Bauhaus: más allá de los tópicos
El 1 de abril se cumplen cien años de su fundación en Weimar por Walter Gropius, un paradigma educativo en el que tuvieron cabida todas las manifestaciones artísticas, entre ellas las fiestas, que implicaban a gran parte de la comunidad
El 1 de abril se cumplen cien años de su fundación en Weimar por Walter Gropius, un paradigma educativo en el que tuvieron cabida todas las manifestaciones artísticas, entre ellas las fiestas, que implicaban a gran parte de la comunidad.
El 1 de abril de 1919 el arquitecto y diseñador Walter Gropius fundó la Bauhaus. Los motivos que le llevaron a ello solo pueden ser contemplados, un siglo después, como el resultado de un sueño sin contexto posible, utópico, en el que arquitectos, pintores y escultores establecieran una «nueva cofradía de artesanos» que superara las divisiones tradicionales absurdas entre artesanía y arte, el trabajo manual y el ingenio. La concepción del arte como un todo interdisciplinario y un sistema de enseñanza desjerarquizado, liberado de presiones institucionales, convirtieron a la Bauhaus en un paradigma educativo que tendría sus ecos en proyectos como el Black Mountain College o la New School for Social Research, ambos desarrollados en EE UU.
La historia de esta institución se halla íntimamente ligada a la convulsión política y social de la Alemania de entreguerras. La primera fase de la Bauhaus se desarrolla en Weimar, ciudad en la que permanecerá su sede hasta 1925. La trayectoria artística de la escuela durante su residencia en la capital del estado de Turingia se puede subdividir en dos épocas: la que se extiende desde 1919 hasta 1922, en la que prevalecen criterios estéticos expresionistas, y registra incorporaciones al staff de docentes de figuras tan destacadas como Paul Klee y Vasili Kandinsky; y la que, protagonizada por el viraje hacia el constructivismo y la Nueva Objetividad, recorre el periodo entre 1923 y 1925 y sobresale por la unión de nombres como Theo van Doesburg y László Moholy-Nagy. Ante la falta de apoyo del gobierno de Weimar, en 1925 la Bauhaus trasladará su sede a Dessau. En 1928, Gropius abandona la dirección del centro, la cual pasa a ser desempeñada por el arquitecto Hannes Meyer. El nuevo rumbo que se imprime con este relevo se percibe, sobre todo, en la creciente politización de la enseñanza. Dos años después de haber asumido la dirección, Hannes Meyer es relevado por Mies van der Rohe, quien tendrá el triste honor de ser el último rector. También en 1930, algunos de los más icónicos profesores, como Paul Klee, la abandonarán, mientras que otros como Kandinsky o Josef Albers permanecerán hasta su clausura. La misma se precipitará a partir de 1932, cuando, tras la retirada de su apoyo por parte del gobierno de Dessau, Van der Rohe traslada la sede a Berlín, donde se mantendrá en funcionamiento aunque a una escala mucho menor. En 1933, tras el ascenso del partido nazi al gobierno, la Gestapo clausurará la escuela bajo la acusación de que allí se practicaba arte «anti-alemán» y «bolchevique».
Valores románticos
C
ien años después de su creación, y con cientos de estudios a sus espaldas, la Bauhaus es víctima de un sinfín de lugares comunes que impiden apreciar la verdadera riqueza y complejidad de cuanto sucedió entre sus paredes. La visión arquetípica en la que se ha encapsulado a esta escuela ha conducido a que toda su filosofía haya sido reducida al paradigma del funcionalismo del Estilo Internacional, a la arquitectura racional y los muebles de diseño que tanta apreciación han tenido en el gusto contemporáneo. Nadie parece acordarse ya de que, junto a este pensamiento frío y depurado, en la Bauhaus convivieron valores románticos y vitalistas que, en su fase final, fueron purgados por el temor a ser asociados a la ideología del Nacionalsocialismo. El teatro y las fiestas de la Bauhaus aportan, en este sentido, una perspectiva diferente sobre la vida diaria de esta institución que, con motivo de su centenario, merece la pena rescatar del olvido.
