Arte
El zoo de Banksy: del alegato a la apoteosis del "mainstream"
Londres aparece cada mañana con un animal nuevo con la firma del artista, convertido en una marca comercial con la anuencia de las instituciones, algo que, además, ha irritado a los grafiteros
Banksy actúa, desde la década de 1990, en espacios públicos, pero no es lo que se suele denominar un «artista callejero». Bajo su seudónimo, se esconde una red de artistas que han convertido la marca «Banksy» en uno de los pilares del actual mercado del arte. Lejos de ser ese artista político, antisistema, que combate las desigualdades sociales y del sistema artístico, este emporio artístico se ha convertido en un universo visual de élite, que vende sus piezas en galerías y subastas por millones y, misteriosamente, «decora» estratégicos enclaves urbanos sin ningún tipo de impedimento por parte de las instituciones. Sospechosamente vinculado con Damien Hirst –con quien ha colaborado en numerosas ocasiones–, Banksy constituye una firma artística que se aprovecha descaradamente de su connivencia con los estamentos políticos y policiales. Sus obras no son precisamente un alegato antiinstitucional, sino que encarnan la apoteosis del «mainstream». No digan neocapitalismo, digan Banksy –el mayor oportunista e impostor del arte contemporáneo–, un tiburón de los negocios que, durante algún tiempo
engañó a muchos por su pátina de activista sentimentaloide.
Una obra vandalizada
El caso es que, coincidiendo con la celebración de los Juegos Olímpicos de París, Banksy ha querido otorgar un atractivo extra a Londres con el que contrapesar el protagonismo mundial de la capital francesa y, desde el 5 de agosto, ha desplegado por diferentes zonas de la ciudad un zoo que ha capturado la atención de la prensa internacional. Este llamado «Zoo de Londres» conoció un primer hito en el barrio de Kew, cuando una cabra apareció pintada en el lateral de una vivienda, encaramada en lo alto de un contrafuerte. La siguiente «estación» de este recorrido zoológico nos lleva hasta Chelsea, donde, aprovechando dos ventanas ciegas continuas, Banksy representó la silueta de dos elegantes enfrentados, que estiraban sus trompas amigablemente. La tercera «manifestación» se produjo en un puente ferroviario en Shoreditch, al este de Londres: allí, tres monos aparecen saltando a lo largo de su muro. En un local del barrio de Peckham, un lobo aullando se convirtió en el cuarto protagonista del zoo «banksiano». Varios pelícanos ocuparon, más tarde, la fachada de una tienda de «fish and chips», situada en Walthmstow. La sexta parada del zoo se encuentra en un muro abandonado, en el que el especulador multimillonario representó un puma arañando la superficie. Este «fuera de la ley» –entiéndase la ironía– se atrevió a intervenir una cabina policial en su séptima acción: un banco de pirañas pintado en color la convirtieron en un atractivo tanque iluminado, el cual fue trasladado a un lugar más seguro por la propia autoridad policial para evitar posibles daños. En una pared del barrio de Charlton, Banksy ha ejecutado un efectista «trompe l’oeil»: un rinoceronte parece aplastar con su peso un coche abandonado. Y, finalmente, la última de las epifanías banksianas se ha producido en una de las persianas blancas del mismo Zoo de Londres, donde un gorila parece levantarla para que escapen pájaros y una foca, mientras los ojos de otros animales acechan a los londinenses en la oscuridad.
Un «terrorista artístico»
No todas las reacciones han sudo igual de positivas ante esta invasión de Londres por parte del zoo de Banksy. Según se ha sabido recientemente, la obra del rinoceronte aplastando un coche abandonado ha sido vandalizada con otra pintura. Un testigo –Devan Vadukul– confirmó a la BBC que un joven desconocido se acercó al grafiti y lo borró con un espray mientras varios viandantes le gritaban: «No hagas eso». La acción de sabotaje se desarrolló en un tiempo récord –30 segundos– y, por lo estudiada de la misma, recuerda a algunas de las grandes gamberradas perpetradas por el colectivo ruso Voina. Mientras este «terrorista artístico» ocultaba el grafiti de Banksy, otro cómplice vigilaba a unos metros de distancia por si se acercaba de forma inoportuna algún agente de la policía.
