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Azaña y los nacionalistas, del ensueño a la realidad

El presidente de la República facilitó y celebró el autogobierno de Cataluña, y después se encontró la «insolidaridad y el chantajismo de la Generalitat» cuando comenzó la Guerra Civil.
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El presidente de la República facilitó y celebró el autogobierno de Cataluña, y después se encontró la «insolidaridad y el chantajismo de la Generalitat» cuando comenzó la Guerra Civil.
Xavier Domènech, profesor de Historia de la Universidad Autónoma de Barcelona, y diputado por Barcelona en Comú (confluencia de Podemos), manipuló en la sesión de investidura una frase de Manuel Azaña para defender el inexistente «derecho a decidir» al desencajarla de su pensamiento, no aquilatarla con otras citas, no tener en cuenta la circunstancia en la que se expresó, ni la rápida evolución de la opinión del autor a la vista de los acontecimientos.
Manuel Azaña creyó en el catalanismo como fuente de libertad entre 1930 y 1936, cuando necesitaba las grandes coaliciones para derribar al enemigo. Los años de dictadura hicieron de Azaña un republicano completo, dejó el maltrecho Partido Reformista, y fundó uno propio con sus amigos, llamado Acción Republicana. La estrategia de Azaña era reeditar la conjunción republicano-socialista de 1909 sumando a los catalanistas, agraviados porque el dictador había anulado la Mancomunidad creada en 1914. La forja de esa alianza impulsó a Azaña y otros republicanos a prometer el autogobierno catalán, en medio de ostensibles halagos sobre su civismo y cultura, como una fórmula de libertad acompasada con los tiempos. El fin de la Primera Guerra Mundial, y la influencia del presidente estadounidense Wilson, convirtió el principio de las nacionalidades nacido en la Grecia e Italia del XIX en el derecho de autodeterminación de las naciones sin Estado para desmantelar los Imperios centrales y Turquía. Esa centralidad del nacionalismo como solución política alimentó los fascismos del XX, pero aún era pronto para percibirlo.
En esa política de alianzas contra la Monarquía, Azaña contactó con los intelectuales catalanistas en marzo de 1930. Pronunció entonces un discurso en el que aseguró que concebía una Cataluña gobernada por las «instituciones que quiera darse» mediante una «manifestación libre de su propia voluntad». Es más; tanto quería demostrar su alejamiento de la Dictadura centralista que afirmó que si Cataluña quisiera algún día «remar sola en su navío, sería justo permitirlo». No creía Azaña entonces que la ruptura pudiera llegar porque existían «lazos espirituales, históricos y económicos», y que produciéndose una «unión libre entre iguales», Cataluña estaría en la República española. Esta afirmación facilitó que los catalanistas se unieran al Pacto de San Sebastián en agosto de 1930 contra la Monarquía, acordando que la futura República establecería un sistema de autonomía para Cataluña.
Sin embargo, el primer acto de los catalanistas fue traicionar dicho Pacto. Si bien Companys proclamó el 14 de abril de 1931 la república catalana en la república española, fue Macià, auténtico inspirador del independentismo y líder de ERC, quien le corrigió ese mismo día y anunció el Estat Català. El gobierno provisional, en el que estaba Azaña, acordó un modus vivendi con el nacionalismo que tampoco fue respetado: la Generalitat elaboró un Estatuto que envió a las Cortes, donde estaba depositada la soberanía nacional, sin que éstas hubieran decidido el edificio constitucional. Aun así, Azaña, siguiendo sus compromisos y considerando que la República en Cataluña era la ERC de Macià, fue el máximo defensor del proceso autonómico.
La constitución de 1931 hablaba de la posibilidad de que obtuvieran un Estatuto de Autonomía aquellas regiones que las Cortes determinaran, pero no todas. No se habló de «hechos diferenciales», ni de «nacionalidades», sino de «características comunes» entre provincias. La única nación era la española. El título que cobijaba la aspiración de dar solución al «problema catalán» –y a ninguno más– se denominaba «Organización Nacional». Azaña creyó que el Estatuto satisfaría las aspiraciones catalanistas, a pesar de todas las voces en contra y el malestar que concluyó en «la sanjurjada» de agosto de 1932. En su famoso discurso en las Cortes, el 27 de mayo de aquel año, Azaña no hizo alusión al «derecho de autodeterminación», dijo que el Estatuto daba un autogobierno a Cataluña mayor al que había tenido en su historia, poniendo así, según creyó entonces, fin al problema catalán. Cataluña, dijo, formaba «parte integrante, inseparable e ilustrísima» de España.

