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Azorín, la biografía del escritor olvidado

Es uno de los grandes clásicos, un renovador estético y el hombre que teorizó la Generación del 98, pero hoy nadie lo lee. Una semblanza recupera a un autor que evolucionó del filoanarquismo al conservadurismo y de defender el amor libre a casarse
Azorín, la biografía del escritor olvidado
Retrato de Azorín realizado por Juan de Echevarría en 1922Museo Reina Sofía
Jesús Ferrer Solà
  • Jesús Ferrer Solà

    Jesús Ferrer Solà

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Por sorprendente y triste que pueda parecer, no resulta inapropiado preguntarse quién lee hoy en día a Azorín. El que fuera figura clave de la generación del 98, ¿qué protagonismo tiene en los temarios académicos?, ¿se reeditan sus obras con la debida pulcritud crítica?, ¿se conmemoran debidamente sus efemérides biobibliográficas?, ¿cuál es su presencia en los medios culturales?, ¿cuenta con una biografía minuciosa y actualizada?... Esta última pregunta se responde ahora con Azorín. «Clásico y moderno», de Francisco Fuster, profesor titular de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia. Sus estudios sobre Julio Camba, Pío Baroja y Agustí Calvet, «Gaziel», entre otras temáticas, le acreditan como un reconocido crítico e investigador. Con esta biografía de José Martínez Ruiz, «Azorín», (Monóvar, 1873 - Madrid, 1967) se actualiza merecidamente su atractiva personalidad intelectual. Será precisamente él quien en 1913, en unos artículos periodísticos, dará forma teórica a la generación del 98. Su narrativa es una clara muestra de las representativas inquietudes de ese grupo literario. De entre sus obras más significativas «La voluntad» (1902) inaugura, bajo la influencia de Nietzsche y Schopenhauer, la prosa modernista de estetizante decadentismo; y «Las confesiones de un pequeño filósofo» (1904) incide en el relato de formación juvenil de la personalidad; sin olvidar «Los pueblos» (1905), conjunto de prosas sobre la vida provinciana; «Castilla» (1912), singular ejercicio de sublimación de una espiritual geografía; «Lope en silueta» (1935), lúcido ensayo sobre el inmortal dramaturgo; «Madrid» (1941), eficaz muestra de un renovado costumbrismo; «Memorias inmemoriales» (1946), detallado panorama de íntimas evocaciones; y «Ni sí, ni no» (1966), recopilatorio de interesantes artículos periodísticos. No es menos fascinante su evolución ideológica, que va desde la rebeldía juvenil de perfil filoanarquista a un conservadurismo liberal e ilustrado, aunque siempre recluido en la literatura, en un individualismo intelectual independiente y solipsista. Su estilo, abierto a la innovación estética, pero fiel a un equilibrado clasicismo, se ha identificado con una suerte de impresionismo simbolista, donde adquieren gran importancia el melancólico paso del tiempo, la serena voluptuosidad del paisaje rural, la deriva ética de su narrativa, la potente presencia de las percepciones sensoriales, y el dominio de la rigurosa adjetivación. No extraña así que gozara de una admiración literaria que va desde Ortega y Gasset y Baroja a Joan Fuster y Josep Pla, a quien le fascinaba la tajante sencillez de su adusto estilo sintáctico; en animada tertulia había comentado más de una vez: «Azorín no escribe esas frases castellanas que acaban en forma de cola de pescado, no. Azorín dice: ‘‘La puerta es blanca. El día es gris’’. Es así como se tiene que escribir». Estos y otros muchos referentes se tratan en el riguroso y documentado libro de Francisco Fuster, quien ya abordara la trayectoria vital y literaria de Azorín al cuidar en 2016 de la reedición de una canónica biografía anterior, a cargo de José García Mercadal. La aparentemente opaca o poco conocida vida personal del novelista aparece ahora rigurosamente desvelada. Nos adentramos en el ambiente familiar de infancia, de tipo convencionalmente tradicional, con padre enérgico y autoritario, y madre entregada al cuidado del hogar. En la incipiente juventud y con fuertes inquietudes periodísticas, iniciará en la capital de España una decidida ruptura con el pasado: «irse a Madrid equivale a quemar las naves», leemos. Sus primeras colaboraciones en prensa merecerán los elogios de Leopoldo Alas «Clarín», y la publicación del folleto Charivari, una demoledora crítica sobre la profesión periodística y los ámbitos literarios del momento, le conllevará serias amenazas; el dramaturgo Joaquín Dicenta y Valle-Inclán pretendieron, aunque no llegó la cosa a más, ajustarle contundentemente las cuentas. De estos finales del siglo XIX data su primera afiliación política, en el Partido Federal de Pi y Margall, de carácter republicano y progresista, iniciando así una errática trayectoria ideológica. Colabora en esos momentos en «El Motín» entre otra prensa radical, aunque se matiza aquí muy bien que Azorín no era tanto un revolucionario en sentido estricto, como un eficaz propagandista del ideal libertario. Sorprendentemente, y con el trasfondo histórico del Desastre del 98, se señala que no hará mención alguna a ello en sus colaboraciones periodísticas de esos días; está en otras inquietudes, formando acaso su particular estilo literario, inmerso en la tanteante gestación de una estética propia y original. Simultáneamente lo hallamos matriculado en Derecho en diversas universidades españolas, en el periplo académico de una carrera que no finalizará jamás. En 1900 publica «El alma castellana» (1600 - 1800), libro considerado como la primera muestra de lo que será el característico estilo azoriniano, su particular temática centrada en la reflexión civil, moral y estética sobre la realidad española. 