¿Qué motivación podrían tener estos individuos para vandalizar una pieza del artista contemporáneo más universal? No cabe duda que a los auténticos «artistas callejeros» (si es que tiene sentido este debate cuando hablamos de presuntos anónimos) no les hará mucha gracia que una marca multinacional como es la de «Banksy» se haya apoderado el protagonismo del arte del grafiti. Una de las cosas que los grafiteros «de verdad» le afean a Banksy es que todo su trabajo se encuentre realizado mediante plantillas en lugar de por medio de pintura libre sobre el muro, como mandan los cánones. En realidad, sus obras no son la consecuencia de una acción espontánea, sino de una meditada labor de estudio, diseñada por mercadotécnicos, que luego se exhibe al aire libre para darle un prurito contracultural. Como es sabido, el grafiti surgió en el Bronx, en el contexto de la cultura hip-hop, como un acto de vandalismo y, por lo tanto, esencialmente ilegal. El propósito era dar voz a los anónimos, hacerles visibles ante las autoridades en protesta por el abandono que sufrían sus comunidades. Así pues, entre los desarrollos comerciales y decorativos que ha sufrido la cultura del grafiti, la «línea Banksy» suponga, quizás, el ejemplo más enervante para los puristas de este lenguaje. Que un grafiti ejecutado con nocturnidad y sin permiso sea protegido por las mismas fuerzas policiales deja bien a las claras la naturaleza de una firma como Banksy, que se ha convertido en parte nuclear del sistema que supuestamente atacaba. Con todo y con ello, y pese a que los genuinos grafiteros tendrían razones más que suficientes para vandalizar cualquier mural de Banksy, cuando se trata de la multinacional británica del arte ninguna posibilidad es descartable.
¿Política o «performance»?
¿Quién nos dice que estos dos saboteadores anónimos no forman parte del proyecto «Zoo de Londres» y que, en verdad, han borrado el grafiti de Banksy para otorgarle un valor añadido a toda la colección de obras? No sería la primera vez que este manufacturador del arte urbano se sirve de un acto de destrucción para aumentar el valor comercial de su obra. Recuérdese, en este sentido, el caso de su «Girl with Balloon», la cual se subastó, en Sotheby’s, en 2018. Cuando la pieza se remató en un millón de libras, una guillotina situada en el inferior del marco trituró la mitad de la imagen. Lejos de que este hecho enojara al nuevo propietario, el susodicho la volvió a subastar en 2021 en el mismo local. Destruida en un cincuenta por ciento, «Girl with Balloon» alcanzó, esta vez, un precio de venta de 18,5 millones de libras. Por cuanto Banksy demostró algo que, por otra parte, ya se sabía: si a una pieza de valor le añades un accidente, un hecho biográfico resaltable o un suplemento performativo, su cotización se va a multiplicar de una manera ilógica e imprevisible por el mercado. Si trasladamos esta fórmula al grafiti recientemente borrado de Banksy, se podrá extraer una fácil conclusión: frente a los restantes ocho murales visibles, el tachado vandálicamente se convertirá en aquel que más visitas reciba. El atractivo de la obra es superado por la performance del sabotaje, por lo que las otras piezas intactas no tienen nada que hacer en cuanto a su capacidad para atraer la atención de los curiosos y aficionados. Que Banksy planee la destrucción de sus propias obras como parte del completo desarrollo de ellas es algo que solo se le puede ocurrir a un maestro de las finanzas y de la economía global. ¿Sabotaje real o sabotaje preparado? Nadie lo sabe. Pero el golpe de efecto ha sido perfecto para que todo el mundo hable del «Zoo de Londres».
Una cotización al alza
Ni siquiera en sus orígenes, en Bristol, Banksy fue un disidente contracultural que desafiaba las leyes del mercado artístico. Desde un principio, el grafitero británico trabajó con un marchante que daba salida -y no barata a cuanto hacía. Los murales urbanos siempre han sido el cebo -en forma de imagen mediática- para incrementar el valor comercial de sus obras. Banksy -supuesto defensor de los más débiles y víctimas del sistema- solo se codea con la élite de la cultura: Damien Hirst, Brad Pitt, Angelina Jolie. Su pertenencia a las clases altas culturales convierte su supuesto activismo en una suerte de vergonzosa “política de salón”, propia del diletantismo de los ricos. Con la venta de su “Girl with Balloon” en 18, 5 millones de libras se ha convertido en una de las firmas vivas más caras del mundo del arte. Con total seguridad, su cotización no tardará en superar a la del mismísimo Jeff Koons -que, con 101 millones de dólares, tiene a gala ser el artista vivo más caro-.
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