Decepción y mentira

El 15 de septiembre se firmó el Estatuto. Unos días después, Azaña visitó Barcelona, y dijo que no se celebraba un «hecho catalán, sino un hecho español», cuya solución autonomista sería ejemplo para el resto del mundo. Sin embargo, el golpe de Estado en 1934, en el que Companys, presidente de la Generalitat, quiso la caída del gobierno para reconducir la República, no conllevó una crítica creíble de Azaña. Todo lo contrario: en su campaña para un Frente Popular en 1935 creyó imprescindible el concurso de los catalanistas.
La guerra cambió la opinión de Azaña sobre el «problema catalán». En su novela «La velada en Benicarló» (1937) confesaba su decepción y fracaso, la mentira y la estulticia de muchos del bando republicano. Entre otras cosas denunció cómo el gobierno de Cataluña había aprovechado la crisis para traspasar sus límites competenciales y funcionar como un Estado independiente, inmerso, además, en otra guerra civil y en la expansión por Aragón y Baleares. Le habían escandalizado, escribió más tarde, «las pruebas de insolidaridad y despego, de hostilidad, de chantajismo» de la Generalitat. Así, en mayo de 1937 ordenó como Presidente de la República que se recuperaran los poderes del Estado en Cataluña; y así lo hizo Negrín, jefe del gobierno.

Eje Barcelona-Bilbao

Carlos Pi y Suñer, quien había sido ministro con Martínez Barrios y consejero con Companys, se entrevistó con Azaña en septiembre de 1937. El catalán se quejó de que el Ejecutivo rebajara la autonomía de la Generalitat cuando tenía que haber ampliado sus funciones porque su región no había sido invadida por los rebeldes. Azaña, harto de tanta mezquindad, y conocedor de las maniobras de Companys para lograr una «paz separada», reprochó al gobierno catalán la apropiación de competencias estatales, su descoordinación con el gobierno de la República. La Generalitat, dijo, había estado en «franca rebelión» contra el Estado, como en 1934. Es más; se había formado un «eje Barcelona-Bilbao» contra la República en guerra. La deslealtad y el doble juego de los políticos catalanes, la traición a la democracia y a la República, y el engaño del Estatut como satisfacción nacionalista eran tan palmarias que Azaña espetó que si al pueblo español se le colocaba otra vez en la situación de «optar entre una federación de repúblicas y un régimen centralista, la inmensa mayoría optaría por lo segundo». El arrepentimiento de Azaña por haber sido el adalid del autonomismo catalán lo plasmó en su «Cuaderno de la Pobleta» y en dos artículos escritos en el exilio. Allí anotó que la cuestión catalana había sido un «manantial de perturbaciones», una «manifestación aguda, muy dolorosa, de una enfermedad crónica del pueblo español»: la búsqueda infructuosa de unas instituciones respetadas.
No cabe la menor duda de que Azaña se arrepintió de haber halagado al nacionalismo catalán para incorporarlo a su política de frentes, a su idea de República, creyéndolo democrático y leal. Los mismos en los que se había apoyado para defender el republicanismo desde 1930, tanto socialistas como catalanistas, dieron la espalda al régimen y a sus aliados cuando los golpistas se levantaron en julio del 36, para buscar la imposición de su propio sistema a costa de la sangre y la libertad de todos.