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El «voyeur» underground

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  • La Razón es un diario español de información general y de tirada nacional fundado en 1998

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En un breve pero estimulante documental sobre su obra, «La mirada entomológica» (2008, Sergi Rubió), Bigas Luna admitía que, en «Caniche» (1979), cometió un error narrativo monumental. Después de confesar su pasión por los animales –exceptuando las moscas y la procesionaria del pino–, explica que, a pesar de que en «Caniche» nunca quiso escandalizar a nadie, cuando comprobó las indignadas reacciones de sus espectadores, se dio cuenta de que la escena de zoofilia que él había incluido desde la inocencia de quien filma sin pensar en los efectos que producirán sus imágenes, sólo valorando su valor simbólico, devoró la trama de la película, al menos a ojos de los demás. Cuando tú narras, decía, debes tener muy claras las repercusiones de lo que cuentas, pero en aquel momento, reconocía, no lo sabía. El relato era secundario: aunque «Caniche» se inspiraba vagamente en una leyenda urbana sobre Dalí y Gala –escapando a Francia en época de la guerra, Gala prefirió cocinar y comerse a su gato que dejarlo a su suerte– y aunque Luna sólo quiso contar una fábula sobre las relaciones de poder y dependencia erótico-emocional dentro de la institución familiar, lo importante era la fuerza icónica de sus imágenes.
No es casual, pues, que Luna, que provenía del mundo del diseño y del arte conceptual, diera más importancia a las sogas y el hilo de pescar, a la salchicha metida en la boca del pez o al vaso de leche derramado en el muslo de Mary Martin de «Bilbao» (1978) o al hueso de melocotón devorado por un millón de hormigas en «Lola» (1981) que a la consistencia de sus tramas. Sus segunda y tercera películas –su adaptación de la novela de Manuel Vázquez Montalbán, su ópera prima, «Tatuaje», era más «convencional», aunque su retrato de los bajos fondos barceloneses era pura dinamita, prólogo al correoso, sórdido y auténtico documento sobre el Barrio Chino (ahora Raval) de la Ciudad Condal en «Bilbao»– podían entenderse como videoinstalaciones, catálogos de poderosas instantáneas que conformaban la esencia de un imaginario rico que nunca olvidó sus raíces experimentales (ver, si no, la escena en la que el cuerpo de Elsa Pataky es envuelto en plástico en «Di Di Hollywood»).
El impacto que causó «Bilbao» cuando se proyectó en la Quincena de Realizadores de Cannes se expandió en el momento de su estreno en España. ¿Casi 350.000 espectadores para una película de espíritu underground, rodada en 16 milímetros y gracias al ímpetu suicida de un productor, Pepón Corominas, que ejerció de mecenas en esta primera etapa de la filmografía de Luna? Como en el caso de «Caniche», la clasificación «S» de la época sirvió como reclamo publicitario, pero ambas películas eran «anti-softcore», antídotos perturbadores al porno blando de Just Jaeckin o David Hamilton.
Si el Michael Powell de «El fotógrafo del pánico» (1960) o el Hitchcock de «Vertigo» (1958) hubiera frecuentado los burdeles de la calle Robadors y el club Panam's de las Ramblas, habría rodado «Bilbao», crónica de la obsesión de un trastornado (el artista Angel Jové) por una prostituta (Isabel Pisano). Era un filme sobre el acto de mirar, sobre el estatus del espectador como secuestrador y secuestrado, como cazador cazado por las imágenes como huellas de un deseo inquietante. Era la obra de un surrealista con tendencias fetichistas, que confiaba en que cada una de las imágenes de su cabeza –aunque fueran tan cotidianas como un hombre de mirada fija afeitándose– se defendiera por sí misma de un modo visceral. Era la declaración de principios de un cineasta que quería proclamar su singularidad en el difícil contexto de la Transición, y que, inconscientemente, estaba desarrollando los logros estéticos de la exigua Escuela de Barcelona, plantando la semilla para la existencia de un cine catalán ajeno a localismos. Cine catalán que, más tarde, se convertiría en inequívoco análisis de los signos de identidad de la España más popular. Ya saben, la del aroma a ajo y tortilla de patatas.