Semifinal Liga de Naciones

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Por supuesto, el cine español o, al menos, determinado cine español, siempre es visto con mejores ojos fuera de nuestras fronteras que dentro. Es un fenómeno recíproco, que tiene que ver con el inevitable «exotismo» de «lo otro». De «lo de fuera». Con el prestigio, justo e injusto, de lo que percibimos como distinto y mejor que lo propio, a menudo gracias a ser solo distinto, pero a veces también distintivo de ciertas cualidades, ambiciones y logros, tanto formales como de fondo, que echamos a faltar en «lo nuestro», en «lo de aquí». A nosotros nos vuelve locos el cine japonés, surcoreano o iraní, por citar tópicos al azar. A ellos el de Hollywood o incluso quizá, sorpresa, el español. Pero más allá de estas deformaciones del gusto, al borde del prejuicio positivo (acaso gustos y prejuicios sean dos nombres distintos para decir lo mismo), hay también realidades que resulta sano aunque doloroso enfrentar.
Víctor Erice es historia viva del cine de autor español, en la mejor de sus acepciones. Varias generaciones han crecido al calor de su obra y su leyenda. De «El espíritu de la colmena» a «El sol del membrillo» pasando por «El sur», su escasa pero exquisita obra, incluyendo cortometrajes e intercambios «postales» con Kiarostami, nos ha ofrecido una visión del arte cinematográfico personal e intransferible, que vino a dar en la metanarrativa «Cerrar los ojos» con su epígono, resumen y quizá testamento. Guste más o guste menos, y al «New Yorker» le ha gustado mucho, la «derrota» de «Cerrar los ojos» en los Goya no puede sino llamar la atención. ¿En serio una película que exuda Hollywood por los cuatro costados, como es «La sociedad de la nieve», con el debido respeto que Bayona merece por su manejo del espectáculo, tenía que barrer con todo, como una avalancha, llevándose por delante a Erice y su singular thriller cinéfilo emocional?
Por supuesto, en cine, como en todo, es cuestión de gustos. Y está claro que a los Goya, a la Academia, les gusta más Spielberg que Erice, aunque a menudo se decanten por un cine social y realista que poco tiene que ver con el uno o con el otro.
Pero estas diabólicas paradojas, que a los yanquis les emocione un director español, mientras a críticos y académicos españoles les arrebata (con permiso de Zulueta) un director de estilo hollywoodiense internacional, nos traen a la memoria nombres y hechos como que Almodóvar tardara años en ser reconocido (y lo haya sido quizás en su crepúsculo); que el llorado Agustí Villaronga, cuya «Tras el cristal» es de culto en Japón y Rusia, no encontrara financiación para sus proyectos; que los franceses hayan filmado un documental celebrando el cine de terror español... O que Buñuel prefiriera no solo el exilio mexicano por razones políticas, sino el francés por otras culturales y artísticas. ¿No tuvo ya Segundo de Chomón, pionero del cine, que trabajar más y mejor en Francia e Italia? ¿Acaso no fue Goya un afrancesado, siempre mejor comprendido en otras latitudes? La pregunta es: ¿podría ser de otra manera?
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