paso del tiempo hasta que él mismo, sensibilizado por esa destrucción, se alejó de esa clase de fotografía. Optó por otros temas, por otros mundos. La exposición recoge uno de los reportajes que ha hecho. El que dedicó a Jordania. En especial a uno de sus monumentos emblemáticos. El que quieren conocer todos los turistas: Petra. Son unas imágenes en blanco y negro en las que sólo aparecen los restos de la vieja ciudad, sus templos, las montañas que los cobijan, los pasos que llevan a los lugares más sagrados. Parece que en sus instantáneas estuviera aún esa Petra misteriosa que conservaba la memoria de los nómadas antes de que llegaran los arqueólogos. Y, quizá, sea un poco eso lo que pretende Emmet Gowin. Lo que, en el fondo, es su fotografía.