Sección patrocinada por sección patrocinada

Historia

Hiroshima y Nagasaki: ¿fueron bombas necesarias?

Hace ochenta años, el 6 de agosto, se lanzó la primera bomba atómica. A día de hoy, muchos aún se preguntan si era necesario y cuáles eran los motivos reales que impulsaron esa decisión

La bomba de Hiroshima pudo tener su réplica en la Luna
El célebre hongo nuclear que acabó con una guerra y abrió una etapa nueva en la historia mundialHiroshima Museum

A las 8:15 horas del 6 de agosto de 1945, el bombardero B-29 Enola Gay soltó la primera bomba atómica de la historia sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. El proyectil tardó un poco menos de un minuto en llegar a una altura de 580 metros, y estalló. En tierra, los testigos relatarían haber visto un potente destello de luz, y oído una sonora explosión; es poco probable que fueran conscientes del inmenso hongo de humo y llamas, cuya imagen sigue siendo sobrecogedora a fecha de hoy, que se alzó sobre su ciudad. Tres días más tarde la operación se repitió sobre Nagasaki y ochenta años después seguimos preguntándonos si aquello fue necesario para poner fin a la Segunda Guerra Mundial. A la hora de analizar esta cuestión se han planteado tres ideas fundamentales: que se ahorraron muchas vidas, estadounidenses y japonesas, que fue una forma de forzar la rendición de Japón y que sirvió de advertencia a la Unión Soviética sobre el potencial destructivo que ahora poseían las fuerzas armadas norteamericanas.

Con respecto a la primera idea, las bajas –muertos y heridos– sufridas en las últimas operaciones en el Pacífico habían resultado aterradoras. En Iwo Jima habían superado con creces a la fuerza de la guarnición japonesa, y en Okinawa habían llegado a los sesenta y siete mil combatientes. Se trataba de una aritmética difícil de sostener, sobre todo cuando las pérdidas enemigas eran igualmente ingentes y, en la segunda de estas batallas, los combatientes estadounidenses habían asistido sobrecogidos al suicido voluntario, inducido o forzado, a veces directamente al asesinato, de más de cien mil civiles para que no cayeran en manos de los «demonios americanos». Estos números estaban sin duda sobre la mesa del presidente Harry S. Truman a mediados de junio de 1945 cuando, una vez derrotada Alemania, preguntó a sus asesores militares cual podía ser el coste de una invasión de Japón. Según el general George Marshall, su jefe de Estado Mayor, solo la invasión de Kyushu, la isla más meridional del archipiélago, prevista para el 1 de noviembre de 1945, podía llegar a unos sesenta y tres mil muertos y heridos propios, más de la mitad del contingente de invasión. No había cálculos para el ataque a Honshu, la isla más extensa, prevista para el 1 de marzo de 1946. No solo eran cuantías enormes, sino que se esperaba que la guerra durara al menos un año más.

Objetivos militares

Por otro lado, a mediados de 1945 los bombardeos contra la población civil, ya fueran para destruir objetivos militares, atacar la economía de guerra o erosionar la voluntad de lucha del enemigo, se habían convertido en una acción militar habitual, cuya intensidad había ido in crescendo. Buenos ejemplos de ello fueron la tormenta de fuego desatada sobre Dresde, que mató a miles de personas, o el bombardeo incendiario de Tokio de la noche del 9 al 10 de marzo, que arrasó con napalm los barrios más habitados de la capital japonesa matando, según los cálculos más a la baja, a unos ochenta y tres mil civiles. En estas circunstancias no resulta sorprendente que la bomba atómica se convirtiera en una opción a considerar. En principio, y a pesar de que en el propio Gobierno estadounidense se elevaron voces en contra del uso de un arma tan singularmente destructiva, no se trataba más que de otro bombardeo, uno que, se esperaba, golpeara de tal modo la voluntad de lucha de los japoneses que los obligaría a rendirse, dando fin a la guerra y a la matanza.

Lo que forzó la rendición de los japoneses no fueron los ataques contra Hiroshima, sino la entrada en la guerra de la URSS

La tercera idea que se ha planteado a menudo es que el uso de las bombas atómicas fue una advertencia a la Unión Soviética. Lo cierto es que desde su acceso a la presidencia tras la muerte de Franklin D. Roosevelt el 12 de abril anterior el presidente Truman se había mostrado mucho menos acomodaticio con el aliado soviético que su predecesor. El control establecido por Stalin sobre los territorios de Europa oriental conquistados por sus ejércitos le había convencido de las intenciones expansionistas de este, y por ello quería evitar que tras la derrota de Alemania el Ejército Rojo entrara en guerra con Japón, tal y como se había acordado en la Conferencia de Yalta, y se hiciera con territorios en Asia. Así, a mediados de julio de 1945 se inició una carrera entre estadounidenses y soviéticos en la que los primeros trataron de provocar la rendición de Japón antes de que los segundos iniciaran sus operaciones militares en oriente, una competición en la que la bomba atómica se convirtió en una baza ideal no tanto para advertir a Stalin del potencial militar del que disponían como para, una vez más, obligar a Tokio a firmar la paz.

En este sentido, la nueva arma iba a demostrar ser un auténtico fracaso pues lo que forzó la rendición de los japoneses no fueron los ataques contra Hiroshima y Nagasaki, un horror cuya cifra de muertos, una vez más a la baja, se ha situado en torno a las ciento treinta mil personas, sino la entrada en guerra de la Unión Soviética. Las fechas y las actas de las reuniones del gabinete de Tokio parecen demostrar que este apenas se vio afectado por la caída de las bombas atómicas. En aquel momento sus miembros estaban divididos entre los partidarios de una paz inmediata y quienes querían esperar a la derrota de una eventual invasión de las islas para llegar a un acuerdo más beneficioso. El único punto en que ambos bandos estaban de acuerdo era en la preservación a toda costa de la institución imperial. Para ello habían apelado a los soviéticos como mediadores a fin de que los estadounidenses reblandecieran sus exigencias de rendición incondicional y se comprometieran a preservar la monarquía imperial tal y como la establecía la constitución Meiji de 1889. Pero habían sido engañados.

A pesar de sus promesas Moscú no tenía la más mínima intención de mediar sino que se dedicó a ganar tiempo para poder desencadenar la invasión de Manchuria antes de la rendición japonesa, y fue precisamente este acontecimiento el que obligó al presidente Truman a mostrarse más acomodaticio con las pretensiones de Japón, de modo que se llegó a un acuerdo que prometía respetar la institución imperial y se dio fin a la guerra el 15 de agosto . Para entonces el Ejército Rojo había llegado al paralelo 38, en Corea, lo que acabaría provocando una nueva contienda cinco años más tarde.