César Manrique, más volcánico que nunca
Hoy se conmemora el centenario del nacimiento del creador canario, un adelantado del "Land Art"que hizo de Lanzarote su laboratorio artístico
Hoy se conmemora el centenario del nacimiento del creador canario, un adelantado del "Land Art"que hizo de Lanzarote su laboratorio artístico
Llegar a la isla de los volcanes es mantener un diálogo abierto con la naturaleza y el arte. Es apreciar la mano de César Manrique en todos sus paisajes. Y, a la vez, descubrir en su Lanzarote natal al artista. Ambos son indisolubles. El ruido desaparece y se descubre la belleza. Lava petrificada. Los colores negro, verde, blanco y azul hacen una composición perfecta. La escala. Cuando en los años 50 nadie daba valor a la naturaleza, él ya la resaltaba. Lanzarote poseía una gran plasticidad y esa fue su obsesión, hacer de la isla su gran laboratorio artístico.
Manrique pertenece a la corriente de la segunda mitad del siglo XX, en la que la pintura abstracta española se renueva tras el colapso de la Guerra Civil. Le gustaba decir que era un artista total: escultor, paisajista, arquitecto; pero, sobre todo, y ante todo, pintor. Algo que reivindicaba con vehemencia en cada entrevista o encuentro con amigos. En sus lienzos plasmaba la naturaleza de la isla de forma abstracta y matérica, un género que potenció y que vinculaba siempre al paisaje volcánico.
Esa esencia de pintor le permitía profundizar en su parte más íntima. Sin distracciones y directo a la creación. “En sus diarios encontramos muchas veces la misma frase: ‘Todo el día pintando'", cuenta a LA RAZÓN Fernando Ruiz, conservador jefe de la Fundación César Manrique. Su otra faceta artística, la del espacio público, requería de mediaciones y de mucha socialización. En ambas se movía a la perfección, pero todos reconocen que con la pintura era tremendamente feliz.
La crítica cultural lo ha ido reconociendo como un filósofo del arte. Muchas de sus frases se han convertido en leitmotiv para sus seguidores: “Soy un contemporáneo del futuro”, “es momento de parar” (en referencia al desarrollo turístico descarnado que Lanzarote vivía en aquella época), y “el artista tiene la obligación moral de facilitar la felicidad colectiva”, entre otras.
Ruiz matiza que era un hombre tocado por la genialidad: “Había momentos en los que estábamos hablando y nos callaba para que no nos despistáramos de lo verdaderamente importante, como una puesta de sol. Era capaz de tirarse al suelo a observar una babosa y resaltar sus colores, su forma. Tenía una gran capacidad de fascinarse por la vida en toda su expresión”.
"Land Art"y su intervención en el paisaje
Es a partir de los años 60 cuando plantea algo totalmente nuevo. Sus intervenciones espaciales realzan la singularidad de la isla: la aridez del terreno, su origen volcánico, el incesante viento, su escasa vegetación salpicada de cactus e higueras, sus camellos, sus playas de arena negra, su arquitectura tradicional. Todo convertido en un atractivo turístico que se distanciaba del modelo desarrollista de la España del momento. En el planteamiento de Manrique el visitante participa de forma respetuosa con el entorno. Un concepto que se conoce como "Land Art"y que él acuñó como Arte/Naturaleza y que empezó a despuntar en Estados Unidos en 1968. Casi una década antes, Manrique ya lo hacía en Lanzarote.
De la playa de Famara a Los Jameos del Agua
Su familia tiene claro que desde muy pequeño quería hacer cosas por la isla. “Heredó el sentido plástico de su padre. Lo llevaba en coche a conocer todos los rincones y a visitar las cuevas. Tomaba fotos de esos paisajes, lo retrataba entre las rocas, se bañaban desnudos en la playa de Famara, y cuando volvía a casa decía a todos que sabía lo que iba a hacer por su tierra”, cuenta a este diario Carlos Matallana, uno de sus sobrinos. “De esos viajes con mi abuelo estoy seguro que forjó la idea que dio lugar años después a ‘Los Jameos del Agua', su primera gran obra espacial”.
César Manrique nació en 1919 en un Lanzarote provinciano y oscuro. Su padre, Gumersindo, se dedicaba al comercio y tenía una gran sensibilidad artística. Recopilaba revistas de todo el mundo que dejaba por la casa al alcance de su hijo. En ellas empezó a bucear en las tendencias artísticas y culturales del momento. En su adolescencia formó relaciones con otros artistas canarios que lo marcaron en varias etapas de su vida, entre ellos, Manolo Millares, Pancho Lasso y Pepe Dámaso.
Ya en Madrid se profesionalizó estudiando en la Academia de Bellas Artes de San Fernando y, de ahí, dio el salto a Nueva York en 1964 donde se abrió completamente a la vanguardia. Se empapó del expresionismo abstracto americano y del arte pop, que le daría una cultura visual fundamental para su trayectoria posterior.
Manrique era un gran admirador de Picasso, Lorca y Buñuel. De Josephine Baker, Greta Garbo y Marlene Dietrich. En su taller, el corazón de todo artista, abundaban bocetos, botes de pintura y brochas. Ahí pintaba sus lienzos en el suelo, con su inseparable mono de trabajo azul. Metódico, disciplinado, aunque a la vez divertido y carnavalero. Pero, sobre todo, libre. Libre para crear, para amar, para vivir.
