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Pintura

Balthus, pecado de juventud

El Museo Thyssen-Bornemisza exhibe las obras más controvertidas del artista en una amplia retrospectiva.

Sesutko Klossowska de Rola, viuda de Balthus, ante el cuadro «Las hermanas Blanchard», uno de los 47 otros que se muestran en la exposición del Museo Thyssen de Madrid
Sesutko Klossowska de Rola, viuda de Balthus, ante el cuadro «Las hermanas Blanchard», uno de los 47 otros que se muestran en la exposición del Museo Thyssen de Madridlarazon

El Museo Thyssen-Bornemisza exhibe las obras más controvertidas del artista en una amplia retrospectiva.

La tentación del artista joven es la transgresión. El intento de epatar al mundo con la provocación en lugar de acudir a la maestría. El desafío de las normas es la salva de los «enfant terrible» para autoproclamar su advenimiento, quizá porque el genio requiere en sus años tempranos de una leyenda de rebeldía y sediciones talentosas que anticipe la fama de su nombre, sobre todo durante esa época de temblores estilísticos y dudas creativas, y que, a la vez, funcione o vaya sirviendo de anuncio o preconización de Sibila de su obra posterior.

Balthus desertó de las filas del surrealismo en los años treinta del siglo XX, que resultó una década abundante en subversiones, y no solo plásticas, pero antes había saqueado su rico bosque simbólico (el espejo, el sueño o la inversión de la razón). Unos códigos que aplicó sin complejos al mundo imaginario que portaba consigo y a una serie de obsesiones que el tiempo ha desposeído de la pátina de sus razonamientos y lo ha reducido a pura osamenta visual, a lo que se ve, que siempre es lo más superfluo de cualquier obra.

Alumno de Rilke

Balthus, que provenía de la tutela literaria y pictórica de Rilke y un ambiente doméstico prolífico en vetas culturales, retrató en 1938 a la hija de sus vecinos, Thérèse Blanchard, en unos óleos de enorme preciosismo y envidiable perfección técnica que, ya transcurrido el tiempo, ha causado enorme susto entre las pudorosas, decentes y honradas gentes de bien de este siglo XXI, que nos ha salido muy moderno de tecnología, pero algo pacato de mentalidad y moral.

El Museo Thyssen-Bornemisza ha prescindido, con razón, de la polémica y la corrección política, y se ha desmarcado con una retrospectiva dedicada al pintor que ha reunido un conjunto de 47 piezas, algunas de formato grande, entre las que se incluye «La calle» (1933), un inquietante bodegón humano, y en la que se han incluido estas polémicas pinturas en aras del arte, la integridad de pensamiento o, simplemente, porque como en España se pasa de todo y jamás sucede nada (salvo el guerracivilismo político), pues qué más da, que nadie se va a quejar. Al revés, el morbo atraerá un buen puñado visitas, que por aquí gusta mucho eso.

Secretos de la infancia

Lo cierto es que Balthus va más allá de estos óleos, que ahondan en los secretos de la infancia, en ese instante indeciso en que las mujeres todavía poseen el cuerpo de una niña, pero se manejan con la desenvoltura de una adolescente. Es el instante de irrupción de la vida adulta en el jardín de la niñez, que hará estragos, y en el que ya nada resultará inocente. Esta aclaración, que más o menos dio el creador, no le interesa a nadie (de lo contrario se habría encontrado y los cuadros no hubieran dado para escribir tantas páginas), y por eso el artista se contempla hoy bajo este foco. Pero este asunto de su mirada correcta o incorrecta es un veredicto que, al final, tendrá que dar el propio visitante y nadie más.

Debates aparte, la exposición, articulada cronológicamente, es un recorrido acertado por la trayectoria de un pintor irregular, que muchas veces entusiasma y otras deja indiferente, que va pespunteando las influencias que dieron mecha a su inspiración y pólvora a su energía cinética, porque Balthus emergió del encuentro del surrealismo, el arte oriental (que conoció de niño), la pintura primitiva italiana, los Masolino y compañía, que, como subrayó ayer el comisario de la muestra, Juan Ángel López-Manzanares, aún tenían bastante de artesanos, aparte de la expresión del arte popular y los Bonnard, Poussin, Courbet y otros. Guillermo Solana, director artístico de la pinacoteca, resaltó la traducción que Balthus hizo de estos clásicos. Su capacidad para deglutir su caudal de aportaciones y devolverlos a esta época con un lenguaje renovado, que, en definitiva, es innovar, levantar algo nuevo desde la tradición, más que a costa de ella misma.