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La mujer que custodia El Prado: 41 años de guardia

Remedios Sanguino lleva más de cuatro décadas como vigilante de sala del museo, que esta semana cumple 205 años de vida y de historia

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El primer día que Remedios Sanguino (1962, Retamoso, Toledo) trabajó en el Museo del Prado como vigilante de sala no fue al cuarto de baño ni una sola vez. Tenía 21 años recién cumplidos y le tocó vigilar una exposición de Goya. Ahí se plantó a primera hora con su traje de chaqueta azul marino prestado y su pelo ochentero ordenado en un moño para causar buena impresión. La querencia por la pinacoteca le venía de cuna. Desde que era muy pequeña acostumbraba a cruzar a media mañana desde la portería de una finca de la calle Academia, donde vivían los Sanguino, para llevarle el bocadillo del almuerzo a su padre. Habían cambiado el campo de Talavera por la capital, pero aun así la vida no era fácil y el cabeza de familia se desdoblaba entre el museo y las labores de limpieza en la antigua Campsa (hoy Campsa).

Sentada en la cafetería del museo una soleada mañana más de cuatro décadas después de aquel primer día, Remedios cuenta cómo era trabajar en este templo de la cultura en el año 1983. Por no haber no había ni uniforme. Allí cada uno se vestía con lo mejor que tenía a mano y rezaba para que los visitantes no hicieran preguntas enrevesadas porque no había mucha información disponible. «¡Es que todo era tan distinto! No había audioguías, ni planos, así que procurabas aprender lo que podías sobre las salas y las obras. Pero el turismo tampoco era como el de ahora, venía menos gente y la mayoría era de nacionalidad española».

Remedios comenta entre risas que llegaron a pasarle el plumero a los cuadros, literalmente. «Recuerdo especialmente la zona del Bosco, donde abríamos las ventanas y nos encargábamos de quitar el polvo. Ahora esas tareas las realiza un equipo especializado, pero antes todos hacíamos de todo».

A los tres meses de entrar firmó su primer contrato fijo con un sueldo mensual de 26.000 pesetas (156 euros) más la paga navideña. Además de ser hoy la segunda vigilante de sala más antigua, Sanguino cuenta en su haber con el primer uniforme diseñado especialmente para una embarazada. «A mí me hicieron el primer ‘‘pichi’’. Cuando nos quedábamos encinta nos ponían en salas menos visibles, porque pensaban que no quedaba bien. Todo era diferente y nos tirábamos trabajando de pie hasta el último día antes de dar a luz. No teníamos ni siquiera jornada continua, eso llegó después cuando lo negoció el comité».

La biografía de Remedios corre pareja a la de un museo que esta semana ha cumplido 205 años de vida. Ella ha visto de todo en estos 41 años que ha compartido con el Prado, desde la ampliación a los cambios de dirección y el paisanaje de las salas. También lo que nadie pensó que sucediera este siglo, que las puertas estuvieran cerradas durante los tres meses más duros de la pandemia en 2020.

Según su experiencia, los visitantes nos hemos vuelto más pesados. Igualmente, siguiendo el espíritu de los tiempos, más maleducados: «Antes había gente más amable, pero ahora son más exigentes. Después de la pandemia, al principio la gente se conformaba de una forma muy correcta, pero eso cambió rápido. Ahora parece que les moleste que les recuerdes las normas. Mientras estás diciéndole a uno que no haga una foto, otro te la está tratando de colar en otro lado. Además, la gente tiende a pasarse de los cordones de seguridad para acercarse demasiado a las obras aunque no las lleguen a tocar. Ayer me tocó en la 60, donde el busto de la mujer velada, y fue todo el rato... Constantemente tenemos que estar llamándoles la atención y ya te da hasta apuro».

Por nacionalidades, los franceses tienen peor prensa entre el batallón de vigilantes de sala: «Es que son muy suyos. No es que hagan cosas prohibidas, pero son... especiales. Los asiáticos suelen ser más respetuosos, pero si quieren hacer una foto, la hacen. A veces te piden perdón después, aunque sabían que no podían hacen como si no estuvieran enterados».

