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«Así enterré a Franco»

larazon

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El destino quiso que Guillermo Garcinuño se convirtiera con 27 años en una figura tan clave como anónima de la historia de España: fue uno de los encargados de colocar la lápida en la tumba de Franco.
«No era más que el conductor de la casa Guillén Granitos y Mármoles, la empresa del hombre que abastecía de piedras al Valle de los Caídos, don Vicente. Por entonces yo no llevaba mucho tiempo ahí. Había estado recorriendo el mundo con el camión hasta que me cansé de estar fuera de casa y terminé juntándome con esta gente. Me garantizaba pasar más tiempo al lado de la familia, que por la fecha estaba a punto de ampliarse.
Y en éstas llegó el 20 de noviembre. Me enteré del fallecimiento en Madrid, llevando piedra a El Corte Inglés de Nuevos Ministerios, cuyos edificios también revestía don Vicente Guillén. Supuse que seríamos nosotros los encargados de poner la lápida del caudillo, pero, sinceramente, no sabía si yo o algún compañero.
Pronto se supo y, junto a Pablo, Marcos y Berto, me tocó. Siempre he sido una persona muy fría, que no me emociono por cualquier cosa ni me dejo llevar por las situaciones, así que dije: ‘‘Bueno, pues vamos a mover la lápida y a compartir tarde con diplomáticos, generales, militares...’’. Sin más. Aunque también he de reconocer que me inquietaba el final del régimen. Llevábamos muchos años con él y ya se habían producido algunas revueltas, por otro lado estaba ETA... Y nunca sabes por dónde va a salir la gente. No íbamos a la feria, sino al mogollón, y vete tú a imaginar qué podía pasar allí. Pero, en definitiva, era trabajo y había que hacerlo.
Lo primero fue ir a por la piedra para limpiarla en la fábrica y volverla a poner en su sitio el día de antes del entierro. La dejamos en el fondo de la basílica, en su sitio. La gente se piensa que pesa una barbaridad, y no, la verdad es que es muy normalita. Esa misma la poníamos en los cementerios a la gente menos pudiente, así que no se vayan a pensar que hubo grandes florituras. No tendrá mucho más de diez centímetros de grosor. Habría que hacer un cálculo de los kilos, pero no son las toneladas que se dicen. Partiendo de que el metro cúbico de piedra viene pesando unos 3.000 kilogramos, estará alrededor de los 600. Ni siquiera es cierta la leyenda de que por debajo pone José Antonio. Él tiene la suya, que, por cierto, está cortada del mismo bloque de piedra.
Por entonces, la exigencia que se nos hacía era el tiempo: el mínimo posible para evitar alargar la tensión que se preveía 24 horas después. Así que no tuvimos otra que ensayarlo todo, siempre con el riesgo y la presión de que se cayera y se partiera. Parecía que estábamos preparando una coreografía. Lo hicimos hasta cuatros veces y salió muy bien, por lo que nuestra parte estaba lista. Aparqué el camión en la parte de atrás para no molestar cuando llegase todo el mundo y nos bajamos. Yo vivía relativamente cerca, así que pronto estaba en casa para descansar.
Al día siguiente subimos todos juntos en el coche de don Vicente, que me lo dejó conducir. Íbamos con unos monos azules que estrenábamos para la ocasión. Según te acercabas al Valle iba aumentando el número de guardias y ya dentro del recinto había prácticamente más hombres de verde que pinos. En la puerta, todavía a unos tres kilómetros de la cruz, nos detuvo la Guardia Civil, y se produjo una de las anécdotas de la jornada durante la conversación con mi jefe:
–¿Dónde van ustedes?
–Pues al Valle de los Caídos, señor agente.
–¿No saben que hoy no se puede subir?
–Pues nosotros tenemos que ir.
