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Centauros andaluces

larazon

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A mediados del s. XIX en los bosques de la cuenca del Genil una banda encabezada por «El Bizco de El Borge» aterrorizó a la población con asaltos y secuestros
Hacia 1867, en la parte oriental de Andalucía llegaban también con bastante retraso los prodigiosos avances de la Revolución Industrial. Pero mientras por los campos y sierras de la región se extendían de forma imparable las vías del ferrocarril, instalándose incluso las primeras estaciones de telégrafos, el hambre y el analfabetismo seguían causando estragos por todos aquellos rincones. Y junto a ellos, persistía un fenómeno singular y apasionante en el paisaje andaluz: el bandolerismo. Mientras en 1868 la Gloriosa revolución enviaba a la reina Isabel II al exilio de París, en los oscuros bosques de la cuenca del Genil irrumpía en escena una temible banda de forajidos que iba a mantener en jaque a las autoridades durante más de dos décadas. La banda pasaría a la historia como la partida de «El Bizco de El Borge» y «El Melgares».
La cuadrilla se movía con soltura a caballo por agrestes y peligrosos caminos de montaña, bordeados por barrancos. En aquellos parajes salvajes esta especie de centauros sin escrúpulos asaltaban diligencias y desvalijaban caseríos con la faca en ristre en un abrir y cerrar de ojos. Los jefes del grupo eran dos tipos letales. Empezando por el «Bizco de El Borge», cuyo nombre real era Luis Muñoz García: un gigante dotado de una fuerza descomunal, con la sangre caliente propensa siempre a la camorra.
Como su apodo indicaba, padecía estrabismo, lo cual no le impedía esgrimir una prodigiosa puntería con armas de fuego. Manejaba también el machete con asombrosa habilidad. De hecho, se había echado al monte tras matar a un jornalero en una pelea a cuchillo por un lío de faldas.
Manuel Melgares, en cambio, era un sujeto frío y calculador, con cierta cultura y una más que notable inteligencia natural. Había empezado su carrera criminal enviando cartas con impecable caligrafía a los terratenientes de la zona para extorsionarles. Si no le entregaban el dinero que les pedía, la amenaza no tardaba en surtir efecto: no en vano advertía a sus víctimas, eso sí, con toda la amabilidad del mundo, que de no hacerle caso incendiaría sus cortijos con sus familias dentro. Por si fuera poco, a Luis Muñoz y Manuel Melgares se unió un tercer individuo conocido como «El Frasco Antonio». Se trataba también en su caso de un rufián de cuidado, a quien le sobraba coraje para asestar los golpes más osados e inmisericordes. Con razón, el grupo de forajidos acabó convirtiéndose en el más poderoso y temible de aquellos contornos. Saqueaban cortijos, secuestraban a sus dueños y asesinaban sin piedad alguna. Asaltos, tiroteos, enloquecedoras huidas a caballo entre espesas nubes de polvo... Parecía el «Salvaje Sur», emulando al «Lejano Oeste» americano, donde nadie estaba a salvo. Una tierra sin ley, donde el trabuco sustituía al Winchester y el tricornio, a la estrella de sheriff. La banda de «El Bizco y el Melgares» constituía una pesadilla para la Guardia Civil, impotente en la mayoría de los casos para pararle los pies. Y es que los malhechores habían tejido una red de confidentes que dominaba el territorio andaluz de un extremo a otro. Muchos paisanos de los pueblos colaboraban con ellos, ya fuera por pánico a sus represalias o por las recompensas que les entregaban a cambio de cobijo, alimento o información.
asesinato a hachazos
Tampoco les faltaban admiradores y seguidores leales de su causa, pues los latifundistas que les explotaban eran precisamente las víctimas propiciatorias de los bandoleros. En aquel teatro de violencia e intimidación, sus fechorías adquirieron reminiscencias de cantar de gesta. Su fama traspasó, de hecho, los límites de Despeñaperros. Se habló incluso de sus tropelías en el Congreso de los Diputados, donde poseían influyentes contactos, al igual que en otras altas esferas de la política. Hoy, sin ir más lejos, se sigue considerando al «Bizco de El Borge» como uno de los mayores asesinos de guardias civiles de todos los tiempos. Así transcurrieron más de veinte años. Y como es lógico, surgieron también tensiones entre los propios cabecillas que desembocaron en el asesinato a hachazo limpio del Melgares, ordenado por sus compañeros. «El Frasco Antonio» fue abatido luego a causa de una traición. Ya solo quedaba el sanguinario Bizco en pie. El tiempo le había dejado medio sordo y ciego, y su sueño dorado era retirarse de hostelero en una tasca de Madrid, pero necesitaba dar aún el último golpe para conseguir el dinero. Tampoco él logró escapar al destino trágico marcado por la violencia atroz. Víctima de una emboscada, le metieron dos tiros a quemarropa en un olivar.