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Cien años del «hogar judío» en Palestina

La Declaración Balfour abría la puerta a asentamientos hebreos auspiciados por los británicos en contra de gran parte de la comunidad internacional
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  • David Solar

    David Solar

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La Declaración Balfour abría la puerta a asentamientos hebreos auspiciados por los británicos en contra de gran parte de la comunidad internacional.
Las noticias que llegaban hace cien años a Londres eran malas: enormes pérdidas en la tercera batalla de Ypres, triunfo bolchevique en Petrogrado, derrota italiana en Caporetto... El único factor positivo procedía de Palestina: la victoria del general Allenby en Jerusalén. A propósito de esa región, el ministro británico del Foreign Office, James Balfour, escribía el 2 de noviembre de 1917 al banquero lord Lionel Walter Rothschild una carta –conocida como Declaración Balfour– por la que su Gobierno contemplaba con simpatía la creación de un hogar judío en Palestina. La misiva, salvo para los líderes sionistas, pasó desapercibida en la riada de tremendas noticias bélicas y diplomáticas, pero iba a constituir la piedra angular sobre la que se fundaría el Estado de Israel y la levadura de un siglo de conflictos del Próximo Oriente.
Para entender la situación retrocedamos dos décadas hasta la fundación del sionismo. Ese movimiento –que tenía varios antecedentes– fue provocado por un clamoroso caso de antisemitismo en Francia: el capitán Alfred Dreyfus fue acusado de espionaje y condenado con pruebas muy endebles porque era de origen judío. Europa dividida entre dreyfusistas y antidreyfusistas –prosemitas y antisemitas– siguió con pasión el proceso, celebrado en París, en 1894/95. Entre los centenares de periodistas que acudieron a informar del asunto se hallaba Theodor Herzl, un austriaco de familia judía que, conmocionado por los prejuicios antisemitas, escribió «Der Judenstaat» («El Estado judío», 1896). Se trataba de una proclama en favor del retorno y de la fundación de un estado judío en Palestina, «donde hoy es tan pobre la vegetación, brotaron ideas que han revolucionado a la Humanidad y por ello nadie puede negar la existencia de lazos imprescriptibles entre esa tierra y nuestro pueblo». El libro suscitó el congreso judío de Basilea (1897), que puso en marcha el movimiento sionista (retorno a Sion, Jerusalén). En años sucesivos se crearon los mecanismos del regreso: periódicos para difundir la idea, bancos para financiarla, centros de capacitación agrícola, traslados hasta Palestina, compra de tierras, gestiones diplomáticas...
El primer problema que afrontó Herzl fue el lugar del retorno: Palestina, la tierra de sus raíces. Sus vinculaciones históricas y espirituales eran tan evidentes como la inmensa distancia temporal que les separaban de ella (17 siglos) y la existencia allí de una población con raíces milenarias, incluso anteriores a la llegada de los hebreos. Problema no menor era la pobreza de la región, cuyas mejores tierras ya estaban explotadas; de hecho, sin trabas que impidieran el acceso a Palestina, los judíos preferían emigrar a otros lugares, sobre todo de América.
Herzl pensó que todo cambiaría si se lograba fundar un Estado. Imbuido por la ideología colonialista del momento, suponía que los inconvenientes podrían superarse con el favor del imperio otomano. Pero el sultán, aunque apreciara las promesas de Herzl sobre la contribución sionista al desarrollo de la región y su ayuda administrativa y militar, rechazó la fundación de cualquier tipo de estructura política judía, consciente de que agitaría el efervescente nacionalismo árabe. Únicamente logró que Estambul permitiera la libre compra de tierras y el asentamiento de inmigrantes con similares derechos y deberes que sus restantes súbditos.
Mientras el sionismo digería la decepción, rechazó invitaciones para fundar un hogar judío en Argentina, porque allí ya había un Estado. Estudió otras ofertas coloniales que no tenían ese último inconveniente: Libia, Uganda, el Sinaí. Pero se impuso el criterio de que la meta del retorno solo podía ser Palestina. Pese a todo, el sionismo comenzó a enviar pioneros a Palestina y cuando Herzl murió (1904), unos 50.000 judíos vivían allí tan humildemente como sus vecinos árabes. Su presencia aumentó hasta unos 150.000 antes de la Primera Guerra Mundial pero disminuyó durante ella porque economía y convivencia empeoraron al convertirse la zona en retaguardia del ejército turco que atacaba Egipto.
Esa era la situación cuando se produjo la Declaración Balfour. La gran cuestión es por qué esa declaración y en ese momento. No fue un asunto filantrópico menor, sino un documento político del más alto rango. Londres sopesó su fórmula, tono y contenido, pues, por un lado, pretendía evitar la irritación árabe, y, por otro, su propósito final era instalar allí a un aliado fiel y dependiente. Los judíos en Palestina garantizarían los intereses británicos. La guerra con Turquía había mostrado al Reino Unido lo precario de su situación en la zona y la grave amenaza que se había cernido sobre sus comunicaciones con La India. Para Londres, una Palestina dominada por Israel sería la mejor defensa del Canal, al tiempo que el territorio enlazaría por tierra el Mediterráneo con su proyecto magistral: Irak, que se crearía uniendo los vilayatos (provincias) otomanas de Mosul, Bagdad y Basora, desde donde, a través del Golfo Pérsico, alcanzaría el Océano Índico.
Contra los «catorce puntos»
Tal proyecto estuvo a punto de derrumbarse en la conferencia de Paz de Versalles, donde el presidente estadounidense Wodroow Wilson intentó frenar los intereses colonialistas de París y Londres, ya que contravenía, sus ideas y sus «Catorce puntos». Por lo que respecta al vilayato de Siria, al que pertenecía Palestina, propuso que «se expresen los interesados». Sus aliados declinaron formar parte de la comisión. En junio de 1919 llegó a Jaffa la comisión estadounidense dirigida por Henry King y Charles Crane. Visitaron 36 ciudades de la región y se entrevistaron con representantes de todo tipo de comunidades y organizaciones, recopilando 1.873 peticiones e informes. Sus conclusiones fueron contrarias a los intereses británicos, franceses y judíos: fue unánime el rechazo del sionismo y de la presencia británica, mientras que Francia solo convenía los cristianos libaneses. La mayoría deseaba la independencia y, mientras llegaba, pedía un mandato norteamericano.
Todo fue en vano. Wilson resultó derrotado en su pretensión de que su país reconociera los resultados de la Conferencia de París y a la Sociedad de Naciones; la encuesta King-Crane se quedó en el fondo de un archivo; el mandato británico sobre Palestina duró hasta 1948, año en que el «Hogar judío» se convirtió en el Estado de Israel. La idea estratégica británica sigue vigente. Esas rutas hacia el Índico tienen menor importancia y La India ya no es la perla del imperio, pero el dominio israelí del Próximo Oriente es clave para los intereses estratégicos occidentales, como se vio, por ejemplo, en las dos guerras del Golfo.

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