Tampoco nos dio por decir qué teníamos que hacer, así que el guardia civil se iba impacientando por segundos. En ese momento se echó unos metros atrás y me hizo bajarme del coche para echar un ojo al maletero, a lo que don Vicente –palabras textuales– exclamó: ‘‘Se va a encontrar usted una sorpresa cojonuda’’. Y fue cuando el agente echó mano al subfusil pensando en lo peor... Hasta que abrí el coche y vio que ahí sólo había lazos, sogas, maderas y demás, y le dije: ‘‘Mire, somos los que tenemos que ir a poner la piedra al caudillo, por eso le he dicho que tenemos que subir sí o sí’’. Y con esas mismas pidió los carnés de identidad y nos dejó marchar. Arriba había muchísima gente, estaba lleno. Y no nos quedó otra que esperar a que pasara la misa y llegara nuestro turno.
A mitad lo vi todo bastante mal y me fui, porque allí, como se predijo, se cortaba la tensión con una navaja. Así que salí y me fui al camión un rato. A lo mejor era yo, que me lo imaginaba, pero creo que no. La incertidumbre de no saber qué era lo que iba a venir estaba presente. Tras el responso, era el turno de cerrar la tumba y evidentemente se me hizo inevitable echar un ojo dentro, fijarme en el ataúd.
Le hice una fotografía en mi mente que todavía conservo. La verdad es que me quedé con unas ganas locas de verle. Sabes quién está ahí y dices: ‘‘¡Joder, hay un jefe de Estado!’’, ni más ni menos. Y fue cuando me vinieron todas las imágenes que tenía de Franco, la etapa final de la dictadura, la mili en El Pardo –en el regimiento de Transmisiones, en el que estaba de conductor–... Porque tuve la suerte de coincidir con él muchas veces en mi etapa en el cuartel. Nadie le saludaba, si acaso, un ‘‘buenos días’’ tímido. Pero aún recuerdo un saludo que le hice: me quedé cuadrado hasta límites insospechados, tanto que un compañero me dijo que no tenía que tomármelo tan en serio. De verdad fue un ‘‘shock’’ verle tapado. De ahí mi curiosidad por imaginármelo.
Eso es todo lo que me ha quedado del entierro, porque no guardo nada de entonces. No teníamos cámaras de fotos ni otra cosa que se pareciera. Ni siquiera sé qué hice con el mono y ni con nada que llevase ese día. De hecho, hay algo que antes tenía controlado, pero ya no sé ni dónde está: es una carta del Rey Juan Carlos felicitándonos por nuestro trabajo y que nos pusiéramos en contacto con ellos si alguna vez necesitábamos algo. Pero la he perdido.
Así, igual que un día antes habíamos destapado la tumba, tocaba cerrarla. Ahí estaba yo –junto a mis compañeros–, con 27 años zanjando un capítulo importante de la historia de España para siempre. Todavía hay gente que cuando les digo que puse la piedra de Franco se piensan que les estoy contando una milonga. Con todo terminado nos fuimos a descargar el camión, ya era media tarde, y es cuando te empiezas a dar cuenta de que te conviertes, involuntariamente, en parte de la historia.
Ahora, cuarenta años más tarde, me pongo a pensar en ello y lo primero que me viene a la cabeza es cómo ha pasado el tiempo. Pero en realidad todo aquello a lo que me recuerda es a mi hijo, que nació tres semanas después».

Un monumento (casi) imposible

Guillermo Garcinuño todavía recuerda la última vez que estuvo en el Valle de los Caídos (en la imagen): «Fue el día de la muerte de Miguel Ángel Blanco, nos enteramos de la noticia en el camino. Allí iba con don Vicente cuando no teníamos nada que hacer. Aunque ya no trabajara con él, seguimos manteniendo muy buena relación. Entonces nos gustaba ir allí para simplemente ver la obra, y es que el 90% de la gente que la visita no aprecia muchos de los detalles. Nosotros, después de entender y, sobre todo, trabajar bastante la piedra todavía nos preguntábamos cómo era posible que el hombre hubiera hecho eso. Yo he visto casi todas las catedrales de España y te das cuenta que dar forma a esas piedras es relativamente fácil, se trabajan muy bien. Pero las del Valle de los Caídos son todo lo contrario. Y con los medios que se tenían entonces se debe valorar aún más el monumento. Porque hay que dar muchos golpes de puntero y demás para que quede tan perfecto».