La organización interna de estos uniformados también es muy distinta en 2024. Antes pasaban dos meses seguidos en la misma sala, lo que resultaba bastante tedioso y agotador. Ahora, en cambio, se sortean las salas y no están más de un mes asignados a la misma. Asimismo, un grupo de diez «correturnos» va cambiando cada día para hacerse cargo de las salas más concurridas. «En Las Meninas, en El Greco, en las Negras, cambiamos a diario y en conserjería suelen tener consideración. El otro día, por ejemplo, estuve en Velázquez y, al día siguiente, me pusieron en la 200, que es muy tranquilita. Como mucho diez visitantes en toda la mañana». No suele haber más de un vigilante por sala salvo excepciones. Ahora, por ejemplo, en «El jardín de las delicias» del Bosco hay siempre dos personas fijas. Desde la exposición del V centenario de 2016 el interés por este cuadro ha experimentado un crecimiento espectacular.

Sobre las diez menos cuarto de la mañana cada vigilante debe estar ya en su lugar asignado para hacer lo que llaman «la requisa». «Miramos que esté todo bien, los cordones colocados. Cuando pasa tu jefe te deja una hoja de un parte y pones lo que tienes, cuatro cuadros, dos esculturas o lo que sea. Y firmas. Y al que viene por la tarde se lo pasas». Alguna vez se ha encontrado alguna cosa rara cuando ha entrado por la mañana. En concreto recuerda una época en la que a ciertos visitantes les dio por pegar «bolitas» en los lienzos. Sin embargo, la vigilancia es muy estricta y las cámaras lo controlan todo. Cualquier imprevisto está a un golpe de «walkie» de ser solucionado.

La ristra de anécdotas en más de 40 años está bien surtida. Visitantes ilustres que quieren pasar desapercibidos, otros no tanto que se quieren hacer notar y hasta un par de muertes en pleno museo. «Hubo un señor que tuvo un infarto subiendo las escaleras de la bóveda alta y falleció allí mismo. Luego ha habido mucha gente que se ha sentido mal de pronto y ha habido que llamar al gabinete médico. También lo típico: mareos, desmayos, niños que vienen sin desayunar y les da un bajón de azúcar...». Y luego los hay que, con mucha determinación, preguntan por «El jardín de la felicidad» o «Las Meninas de Goya».

Entre los menos simpáticos destaca al actor Pierce Brosnan, que se paseaba por la galería central con aires de divo. «El 007 iba como muy reservado, como diciendo: “No me hables”. Luego hay gente que viene de turismo con su pareja y, de pronto, te los encuentras en una sala o te avisan los compañeros de que están. También hay gente maja que se hace una foto contigo, algunos incluso vienen al museo cerrado, con visitas privadas, y son súper amables. La Reina Letizia, por ejemplo, siempre habla con nosotros».

A Remedios le cuesta horrores elegir sala favorita. «Me gusta mucho trabajar en las salas de Velázquez, aunque ahora hay tanta gente que es casi imposible disfrutarlas como antes . Hay días en que disfruto de estar en otras más tranquilas. Por ejemplo, ahora las salas de esculturas, como las jónicas, están iluminadas de una manera preciosa, y no suele haber mucha gente. Las salas 49 y 75 también me gustan mucho». Las pinturas preferidas también son varias. «Después de tantos años es difícil elegir. Siempre me ha llamado mucho la atención obras como Las tres edades de la mujer y la Muerte, Las Meninas, Las Hilanderas...».

Tantos años en pie pasan factura y Remedios tiene pensado jubilarse a los 65 en punto. No duda de que echará de menos a la otra familia, la del museo, después de décadas de convivencia. Aunque su única hija también trabajó en el Prado algunos meses en varias tandas, todo apunta a que el servicio de los Sanguino a la pintura va a terminar con la jubilación de Remedios.