Viveza literaria

El poeta catalán Joan Maragall, con quien iniciará una buena amistad, le escribe entusiasmado: «Para mí, la mejor cualidad (y la más rara) que pueda tener un libro: el ser vivo». Preclara apreciación sobre la viveza literaria, y vigencia por lo tanto, del autor de «La voluntad». Se aportan aquí diversos testimonios de sus contemporáneos destacando el carácter altivo y algo engreído del joven Azorín; sobresalen las palabras del su ya amigo Pío Baroja: «Es impresionable hasta la exageración, y sus ojos son inexpresivos; es nervioso, y su aspecto es impasible; tiene fuego en su palabra, y su rostro es frío y de ademán automático». Entre jocosas anécdotas de la época, destaca la visita nocturna junto a otros escritores, en febrero de 1902, a la tumba de Mariano José de Larra conmemorándose su muerte; al parecer abrieron el sarcófago y «yo tuve en mis manos el cráneo, en el que busqué el orificio de la bala con que se mató; pero estaba ya tan deshecho que no se podía encontrar». Recreará este episodio en «La voluntad», la emblemática novela que marcará la plena madurez del escritor, símbolo de una nihilista mirada generacional, donde aparece ya el regeneracionismo del ser nacional y el sentido filosófico de la existencia. Se argumenta en esta biografía sobre el seudónimo del escritor, dándonos él mismo la clave en unas declaraciones a la revista «Estampa», en 1929, afirmando que Azorín «es un apellido muy corriente en la región levantina, y que a mí me encanta por lo eufónico y lo breve...»; contando además con que así había llamado al protagonista de su novela «Antonio Azorín» (1903).
Se detalla minuciosamente su progresivo acercamiento al conservadurismo maurista, aceptando así la política de la Restauración. Conjuntando vida y obra del biografiado, el libro de Fuster resalta la esencia de sus principales creaciones, señalando, por ejemplo, cómo la mencionada «Los pueblos» (ensayos sobre la vida provinciana) (1905) –juzgada por el biógrafo su mejor obra– supone un avanzado retrato de la despoblación rural, el páramo cultural de la España profunda, y la melancolía con la que refleja las «vidas opacas» de esa «intrahistórica» realidad. Resulta elegido diputado en 1907 por el Partido Conservador y, al año siguiente, quien, «cauteloso en amores» había defendido algunos años antes el «amor libre», contraerá, enamoradísimo, matrimonio con Julia Guinda, «una muchacha dignísima», como la defiende ante los recelos de su autoritario padre, quien finalmente accederá a ser el padrino de boda. De entre sus pocas intervenciones parlamentarias destacará la fervorosa defensa que hace de su amigo Unamuno al verse destituido este como rector de la Universidad de Salamanca. Durante el Directorio de Primo de Rivera ocupará un lugar preeminente en el ámbito literario y cultural del país; y con la República adquirirá cierto protagonismo al mostrarse un decidido partidario de la concesión del estatuto de autonomía para Cataluña. Vivirá el desgarrón de la Guerra Civil española, desde París, con un dramatismo que no le impedirá abogar por sus compañeros de la intelectualidad desterrada: «Ese mismo día (14 de enero de 1939) (...) como presidente del PEN Club español, ha enviado algunas cartas a Franco para expresarle su preocupación por la situación en la que quedarán los escritores exiliados». En décadas posteriores, hasta su fallecimiento en 1967, seguirá ejerciendo un magisterio literario que gozará de respetuosa y generalizada admiración. Es sabido que no hay ninguna biografía definitiva, pero esta mantendrá durante muchos años su documentada preeminencia investigadora, porque nos presenta, al fin, la actualizada imagen pública y también la privada intimidad de quien, aparentemente, parecía que nada le había sucedido. Esa equivocada noción de una vida de discreta opacidad, queda rebatida con este espléndido libro. Azorín aseveró que «vivir es volver»; bienvenido sea el biográfico regreso, con plena vigencia, de este incontestable clásico literario.

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