Murió en 1992 a los 72 años en un accidente de coche cuando salía de su casa de Tahíche, convertida ya en la fundación que lleva su nombre. Fue arrollado por un coche cuando quiso incorporarse a la carretera principal desde una rotonda. Su familia cree que un desprendimiento de retina que padecía desde hacía años le impidió ver el auto que acabó con su vida.
Hoy esa casa es un centro casi ceremonial cargado de magnetismo. Descender a alguna de sus cinco burbujas volcánicas y tocar la porosidad de su piedra es hacer centro con la tierra. “Es entrar en la doble piel del artista, que es la doble piel de Lanzarote, la superficial y la subterránea. Arriba, el río de lava y la arquitectura tradicional; abajo, las entrañas, su parte más telúrica”, describe Alfredo Díaz, portavoz de la fundación.
Esas burbujas son el resultado de las erupciones del Timanfaya entre los años 1730 a 1736 que provocaron tres grandes ríos de lava. En uno de ellos, Manrique ideó Taro de Tahíche, la casa en la que vivió durante 20 años y que fue la maqueta de lo que idearía después en el resto de la isla.
De la estética a la ética
El artista más telúrico contagió su pasión a la gran mayoría de los lanzaroteños que encontraron en él al hombre que les educó la mirada. De ser una isla denostada por muchos y de la que pocos apreciaban su belleza, Manrique logró que dignificaran la singularidad de su entorno.
Sabía que el turismo era un factor de crecimiento y apostaba por él, pero desde la sostenibilidad. Algo que a mediados de los 80 le enfrentó a una parte de la clase política y empresarial que apostaba por el ladrillo y los grandes complejos para atraer al turismo. “Manrique transita de la estética a la ética, y en la ética se compromete, hasta el punto de coger un megáfono y estar codo con codo al lado de los movimientos ecologistas”, apunta Díaz.
Cuando vio que pretendían especular con su modelo, radicalizó su postura. Se convirtió en un icono social. Acudía a los medios, escribía manifiestos, se presentaba en las obras para protestar por las construcciones que degradaban el paisaje. Se volvió incómodo. A tal punto que desde algunas instituciones públicas se le quiso declarar persona ‘non grata’.
Incluso, en dos ocasiones rechazaron su nombramiento como hijo predilecto. Reconocimiento que el cabildo insular le otorgó a título póstumo tres años después de su muerte. A pesar de que esos ataques personales le entristecieron profundamente, no dejó de perseguir el proyecto que guiaba su vida, hacer de Lanzarote un entorno sostenible.
Hoy su ideario estético, y ético, está más vigente que nunca. Sus valores adquieren aún más peso en un momento en el que el modelo turístico está siendo cuestionado en muchas comunidades turísticas del país, incluida por la que tanto luchó. "Es momento de parar", decía, (¿habría que hacerlo?). El territorio, que no el suelo, es patrimonio, es herencia. El sentido de la medida. Todo el universo "manrique"cabe en esas palabras.
El Almacén y la vanguardia cultural
César Manrique inaugura en Arrecife, en 1974, el Centro Polidimensional El Almacén junto a sus amigos Pepe Dámaso, Yayo Fontes y Luis Ibáñez. Una vieja casona de la burguesía local que rediseña para convertirla en un lugar innovador abierto a la vanguardia.
Este laboratorio artístico fue lugar de encuentro para todo tipo de creadores. En él se recitaba a Lorca, se exhibían películas de Buñuel y se admiraba a Picasso. Tenían cabida todas las expresiones artísticas y ecologistas. De ahí que en los años 80 Manrique cediera uno de sus espacios a El Guincho, una de las asociaciones medioambientales más importantes de España y que en esa década luchaba por evitar la degradación del paisaje en la isla con la explosión del turismo.
En medio de los preparativos con motivo del centenario del artista canario, LA RAZÓN se reúne con Mario Alberto Perdomo, colaborador de Manrique en El Almacén y miembro de El Guincho. “Él fue nuestro presidente honorífico. A veces venía corriendo y decía que en tal playa estaban haciendo una barbaridad y con eso ya nos activábamos; o viceversa". Perdomo habla de libertad, de democracia y activismo como hechos urbanos. Para los arrecifeños, El Almacén representa todo eso.
El Manrique más urbano
Aunque las intervenciones en el paisaje son las obras más mediáticas y premiadas internacionalmente, como Los Jameos del Agua, El Jardín del Cactus y el Mirador del Río, hay un Manrique urbano que se descubre paseando por las calles de Arrecife y que tiene un sabor especial. Ese que recuerda a la infancia, pero con el que también conviven los jóvenes de hoy.
Una ruta manriqueña que va desde el paseo por el Parque Rodríguez Cerdá, la lectura o el estudio bajo los murales de la UNED y la Biblioteca municipal, al disfrute de las colecciones del Museo Contemporáneo de Arte-Castillo de San José, una fortaleza defensiva cerca de Puerto Naos que Manrique recuperó de su abandono y convirtió en una galería de arte.
Un recorrido que finaliza en el centro de la ciudad, en la plaza del pueblo, pero que en realidad es un charco, el Charco de San Ginés, y cuyo paseo marítimo creó con materiales reciclados. Manrique en estado puro.