Pocos podrían imaginarse que, en el mismo centro del que salieron todos aquellos diseños funcionales y limpios asociados al Estilo Internacional se desarrolló un fascinante programa escénico que, décadas después, sería reivindicado por los pioneros del «happening» y de la «performance» como un precedente fundamental. El culpable de la importancia adquirida por el teatro y la danza en la Bauhaus no es otro que Oskar Schlemmer; un artista que, desde fechas tempranas, se sintió atraído por las artes escénicas, en las que quiso llevar a un plano tridimensional sus investigaciones sobre la pintura. De todos los proyectos escénicos acometidos por Schlemmer, el «Ballet Triádico» es el que mayor trascendencia ha tenido en la historia de la danza y de la performance. Su dilatado tiempo de gestación posibilitó que actuara como el receptáculo encargado de recoger todas aquellas transformaciones que su pensamiento y su plástica experimentaron durante casi diez años. Según los datos aportados por el propio Schlemmer, el origen del ballet se remonta a 1912, en Sttutgart, como consecuencia de la cooperación con los bailarines Albert Burger y Elsa Hotzel y con el maestro artesano Carl Schlemmer. La primera representación de esta obra tuvo lugar en 1915, aunque habría que esperar a 1922 para asistir a su primera representación completa en el Sttutgart LandesTheater. A esta presentación en público de la obra integral le seguiría su inserción, en 1923, en el programa de la Semana de la Bauhaus que se desarrolló en el Nationaltheater de Weimar, y que, sin duda, sería la de mayor éxito y reconocimiento. El periodo comprendido entre 1926 y 1929, coincidente con los años de mayor ebullición de la Bauhaus en Dessau, la inmersión de Schlemmer en la actividad escénica alcanzó su máxima intensidad. Producto de ella fueron las once piezas cortas conocidas como «Danzas de la Bauhaus», que plantean situaciones sencillas en las que ampliar las investigaciones sobre el cuerpo del bailarín a partir de la interacción de forma y espacio. En ellas, Schlemmer requiere del actor no tanto una especial habilidad o virtuosismo cuanto la necesaria sensibilidad para experimentar y «trabajar» el espacio.
Una de las líneas de expresión más prolíficas y sugerentes de la Bauhaus fue la comprendida por las fiestas y celebraciones que implicaban a la mayor parte de la comunidad de profesores y estudiantes. Estos eventos alcanzaron, con el desarrollo de la institución, una importancia que rebasaba significativamente su calificación como «actividades de ocio». La gestión de los recursos espaciales y materiales aspiraba a conseguir un entorno impregnado en cada uno de sus detalles con una elevada teatralidad. En Dessau, las grandes fiestas conllevaban una intervención integral de las instalaciones de la Bauhaus: espacios comunes, pasillos, escaleras, zonas exteriores. La arquitectura se transformaba en un escenario para gigantescas performances, en las que la danza, cine, fotografía, escultura y la tradición –hoy olvidada– del «diseño-en-movimiento» interactuaban y creaban situaciones efímeras y envolventes.
Fiestas de hojalata
L
a Bauhaus regularizó un calendario pagano de celebraciones, que contaba con cuatro grandes hitos: la «Fiesta de los Faroles», fijada el 18 de mayo para hacerla coincidir con el cumpleaños de Walter Gropius; un mes más tarde se celebraba el Festival de Pleno Verano; el mes de octubre, con el otoño ya entrado, traía el denominado Festival del Dragón; y, finalmente, se hallaba la última del año, coincidente con la Navidad. Pero los más recordados fueron los eventos temáticos meticulosamente diseñados por Schlemmer. Entre ellos destaca la «Fiesta de las Consignas» –celebrada en 1927 para festejar el cumpleaños de Kandinsky– o la conocida como «Fiesta Metálica». En ésta última un tobogán recubierto con hojas de metal blancas atravesaba una hilera de destelleantes globos plateados, situados bajo focos de luz. A través de él se accedía al «corazón de la fiesta», aunque primero había que pasar por una tienda de artículos de hojalata, en la que satisfacer todas las necesidades de metal. Una «escalera musical», en la que cada peldaño emitía un tono diferente al ser pisado, conducía a una lotería en la que se podían ganar premios del tipo de escaleras metálicas, cuencos de níquel, lámparas de aluminio, etc.. Completado este recorrido, se estaba preparado para entrar a los «reinos del verdadero placer metálico»: hojas dobladas de papel de aluminio brillaban y reflejaban la imagen distorsionada de los bailarines; muros forrados de máscaras plateadas que proyectaban sombras grotescas; techos salpicados con refulgentes boles metálicos; y papel de metal coloreado y enormes bolas de Navidad por doquier. Papel metálico fue adherido a las ventanas, lo que sumado a la iluminación en color azul y blanco, lograba que la Bauhaus luciera radiante en plena noche invernal.