Giacometti: una sombra alargada
La Fundación Mapfre muestra el universo lúdico y existencial del artista a través de sus esculturas, pinturas y dibujos en una retrospectiva de 190 obras
Giacometti retiró la peana a sus figuras para enfrentarlas con el mundo. La escultura dejaba de ser una pieza aislada que observaba al espectador desde la prepotencia de su distancia artística. Se había convertido en una realidad más del entorno, como el caballete, la mesa de trabajo o la cama donde dormía. Al artista le resultaba inconcebible la creación de una obra independiente, muda, separada del espacio circundante, privada del diálogo que le comunica con el otro. Él necesitaba contar la relación que establecía esa pieza con el paisaje, las personas, la ciudad, la naturaleza que se abría a su alrededor. El lugar –y no el mármol, el hierro o el bronce– se había convertido en la verdadera materia que, a partir de ese momento, tenía que esculpir. La Fundación Mapfre inaugurará el próximo 13 de junio «Terrenos de juego», una exposición dedicada a este maestro que explica su evolución desde los parámetros del surrealismo y el arte africano, cuando la vida sólo era un tablero de juego, hasta esos bronces espiritados, tan llenos de existencialismo, que caracterizan sus últimos trabajos.
Una partida a vida o muerte
En 1945, al terminar la Segunda Guerra Mundial, cuando el artista se atrincheró en su estudio de 18 metros cuadrados de Hippolyte Maindron, cerca de Montparnasse, soñó que el mundo era un disco de dos metros de diámetro y que justo en el centro estaba él con sus pensamientos, vivencias, angustias y obras adelgazadas de materia. Pero en los años de juventud sus ideas eran diferentes. Entonces concebía el universo desde unos parámetros más lúdicos, como un ajedrez trascendental, «algo divertido y trágico a la vez porque al final de cada partida siempre está la muerte», explica Pablo Jiménez Burillo, comisario de la muestra. De esa etapa provienen los tableros que se ven al comienzo del recorrido o esa «Cabeza mirando» (1929), una escultura que parece influida por el arte primitivo de las islas Cícladas, en Grecia, y que, aunque colocado de forma vertical, tiene también algo de tablero de juego.
El recorrido, formado por más de 190 piezas, entre ellas, esculturas, fotos, pinturas y obras en papel, ilustra precisamente el forcejeo que sostuvo este creador para incorporar sus obras en el mundo o, quizá, para que el mundo acabara incorporándose a sus piezas. «Antes, la escultura consistía en extraer la figura que había dentro de la materia. En el arte contemporáneo eso cambia y consiste en sumar, añadir», comenta Jiménez Burillo señalando «Composición», de 1927. «Más que una retrospectiva, lo que se intenta mostrar es su evolución a partir de una idea clave: la relación que mantienen entre sí las esculturas que realiza y, también, la interacción entre esas piezas y las personas».
Giacometti rehuía del arte pasivo, donde el espectador se limita a mirar y no participa. Él quería que se introdujera, que participara físicamente con su arte. Lo logró. Pero en ese proceso, su estilo cambió. «Me juré –asegura el artista en una declaración– que no dejaría que mis estatuas menguaran de tamaño sin parar. Pero sucedió lo siguiente: podía mantener la altura, pero iban adelgazando, adelgazando... se volvían flacas y larguiruchas». Con estas palabras contaba el proceso que le condujo a esas esculturas hiperestilizadas que todo el mundo reconoce. «Si alguien quiere conocer por qué sus figuras andan y están en el espacio, sólo tiene que ver esta exposición para comprenderlo», asegura Jiménez Burillo. Para él, esta muestra «sirve para que el público que no esté familiarizado con este artista que tan pocas veces se ha expuesto en España se acerque a su obra; las personas que ya le conocen, a través de esta muestra se acercarán a aspectos nuevos».
La última sala de la exposición alberga los bronces más espectaculares. Son los que integran el proyecto Chase Manhattan Plaza. Fueron encargados al artista en 1958. Estaba formado por un tríptico hoy famoso: «La cabeza grande», «El hombre que camina» (que algunos interpretan como esencia de la vida que continúa) y «La mujer grande de pie» (que se levanta ante el espectador casi como una imagen de culto).
Una arista desconocida
Las dos últimas son el broche de una muestra que está jalonada por una faceta artística insospechada: la vertiente pictórica de Giacometti. Las salas están atiborradas de grabados, litografías, dibujos y pinturas (algunas de ellas salpicadas de una emotiva delicadeza). Un conjunto que muestra una vertiente desconocida del artista. Una arista oculta que ha subsistido, para la mayoría del público, a la sombra del gran Giacometti escultor. Estas obras rebelan un pintor insospechado, creativo y original, con una capacidad para investigar la luz (y sus matices) y el espacio de alrededor que, de antemano, costaría adivinar. Las figuras que aparecen retratadas en sus óleos son proyecciones bidimensionales de sus esculturas. Fantasmas de colores azulencos, cabezas grandes que rematan la extrema verticalización de sus cuerpos. Y que, como sus obras de metal, destilan una inquietante y extraña cercanía.
El escultor en su estudio
Ahí está. De pie, mirando a cámara, o sentado, y pintando. Pero siempre rodeado por su universo: esas figuras alargadas, esas esculturas sin ojos, vigilantes, que parecen posar también para la cámara, que asoman a espaldas de su creador. Todas interaccionan entre sí en un diálogo silencioso. A Giacometti le gustaba que le retrataran con sus obras. Su estudio era un ejemplo de lo que pretendía: que todo, escultura, dibujo, espacio y realidad formara una única realidad. Lo fotografiaron así desde Man Ray hasta Cartier-Bresson, Robert Doisneau (en la imagen) o Dora Maar.
- DÓNDE: Fundación Mapfre. Paseo de Recoletos, 23. Madrid.
- CUÁNDO: del 13 de junio al 4 de agosto.
- CUÁNtO: gratuita.